lunes, 7 de agosto de 2017

La chica del puf

La chica del puf es de esas personas a las que conoces desde hace tantísimo tiempo que no recuerdas ningún momento antes de que entrase en tu vida. Casi siempre ha vivido lejos pero, extrañamente, tampoco alcanzo a rememorar un instante en el que no estuviera aquí conmigo cuando me hizo falta, y así lo atestiguan las decenas de miles de fotografías que, de vez en cuando, desempolvamos de aquella bendita adolescencia que hace tanto que dejamos atrás.

Es de esas mujeres que siempre está sonriendo y ya saben ustedes que esas valen mucho la pena. Camina estilizada por las calles sobre dos piernas que parecen que en cualquier momento se van a quebrar pero que nunca llegan a hacerlo. De hecho, ella se podría definir perfectamente así: cincuenta kilos de tipa a simple vista quebradiza, frágil y delicada que esconden, sin embargo, a una de las personas más fuertes, decididas y valientes que he conocido.

La chica del puf fue la primera mujer que entró en mi casa, la primera chica a la que presenté a mi familia y la primera que comió con mis padres y mis abuelos hace casi veinticinco años. Recuerdo que era verano, que pusimos un mantel de tela de cuadraditos azules y blancos, que había macarrones con chorizo y que apenas tendríamos diez años cada uno cuando eso ocurrió. Que no es poco para recordar.


Siempre te mira a los ojos cuando te habla y no tiene reparo en decirte que hace tanto calor que puedes morir si la tocas. Nunca sale en el centro de las fotos pero siempre está en ellas porque es de esas que une a cualquier grupo, que jamás ha tenido peleas con nadie y que siempre, siempre, consigue serenarte con su tono de voz. La estoy viendo en la piscina, la recuerdo en las noches en el parque, en locales de todo tipo y hasta bailando conmigo una canción de Mouling Rouge. La chica del puf es de esas personas a las que agradeces al cielo que haya puesto a tu lado y, de vez en cuando y sin que ella lo sepa, le pides a ese mismo cielo que no se la lleve jamás.

Tiene pecas en la cara, las uñas de colores, los ojos marrón oscuro y la habilidad de conseguir que siempre le des la razón aunque no la tenga. Fuma porque no es perfecta y tarda cuarenta y cinco segundos en cruzar un pasillo de cinco metros con el balón en los pies. Se ríe por casi todo y pocas veces la he visto llorar. Cuando la abrazas con fuerza te sientes mejor contigo, con el mundo, con tu alrededor. Es buena, amable, generosa y de esa gente en peligro de extinción con las que puedes mantener una conversación de una hora aunque haga cinco años que no hablas con ella de nada profundo. La chica del puf lo mismo te abre las puertas de su casa que te echa el cerrojo de una habitación cualquier noche de agosto; y eso, creo, es lo más maravilloso que tiene: que nunca sabes por dónde te va a salir.

Pero ante todo, poniendo en perspectiva todas y cada una de las cientos de cualidades que tiene, la primera para mí es que siempre ha estado, está y estará en mi vida. Es de ese grupo de gente con la que lo mismo discutes un día que no paras de reír al siguiente; de ese conjunto de amigos del que uno se enorgullece tanto. Ella, la chica del puf, es tan mía como lo soy yo de ella y de todas las que, al igual que ella, son capaces de meterse en una piscina llena de mierda para pasar tiempo conmigo. “Meterse en una piscina llena de mierda para pasar tiempo conmigo”, me acaba de salir, sin querer, la mejor definición de amistad que se me ocurre y he de decir que por ella, por la chica del puf, la que siempre ha estado en lo bueno y en lo malo, merece la pena hundirse hasta las narices en cualquier balsa apestosa que puedas encontrar.

martes, 11 de julio de 2017

Más que mil palabras

Una de las mayores mentiras que se pueden oír por ahí, es la de esa expresión que viene a decir que una imagen vale más que mil palabras. No estoy para nada de acuerdo.

Se postra frente a mí, una vez más, una mujer sentada en una silla tapizada en tonos rosáceos. Su mirada está fija en una cámara fotográfica que la inmortaliza mientras ella, con una sonrisa que encandila y unos ojos marrones que miran al objetivo con un brillo que te hace estar seguro de que no puede existir persona más buena sobre la faz de la tierra, se deja perpetuar. Viste de amarillo porque no le tiene miedo a la mala suerte y sus piernas se cruzan a lo Sharon Stone en Instinto básico. Eso le decía hace tanto tiempo que parece que fue ayer. 

Nunca supe dónde se la hizo, ni cuándo ni cómo ni en qué situación. Jamás le pregunté sobre esa foto, quién la sacó o si era de día o de noche; pero estoy seguro que es la instantánea que más veces me ha dejado sin palabras en todos los días de mi vida.

Su brazo derecho cae muerto sobre el reposabrazos y el izquierdo se posa sobre su rodilla desnuda. Su pelo empieza a dorarse como siempre hacía cuando los rayos de sol del comienzo del verano comenzaban a golpear contra el asfalto seco de Madrid. Su piel, esa en la que me perdí tantas veces que tengo memorizada como el Padrenuestro, comienza también a adquirir el tono ocre que me llevó un día a decirle al oído que podría ser perfectamente la mujer de mi vida… y la de todo aquel que no estuviera tan ciego como para dejarla escapar.

El suelo es negro y el corte de la imagen no deja ver el color de sus zapatos. Una chaqueta cuelga de otra butaca mientras ella no deja de sonreír y, casi sin quererlo, con esa sonrisa, consigue que el cámara se mueva un poco en el momento exacto en que golpea el gatillo... y la foto sale parcialmente borrosa por ello. Sin conocerlo de nada y estando absolutamente seguro de que era un hombre, desde aquí tengo que decirte que a mí, querido amigo, también me habría temblado el pulso. Estás perdonado.

Recuerdo cómo achinaba los ojos cuando sonreía. Es una de esas cosas que no se me terminan de ir jamás de la memoria por mucho que me esfuerce en olvidarlo. Comenzaba guiñando un poco los dos porque jamás supo hacerlo con uno solo, y luego los cerraba despacio como una niña de cuatro años en el jardín de infantes. Se picaba cuando le hacía burla por ello y chasqueaba los labios en señal de disconformidad. A veces, si lo que le hacía reír era lo suficientemente poderoso, se ponía a llorar con la facilidad de una quinceañera viendo El diario de Noa y uno no sabía si abrazarla para consolarla o para evitar que le diera un ataque al corazón. 

Ella abrazaba muy bien.

Te cogía por debajo de las axilas y te acariciaba los omóplatos con delicadeza. De vez en cuando, más por vergüenza que por actitud maternal, te ronroneaba un “ea, ea” que, en realidad, venía a querer decir que a ella también le encantaba que la abrazases. Cómo habría cambiado la cosa si nos hubiésemos dicho todo cuando tuvimos que decirlo. Jamás salió nada bueno de la mentira o de las medias verdades, nos lo vienen diciendo durante siglos los más sabios del lugar y nosotros seguimos sin enterarnos.

Pero volvamos a la foto, que aún queda mucho por contar. Su mechón derecho cae cinco centímetros más abajo que el izquierdo y, extrañamente, no le encuentro una pulsera ni un collar cuando no puedo recordarla sin una u otra cosa. Los ojos se le vuelven rojos por la luz del flash como me pasa a mí en todas las malditas fotos que me han hecho desde que el mundo es mundo. Esa es otra cosa que nos une, pero desde luego no la única. 

Cualquiera que vuelva a visionar la imagen intenta perderse por debajo de su falda, es perfectamente natural. Sus piernas te hacen evadirte del mundo, se las vi increíblemente bonitas desde el primer día y bien sabe Dios que, años después, sigue subiendo las escaleras dejando boquiabierto a todo el que viene por detrás. 

Y es que, joder, está preciosa.

Estoy seguro de que se lo he dicho cien veces pero es ahora cuando me arrepiento de no habérselo dicho cien mil. Es tan guapa que te engancha como la droga más dura y te conquista como si el mismísimo Atila volviera del infierno con la intención de que la hierba no vuelva a crecer jamás. Es de esas personas que te amilana con la mirada, que te apacigua con su voz, que te encandila con sus ojos y de las que los imbéciles como yo no se dan cuenta de todo lo que vale hasta que un buen día, con las maletas en la mano, se marcha lejos para no volver jamás. Ella lo vale todo y estoy seguro de que algún día se dará cuenta de ello. 

Yo, por mi parte, tengo el consuelo de una foto que una vez me envió y que guardo como oro en paño en lo más profundo de mi corazón. Una fotografía que ustedes no conocen ni jamás verán. Quizá sea yo el que estoy equivocado y si pudieran observarla no habría hecho falta tanta explicación. Sin embargo, quise con estas mil y una palabra que termino de escribir, intentar que se dieran una idea de lo maravillosa que esa mujer de cabellos dorados, ojos vidriosos y corazón enorme significó para mí y para todos aquellos que un día nos cruzamos con ella en este autopista que se llama vida. Si algún día coinciden con ella, no la dejen escapar. Les aseguro que sería el error más grande que hayan cometido, cometan o jamás cometerán.

miércoles, 7 de junio de 2017

Lo seré por ti

El trago de agua fresca
cuando te mueras de sed,
o el brazo que te agarre
cuando vayas a caer.
La vela que te alumbra
cuando cae la oscuridad,
dime qué quieres que sea
y no seré otra cosa jamás.

El roce de unos labios 
que te ericen la piel,
o el sabor de una caricia
tan dulce como la miel. 
La pupila que refleje la tuya
cada mañana al despertar,
Dime lo que quieres que sea
y no dejaré de serlo jamás.

El susurro en el oído
de millones de 'te quieros',
cada país o continente
o quizá el mundo entero.
Dedos que surquen tu espalda
dibujando con tus lunares un mapa.
Dime que sea Supermán
y me pongo ya mismo la capa.

O el héroe de un cuento de hadas
o, si lo prefieres, un príncipe azul,
lo que digas, lo que exijas, 
lo que quieras y desees tú.
Aquí tu siervo te emplaza,
a que hagas lo que te plazca conmigo.
Dime qué quieres que sea, 
que me pongo con ello ahora mismo.

lunes, 5 de junio de 2017

De tacones y faldas rojas

La vio taconear enfundada en una falda roja con lunares blancos y tuvo que frotarse los ojos para entender que sí, que de nuevo la vida la volvía a poner otra vez en su camino. Sus piernas ya se habían bronceado aunque los primeros rayos de sol de la primavera apenas acababan de comenzar a romper en los tejados de Madrid. Su pelo se había aclarado también, como siempre ocurría por esas fechas: “no hay nada más bonito en todo este maldito universo que una castaña que se vuelve rubia en verano” se había dicho diez mil veces durante los últimos siete años. Y esa imagen no pudo más que volver a darle la razón.

El sonido de la muchedumbre pareció acallarse por el de esos tacones que ascendían escaleras arriba mientras los ojos de ese hombre henchido de amor no podían apartarse de sus piernas. Ella lo miró y él le devolvió la mirada tanto tiempo después que, por un instante, creyó que no podría volver a ver cómo ella se iba de nuevo de su lado. Porque si algo sabían los dos, es que ese encuentro no iba a durar más que unos míseros segundos.

Y así fue.

De nuevo una sonrisa de oreja a oreja acompasando el achinar de unos ojos que él no quería dejar de mirar jamás. De nuevo el roce de su mano y el perfume de su cuello entrando por sus fosas nasales cuando, con dos besos más formales que sentidos, se saludaron mientas la gente seguía intentando encontrar su localidad. De nuevo esa maldita sensación de saber que Dios le había presentado a la misma vez a las dos mujeres más maravillosas sobre la faz de la tierra y, quizá, él había elegido mal. De nuevo, una vez más, el terrible desamparo de ver cómo ella se marchaba por una escalera y él hacía lo propio por la siguiente. Y de nuevo, la necesidad de decirle por millonésima vez que no se fuera nunca más, que no podía seguir sin ella, que no quería seguir sin ella… que no sentía si no era con ella. Pero no lo dijo. Y otra vez más, y ya habían perdido la cuenta, cada uno se alejó de allí por su lado, volando a partes distintas de un mundo que en algún momento del pasado más remoto pareció que se confabulaba para unirlos. Y quizá lo hizo… vete tú a saber.


Y mientras sus tacones surcaban otros suelos, pisoteaban otros corazones y bailaban en otras realidades, él volvió a caer en los brazos de otra rubia mucho más agradecida. Volvió a hundirse en ese licor con espuma que acompasaba con su amargor el mismo sabor que desprendía, una vez más, un corazón herido que desde entonces no para de preguntarse "por qué" y sólo podía responderse con un “fue tu culpa” que se clava como una estaca en el corazón. Parece que esa es la condena eterna que el chico tendrá que soportar por el resto de los días de su vida y, muy probablemente, la tenga más que merecida.

miércoles, 26 de abril de 2017

Magia

Magia son los lunares de tu espalda formando una constelación o tus labios buscando los míos siempre que tienen ocasión. Tu piel desnuda tumbada en la arena, tu sonrisa vespertina, tus manos delicadas, tu cara de alegría o tus lágrimas de pena. Y es que no existe brujo ni hay mago en el mundo que pueda sacar de su chistera una cosa parecida al color de tus ojos o el contonear de tus caderas. Ni naipes, sombreros o varitas mágicas de madera de abeto; ni disfraces, capas, tapetes o petos, la magia, querida mía, es tu sonrisa recién levantada o cuando, con un piropo que no esperabas, te descoloco por completo.

Tu pelo dorado y la forma en la que suspiras en mi oído, la manera en la que gimes de placer, el modo en que me dices ‘te quiero’ cuando notas que la pasión es tal que hasta las piernas te tiemblan como si te fueras a caer. Los días de arrancarte la ropa y besarte en el cuello o las noches en que, cuando desciendo lento por tu ombligo, sientes como tu piel se eriza y me dices que no me vaya, que me quede siempre contigo. 

O tu blusa desabrochada o mis manos subiéndote la falda, la magia son tus labios llamando a los míos o tu cabeza regocijándose en mi espalda; la de tus piernas morenas y mi dedos acariciándolas, la de los viernes encerrados en un cuarto donde el reloj perdía la noción del tiempo y contaba más deprisa de lo normal. Magia negra la de esas manecillas que, cuando menos lo esperábamos, nos avisaban que ya había llegado el final. 

Que no me cuenten cuentos de hadas ni historias de dragones, príncipes, guerreros o piratas; a mí, que he vivido en primera persona la magia de tu boca guerreando con la mía, que no me vengan con monsergas, chistes ni tonterías. A un hombre que ha probado el sabor de tus labios no pueden engatusarlo con narraciones de magos, profetas, maestros o sabios. Sólo tú puedes hablarme de magia, vida mía, sólo de tu boca prestaré atención a los cuentos de brujas, videntes y hechicería. Solamente de ti, la mujer que me hizo entender que no hay maravilla más poderosa que la de dos cuerpos que se desean de la forma más apasionada, temible y portentosa, seré capaz de jurar al mundo, en verso o en prosa, que el mayor hechizo que existe en este planeta es que un mortal como yo se haya encomendado a la fe que le marca el amor a su mujer, a su diva... a su diosa.

lunes, 17 de abril de 2017

Ojalá volviésemos a ser desconocidos

El otro día contemplé cómo Will Smith mandaba, en una película cuyo nombre no importa demasiado para el caso que nos atañe, una nota en donde le decía a una preciosa mujer una frase que, en su momento, me pareció la más bonita de las que he escuchado en los últimos tiempos: “ojala volviésemos a ser desconocidos”, y que, más tarde, me sirvió para escribir estas líneas con las que obsequio a quien tenga a bien hacerlas suyas. 

Comencé a darle vueltas en una noche de viernes de esas en las que ya no me pierdo en bares ni me ahogo en vasos de alcohol y, como decía, me llegó bien dentro. “Ojalá volviésemos a ser desconocidos”, le decía a su esposa, “ojalá volver a revivir ese primer beso que no se olvida” – pensé yo – “esa primera caricia o el primer ‘te quiero’. Volver a sentir mariposas surcando nuestros estómagos o volver a ver florecer la pasión que un día pudo competir con las llamas del mismísimo infierno”.

Me maravilló aquella breve oración y todo lo que conllevaba. Se me antojó tan romántica que quise hacerle un homenaje escrito en este blog que hace tiempo que pasa demasiado desapercibido en mi día a día. Ya no escribo como antes, ni bebo como antes, ni salgo como antes y casi ni beso como antes. Y creo que todo está íntimamente relacionado entre sí aunque ese, queridos amigos, será un tema que abordaremos más adelante. Hoy estamos con otra cosa.

Volver a repetir cada segundo, volver a conocernos en los pasillos de algún triste edificio o volver a pasear bajo las estrellas una noche calurosa de junio. Volverme a enamorar de tus ojos verdes, a nadar pensando en ti, a notar el rubor de tus mejillas o el tacto de tu piel desnuda. Volver a perderme debajo de tu falda o a encontrarme en los lunares de tu pecho; volver, en definitiva, a enamorarme de ti una y otra vez como aquella primera que parece que fue ayer. ¿Ojalá volviésemos a ser desconocidos? Pues la verdad es que no.


Porque luego de varias horas comprendí que Will no había estado jamás tan equivocado y que el amor, el verdadero amor, no vive ni se alimenta de primeros momentos, porque quedarse con la primera vez significa desprestigiar a las que vienen más tarde… y no hay nada más triste que eso. Querer es mucho más que esa primera vez, es todas las que veces que vienen luego, las bonitas y las desagradables, las que te hartan y las que nunca te dejan de alegrar, las que deseas que no se vayan y las que hacía tanto tiempo que no experimentabas que creíste que no volverías a probar. Uno ama de verdad cuando esas mariposas del estómago se fueron tan lejos que sabes perfectamente que ya no volverán pero tú sigues necesitando que esos ojos que te miraron una vez como nunca nadie te volverá a mirar, lo sigan haciendo todos los días de tu vida y, si Dios quiere, muchos, muchísimos más.

Así que cuando encuentres a esa persona que te completa, que te hace ser tan tú como nunca pudiste imaginar, no le digas lo que Will Smith le dijo al amor de su vida ni tampoco te engañe LoveStory, porque al igual que el amor es decir ‘lo siento’ incluso a veces cuando llevas la razón, ese mismo amor en el que creo tanto que me deja sin respiración no se basa únicamente en la primera ocasión que un día se produjo, sino en todos los momentos de esfuerzo y sacrificio que vendrán más tarde. Nada cuesta más que el amor verdadero, hay que cuidarlo y mimarlo, trabajarlo y dejarse la vida por él. Por eso, porque nada es más laborioso que él, no hay nada más valioso en toda esta vida o, por decirlo de otra manera: “lo que merece la pena cuesta y, si no cuesta, no merece la pena”.

sábado, 18 de febrero de 2017

El final que fue principio

Fue la última vez que disfrutó del azul de sus ojos antes de que se apagasen para siempre y con ellos comenzase a detenerse también su ya maltrecho corazón.

Cuarenta y dos años junto a ella. Cuarenta y dos. Casi medio siglo de un amor tan profundo, inquebrantable, puro e imperecedero que ni el más fantasioso cuento de hadas lo hubiese podido describir mejor. Tantos besos que sería imposible contar, tantos abrazos y tantas caricias que ni el infinito orden numérico podría abarcar. Tantas noches en vela, tantos días de pasión, tantos y tantos recuerdos escondidos tras esas pupilas cansadas que llenarían todos los tomos de la más pródiga de las enciclopedias. Y allí acababa todo, sobre las blancas sábanas de una habitación de hospital, dos enamorados se decían hasta siempre a ojos del mundo, aunque sin que ese mundo lo supiese, se preparaban para volver a encontrarse tan solo unos minutos después.

Él había dejado su bastón reposando sobre la mesita de al lado y, arañando un soplo de voluntad a su fatigada anatomía, se subió a la cama para abrazarla una vez más. Ella, marchita como una flor en otoño, había sacado fuerzas de flaqueza para hacerle un huequito en un colchón agotado de sostener penas y dolor, fatiga y enfermedad.

Se miraron sin decir palabra alguna y se besaron con la ternura de un par de niños que se encuentran por primera vez. Permanecieron frente con frente durante segundos, minutos, horas o días, nadie lo supo muy bien. Él la acariciaba con dulzura recordando aquella piel tersa que ahora, con el paso de los años, se había arrugado tras un baño de vida. Sus ojos, sin embargo, eran los mismos que lo habían conquistado hace tanto tiempo que bien podría haber sido ayer. Su sonrisa también era la misma, esa que salía a relucir a las siete y poco de la mañana y no se iba a dormir hasta bien entrada la noche. Sus manos lo mimaban igual, sus besos sabían al mismo maná divino que lo había rescatado de una vida sin sentido e incluso el sonido de una voz frágil que se apagaba poco a poco seguía sosteniendo el mismo tono, timbre e intensidad de antaño cuando pronunciaba las dos palabras que a él lo hacían sentirse el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra: ese ‘te quiero’ que nunca jamás se cansó de escuchar. 

Sus párpados se cerraron y la respiración del amor de su vida cesó para siempre. Él notó cómo su aliento dejaba de romper contra sus labios como olas erosionando a golpes las rocas del mar y fue consciente inmediatamente que ahí, en ese preciso instante, su corazón se quedaba sin motivos para volver a latir.

Una lágrima de pena cayó por sus rugosas mejillas aportando a la escena el único signo de luto que aquel viejo enamorado estaba dispuesto a ofrecerle al mundo. Porque allí, en el momento y el lugar donde el dolor se esforzaba por apoderarse de él y apresarlo dentro de una cárcel de pena y melancolía, sacaría todo el valor que fuera necesario para hacer inmortal lo que, en principio, sólo iba a ser un amor para toda la vida. Allí, en una habitación vacía de hospital, las arrugas, los marcapasos, los medicamentos a la hora de cenar, el bastón, la ciática y hasta el mismísimo cáncer dejaron de tener importancia para dos almas que se marchaban juntas de una vida que se les había quedado demasiada pequeña.


Sin que nadie los viese o se percatase del milagro, los dos amantes dejaron de lado un mundo que ya no les pertenecía para largarse, unidos, a un lugar donde podrían volver a quererse desde el principio y para siempre, como si todo hubiese empezado hace un segundo y jamás fuese a concluir. Un lugar donde no habría más que paseos matutinos y sexo vespertino, felicidad plena y tiempo de sobra para demostrarse lo que ellos tenían muy claro: que cuarenta y dos años de amor sólo son un bonito comienzo.

Minutos más tarde la pena y la congoja se quedaron encerradas tras los muros de ladrillo y la jaula que apresaba a dos seres humanos que formaban uno solo se abrió para dejarlos volar, de la mano, hacia toda la eternidad. Y es que todo el mundo sabe que, cuando se ama de verdad, no existe galaxia, dimensión o tiempo que encierre lo que sólo un corazón henchido del sentimiento que desde siempre ha movido al universo, el amor, puede albergar.

lunes, 13 de febrero de 2017

San Valentín

Como suele ocurrir en Navidad, el día de San Valentín está repleto de pesados y moralistas que cada segundo que pueden te dan la turra con eso de que "el amor no se celebra en un día concreto o en una fecha señalada en el calendario... sino todos y cada uno de los días de nuestra vida". Sí, esos especímenes que luego, extrañamente, están tan amargados que no son capaces de amar ni hoy ni nunca.

San Valentín no es malo por falso o artificial, sino por hortera… que es peor. Quien les escribe hace años que no celebra esta fiesta y, pensándolo bien, ni en las épocas recientes en las que he estado saliendo con alguien lo he llegado a festejar. A mí, personalmente, me parece un día donde el mal gusto y el chonismo sale a relucir con más brillo que de costumbre y, quizá por eso, intento evadirme de él con todas mis fuerzas. Sin embargo, con el paso de los años, me viene tocando la moral mucho más de lo acostumbrado, que haya gente que se erija adalid de lo que debemos o no debemos celebrar, de lo que se puede o no se puede disfrutar y de lo que tenemos o no tenemos que vivir. Con eso es que no puedo.

Como decía, a mí San Valentín no me gusta por casposo pero eso no me da derecho o potestad moral para censurarlo. Las esclavas de oro, los peluches con forma de corazón, las cenas en los Vips madrileños o los vídeos subidos a YouTube con fotografías y canciones de Camela pueden conmigo, pero ni siquiera el ‘Cuando zarpa el amor’ debe darme una razón de peso para impedir que dos personas, sean quienes sean e independientemente de sus gustos, puedan (y deban) celebrar un día que está hecho por y para el amor.

Porque, al fin y al cabo, San Valentín es eso: un día de entre los trescientos sesenta y cinco del año en que eres capaz de sacar tiempo, ganas y dinero para mimar a tu pareja, para decirle que la quieres y hacer que ella sienta que la quieres, que es aún más importante. San Valentín es una ocasión especial para salir a cenar fuera, para pasar tiempo juntos en un mundo en donde cada vez es más y más complicado pasar ese tiempo con las personas que amas. Es una noche donde cada uno venera al amor cómo y donde quiere, una noche en la que ese sentimiento que parece en peligro de extinción fluye, se mueve, nace y se hace… sobre todo se hace. Y no entiendo cómo puede haber alguien se que oponga a ello a no ser que una envidia insana recorra todo su cuerpo.

Así que al igual que os dije hace un par de meses con todos esos pelmazos que os intentaban fastidiar la Navidad: olvidaos de ellos. Salid y disfrutar del atardecer mientras otros rezamos a los astros porque el Barça pierda en París. Besaos todo lo que podáis y convertir una fría noche de febrero en la más calurosa del mes de julio. Abrazaos todo lo que podáis y regalaos piropos y lisonjas, que no siempre hace falta gastarse ciento cincuenta euros para celebrarlo. Bebed vino y cenad mucho para coger fuerzas para ese momento posterior en que la ropa comience a volar desde el ascensor de vuestro bloque hasta el umbral de la puerta de la habitación. Que nada ni nadie os estropee una noche distinta e impregnada de romanticismo y, si queréis subir un vídeo a YouTube con fotografías cursis y el organillo de Camela de fondo, ¡qué demonios!, hacedlo aunque dentro de un par de años se os ruboricen las mejillas por la vergüenza propia y ajena. Disfrutad de quien tenéis al lado y agradecedle a la vida que os lo puso ahí, que muchas veces no entendemos cuán afortunados fuimos hasta que esa persona ya no está y es demasiado tarde para volver a llamarla. Así que olvidaos del mundo esta noche y que sólo nos quede el amor que, como dijo el poeta, es lo único que importa y merece la pena.

martes, 24 de enero de 2017

Treinta

-“¿Cuántos años tienes?” - Me preguntó ayer un mocoso.
–“Cumplo treinta pronto” – respondí.
–“Buah” – exclamó él – “Qué viejo” – sentenció más tarde. 
Y sí, lleva mucha razón.


Treinta años a mis espaldas, queridos amigos. Treinta. Así, como suena. Trescientos sesenta meses, más de once mil días y ni os quiero contar la de minutos y segundos. Un tercio de la vida… o al menos eso quiero pensar. Mucho tiempo, mucho vivido y muchísimo que queda por vivir.

La mayoría de la gente que ve en mi rostro estos días la tristeza y la congoja de la que hablaba Oscar Wilde (“Sólo un loco celebra que cumple años”) intenta consolarme con frases hechas e insulsas, con cariños forzados o expresiones de carga simbólica que poco pueden ayudar ya. Me dicen que en nada se diferencia mi vida de ayer a hoy y en poco cambiará de hoy a mañana. Y sí, la verdad es que también llevan razón. Sin embargo, en días de morriña y nostalgia como son todos los veinticinco de enero y aún más éste en particular, me estoy dando cuenta de que, al final, sí que ha cambiado todo mucho. Demasiado.

Los treinta te asientan y te maduran aunque tú no quieras y aunque haya rubias de ojos preciosos que no paran de recordarte que eso de madurar no va mucho contigo. Empiezas a preferir la música lenta al estruendo de las grandes discotecas, una copa de vino a un litro de calimocho, un buen whisky solo a diez cubatas en un bar y las noches guarecido bajo un edredón a aquellas, tan lejanas ya, donde llegabas a casa con los primeros rayos de la mañana. Los treinta te hacen comenzar a mirar atrás recordando todo lo que hiciste y, sobre todo, todo lo que te queda por hacer. Pocas capitales me quedan ya por tachar en el mapa del viejo continente y sin embargo pienso que no he viajado todo lo que debería. Empiezas a preferir unos labios en concreto a todos los que hay vagando por ahí en busca de besos vespertinos, la quietud de un hogar vacío a las muchedumbres de desfiles y fiestas patronales y un paseo por la orilla del mar a un botellón en la arena.


Los treinta te hacen valorar mucho más tu tiempo. Te levantas antes y te acuestas más tarde, como queriendo exprimir un día que ahora aprecias mucho más que antes. Lees las críticas de las películas antes de verlas porque te jode perder dos horas con algo que no merece la pena y así te pasa un poco también con las personas: que te quitas del medio la paja para quedarte con el trigo.

A mis treinta puedo decir que he disfrutado con Scorsese, Coppola, Allen, Spielberg, Nolan y compañía; que me he perdido en letras escritas por los grandes y he intentado, como algún día rezará mi epitafio, rellenar las páginas en blanco que se postraron frente a mí con la tinta de mil noches sin dormir. Comienzo a tener más anécdotas que contar que fechas señaladas en rojo en el calendario, la resaca me apuñala el cuerpo con crudeza en cuanto bebo dos copas de más cuando antes me pensaba que todo eso era un cuento de los padres para no excedernos con el alcohol. Me decanto por un cruce de piernas antes que por una escena pornográfica, más por una película bajo una manta que por una noche de bar en bar, por Sabina antes que nada y por una tarde de cerveza y fútbol con mis amigos antes que cien de excesos por ahí, en algún lejano lugar. Pienso, reflexiono y le doy vueltas a cosas insignificantes y miro al futuro cada día, intentando pensar qué me deparará y si estoy yendo en la buena dirección. Me imagino tumbado en una hamaca dentro de diez años y, de vez en cuando, le pongo nombre a la santa mujer que pueda, quiera y tenga la no menos santa paciencia de aguantarme durante el resto de su vida. Y siempre, casi sin quererlo, le pongo el mismo nombre una y otra vez.

Los treinta te asientan y, quizá, eso no sea tan malo después de todo. De momento, diez minutos después de cumplirlos, me siento tal y como me sentía ayer: orgulloso de la gente que me rodea, enamorado de una vida que aún me debe mucho, dichoso por tener personas que me quieren, unos amigos que sé que darían todo por mí y un saco de historias que no me canso de contar jamás. Después de todo, eso es lo que más disfruto haciendo.

Al final, pensando un poco sobre esto, creo que es más que suficiente para empezar mi nueva edad. Lo demás es secundario y si ha de llegar, llegará; eso también te lo enseñan los años. Hoy, el día en que dejo atrás la veintena y entro en el segundo tercio de mi vida prefiero quedarme con los que están a mi lado, los que a pesar de todo siguen ahí, esos que me llevan aguantando desde que tengo memoria aunque a veces aguanten más de lo que merezco y de lo que ellos se merecen. Al final, con el paso de los años, te das cuenta de que los viejos sí tenían razón, quizá porque tú, como me decía ese mocoso hace unas horas, te estás haciendo igual de viejo. Así que ahí va mi consejo: abrazaos a la gente que os quiere y se preocupa por vosotros. Yo os digo con orgullo y altanería que me faltarían brazos para rodearlos a todos, y eso es el mayor tesoro del que, a mis treinta años, puedo presumir.

lunes, 23 de enero de 2017

Sus ojos verdes

Sus ojos verdes se clavaron en los míos una noche fría de invierno… y no se terminaron de marchar jamás.


Acompañaba su mirada con una sonrisa tibia, tímida y, por momentos, guarecida bajo la manta que nos cubría a los dos. Sus ojos verdes me miraban y los míos no podían hacer otra cosa que mirarlos, como dos esclavos presos de su amo o dos luceros que giran alrededor del astro rey. Ellos, mis ojos, se quedaron durante horas petrificados cuando los alcanzaban los suyos, hechizados por la magia de un verde aceituna que los embrujaba con un conjuro más fuerte de lo que jamás había conocido antes y nunca más conocería después. Luego, un segundo más tarde del primer contacto, ella entornó los suyos suave y delicadamente esperando un beso que, por supuesto, no tardó en llegar. Mis labios rozaron los suyos, acompasados por un éxtasis que me hacía querer atraerla lenta e irremediablemente hacia mí, como si alguien allá afuera pudiera robármela, llevársela sin que me diese cuenta para no volver a traérmela jamás. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a dejar que ocurriese. 

Sin embargo, nadie tocó la puerta esa noche para reclamarla como propia y yo aproveché la ocasión para hacerla mía para toda la eternidad. Guerreé con su boca y ella lo hizo con la mía hasta que los primeros rayos de sol de la mañana nos encontraron desnudos en la habitación. Sus mejillas se enrojecían, su piel aumentaba de temperatura y sus ojos, sus preciosos ojos verdes, se entreabrían de vez en cuando como queriendo asegurarse de que todo aquello no era un sueño y de que, tal y como le había prometido, el engaño se había consumado y era tan real como el frío invierno que golpeaba con vientos huracanados y copos de nieve tras la ventana.

Y así, entre caricias, abrazos y el tacto de su pelo dorado enredándose en mis manos, con el brillo de su mirada dando luz a un alma opacada por la oscuridad, nos cogió el alba por sorpresa. Y el calor se convirtió en frío y la luna dejó paso al sol, y mis sábanas quedaron huérfanas y mudas esperando de nuevo a unos ojos que quizá nunca debieron llegar pero que, como les decía al principio, una vez arribaron no se terminaron de marchar jamás.

lunes, 9 de enero de 2017

El piropo


Aprovechando las polémicas declaraciones de la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, doña Ángeles Carmona, en las que asegura que el piropo “supone una invasión en la intimidad de la mujer y que, por ello, es necesario su erradicalización”, me he animado, desde la quietud de un hogar que comienza a ver amanecer, a salir en defensa del que para mí es el último reducto de una generación de románticos tristemente en proceso de extinción.

Lo primero que habría que decir en defensa del piropo es que éste no es exclusivo del género masculino. Ni mucho menos. No creo, de hecho, que haya un matiz más machista que ese en el discurso de la presidenta de un órgano que, en teoría, lucha contra eso mismo, la discriminación. Como digo, el piropo no pertenece, para nada, a los hombres. Si bien es cierto que por cuestiones sociales, culturales o simplemente estéticas, es posible que seamos los que más lo usamos, las mujeres no sólo pueden, sino que deben recurrir a él siempre que así lo crean oportuno. Faltaría más.

Al igual que el cine, la literatura, la pintura o cualquier otro ámbito cultural, hay piropos buenos y malos. Como no es lo mismo escuchar a mi vecino del quinto cuando practica sus lecciones de piano que disfrutar del Claro de Luna de Debussy, no es lo mismo un piropo salido de una boca educada que otro que resuena con grosería, falta de tacto o carencia de sensibilidad. Sin embargo, como toda muestra artística (porque el piropo no deja de ser eso) no puede ser condenado ni censurado ante la falta de gusto de unos cuantos o unos pocos. Sería como cerrar todos los museos del mundo porque existe el Guggenheim de Bilbao, y no creo que nadie estuviera de acuerdo con eso.


Otro aspecto que obviamos cuando hablamos del piropo es que no siempre han de alagar aspectos físicos de la persona. Cuando entramos en casa de un desconocido y enaltecemos lo bien decorada que está, lo estamos piropeando a él. Cuando nos fijamos en un corte de pelo novedoso, exaltamos la nueva camisa que ha adquirido un amigo o loamos la fotografía tan espectacular que ha subido al muro de Facebook, estamos recurriendo de nuevo al tan deslegitimado piropo con la única intención de agradar a alguien que nos es cercano, importante o querido. Y eso, en una sociedad cada vez más confrontada, virtualizada y alejada del contacto personal, no puede ser criticable por mucho que a la señora Carmona le apetezca.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El cansino de la Navidad

Una de las figuras clásicas e imperecederas de la Navidad es ese cansino, demagogo y aguafiestas que todos conocemos y sufrimos cada año. Ese que se encarga de recordarnos, en medio de la celebración, las risas y el confeti, todo lo malo que conllevan estos días. Ya sabéis, el amargado que, cuando has descorchado la primera botella de cava, te dice: “Bah, la Navidad es todo consumismo y falsedad”. El tipo (o tipa, claro) sale a relucir en multitud de ocasiones: día de los enamorados, aniversarios, santos o demás festividades importantes. Es el típico que te alecciona de dónde, cuándo y cómo hay que amar, recordándote que los abrazos y los besos se deben dar todos los días y no sólo cuando lo marca el calendario. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que te dice, tú no alcanzas a recordar cuándo fue la última vez que lo viste a él abrazar o besar a alguien. Curiosa contradicción.

La Navidad es una fecha especial con tintes religiosos que, claro, no cala muy bien entre esa progresía rancia que nos ha tocado sufrir a muchos. Nunca la sentí como una fiesta propia de los creyentes porque, creo, significa (o debería hacerlo) mucho más que la celebración del nacimiento de Cristo. Para mí la Navidad, como he dicho anteriormente, es una época donde la luz vence a las tinieblas metafórica y literalmente. Caminas por el centro de cualquier ciudad y tienes millones de bombillas alumbrándote el paso a la vez que, si te paras a mirar, puedes observar cómo, por momentos, la bondad y el sentimentalismo se sobreponen a todo lo malo que nosotros, la raza humana, llevamos en lo más hondo de nuestro ser. La Navidad es esa época en que te fundes con gente a la que no ves durante todo el año, que abrazas y besas y familiares que viven lejos, a amigos con los que pudiste perder relación o felicitas a gente con la que no habías hablado en tu vida y, quizá, no vuelvas hablar jamás. Algunos ven eso como algo malo o artificial y yo, mira tú por dónde, lo veo como un regalo maravilloso que nos ofrece estos días que están por llegar.

La Navidad te hace mejor persona, es algo en lo que creo fervientemente. Sonríes más, sales más, bebes, comes y quieres más que hace una semana. Te arreglas y te pones guapo, piropeas a tus amigos y a tu familia, te reúnes y charlas, te desinhibes, piensas menos y dejas para mañana lo que podrías hacer hoy. “Voy a aprovechar ahora, que el día dos me pongo con la dieta”
Por una vez en el año se vive el momento, ese carpe diem latino que todos nos obligamos a realizar pero que siempre dejamos para más adelante. En Navidad se exprimen los segundos, se vive el presente sin importar el mañana, se externaliza todo lo que llevamos meses queriendo sacar y, sobre todo, se quiere mucho y muy seguidamente. Únicamente por eso ya merece la pena celebrarla.

Pero hay más, mucho más: las guirnaldas, los árboles y los belenes. La ilusión de un regalo que no esperabas, el olor a marisco o el sabor del vino tinto. El llenar casas de comida aunque haya veces que cueste llegar a fin de mes; quitarte tú para darle al que tienes a tu lado o las partidas de trivial que no tienen final. Garrapiñadas y castañas, bufandas anudadas a la garganta, la ilusión de los niños y de los que no lo son tanto, los disfraces y las uvas, o la primera persona a la que felicitas cuando dejas atrás este año que va a terminar. De excesos y besos, de ‘te quieros’ tan sinceros que parece que te vas a emocionar. Es época de recordar a los que se fueron o a los que ya no están y eso, aunque parezca triste, no deja de ser algo maravilloso, porque nada importa más a la gente que se ha marchado que saber que los que seguimos aquí nos acordamos de ellos. La Navidad es calor dentro del frío invierno, El Tamborilero de Raphael y las fiestas de guardar; las resacas, los bostezos, la lencería roja y el afecto. La Navidad es reunirse con quien tú quieres, amar a los que te quieren y disfrutar sin parar. La Navidad es darte cuenta de que por muy mal que vayan las cosas tienes mucha gente a tu alrededor que te adora y, pase lo que pase, siempre lo hará.


Por eso, querida amiga o querido amigo, cuando te venga ese cansino diciendo que todo es un asco, que la hipocresía nos invade y que todo está fatal, no te amilanes ni le hagas caso; ponle un gorrito de Papá Noel en la cabeza, invítalo a una cerveza y dale un abrazo de esos largos, sentidos y difíciles de olvidar. Dile que la vida no es blanca ni negra, que toda época conocida tuvo fallos y siempre los habrá, pero que durante estos días todos, absolutamente todos nosotros, deberíamos pensar que esa vida, con sus imperfecciones y sus bonitas coincidencias, es el mejor regalo que nos han dado… y nos darán. Así que mejor dejar el amargor y la antipatía en casa y salir a festejar que estamos casi ya metidos de lleno en la blanca, festiva y preciosa Navidad. Que la disfrutéis cómo y con quién más feliz os haga, que la exprimáis como una naranja madura y que os colmen tanto de cariño que deseéis con todas vuestras fuerzas que no se termine nunca jamás.

domingo, 11 de diciembre de 2016

La vida

"La vida es eso que pasa entre café y café” le leía a una chica esta tarde en alguna red social que ahora mismo no sabría nombrar. Esa frase de servilletero de bar o de libro de autoayuda encierra tras de sí una cuestión más profunda, la misma que se lleva planteando la humanidad desde que es humanidad. ¿Qué cojones es la vida? Pues os lo voy a decir:

La vida es una cerveza en el local donde todos mis amigos se reúnen, una conversación con un tipo al que hacía mil años que no veías, una mirada de la chica a la que jamás besarás y que, a estas horas de la noche, se come a uno de tus grandes compañeros de aventuras mientras piensa: “¿y si le hubiera dado a él una oportunidad?”. Eso es la vida… y mucho más.

La vida es un paseo con la bicicleta una tarde de domingo, que tu madre se eche a llorar porque no puede contigo, una taza de chocolate caliente en diciembre o que el amor de tu vida te diga por chat que está con saliendo con otro. Que tu mejor amigo se vaya a vivir a la otra punta del país, que te rías tanto que no puedas respirar o que, sin darte cuenta, estés a punto de cumplir los treinta. La vida es eso que está pasando mientras os escribo este texto.


La vida es una novia que te cambia por Roma o el olor de la ropa de invierno cuando la sacas del armario. La vida es la chica que se muere porque la beses o esa otra que está harta de que le digas que darías media vida por dormir junto a ella. La vida es un chupito de tequila en la barra del bar o una canción de Sabina en la soledad de tu hogar. La vida son las fotografías viejas de algún álbum lleno de polvo o un Jack Daniel´s con un señor al que siempre respetaste. La vida, la tuya y la mía, son todos los besos que has dado y todos los que te quedan por dar.

La vida es esa mujer embutida en un vestido verde que te vuelve loco con sólo mirarla o esa otra que te prometió un día que jamás volvería a hablarte. La vida es un balón de cuero entrando por la escuadra de una portería, don Sergio Ramos García marcando un gol en el descuento o algún jugador del Real Madrid levantando una copa al cielo. La vida son las lágrimas, las sonrisas, los gemidos y las palabras que nos hemos llevado en la mochila y nunca hemos dejado que salieran a la luz. 

Sí, la vida también es una canción de Taburete, ver a Walter White de mala hostia, el coche que no arranca, la pata que le falta a mi radiador, el enfado y la angustia porque las cosas no te salen bien, los labios que extrañas y el ´clic’ de un sujetador desabrochándose. La vida es que un amigo tuyo te diga que tiene una enfermedad jodidísima y que tú, con toda la puta sinceridad del mundo, le contestes: “aquí me tienes para luchar contra ella. Los dos. Juntos.”. La vida es matar o morir por la gente que te importa todos y cada uno de los días de esa misma vida que te ha tocado vivir.

La vida es sobre todo besar, abrazar y decirles a todas las personas que te rodean, quieres y amas precisamente eso: lo mucho que las quieres o lo muchísimo que las amas. La vida es cada ‘te adoro’ que pronuncian tus labios, cada caricia sobre una piel desnuda, cada bocado al cuello en noches de pasión o cada susurro casi mudo en una habitación oscura donde se puede llegar a oír un “me estoy enamorando de ti”. La vida es amar muy fuerte todo lo que amas, matar por todo aquello por lo que morirías y disfrutar de cada una de las cosas que te hacen tan feliz que, si tuvieras que dar la propia vida, no dudarías un minuto en hacerlo. La vida es amar y ser correspondido o incluso, si me apuráis, amar y no serlo; porque al final no importa si te quieren o te odian, si caes mejor o peor o si eres correspondido o no, lo verdaderamente importante de este camino que más pronto que tarde terminará, es irte con la cabeza bien alta gritándole al mundo que tú diste lo máximo que tu corazón podía albergar. Y cumpliendo con esa premisa, amiga o amigo mío, podrás decir dentro de muchos años que tus días en esta tragicomedia llamada ‘vida’ tuvieron sentido y que tu papel mereció la pena. Si no, te irás de aquí solo y amargado y te reprocharás para siempre el no haber disfrutado al máximo de toda la belleza que tienes a tu alrededor. Así que venga, espabila... y vive.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Te olvidarás de mí...

Te olvidarás de mí el día en que, cuando llamen a la puerta, no desees con todas tus fuerzas que sea yo volviendo a tus brazos. El día en que te olvides de cómo te besaba lento, de cómo bajaba por tu cuerpo, de cómo te susurraba al oído lo mucho que te quería o lo mucho que te quiero. Ese día, si es que llega, te habrás olvidado de mí. 

En el momento en que los labios de otro no te sepan a los míos, en que no recuerdes mis caricias, en que tu mente no te recrimine lo imbécil que fuiste al irte, al tirarlo todo por la borda, al cambiarlo por nada. Ese día, querida, me habrás olvidado.
Cuando el verano no te sepa a vino en la terraza ni a esos paseos por descampados a la luz de la luna, y el invierno no te evoque estufas encendidas ni mantas guareciéndonos. Entonces, y sólo entonces, me habrás olvidado. 
Cuando no sueñes conmigo, cuando pasees por la calle y tu subconsciente no te diga: esa chaqueta le gustaría, esa camisa le sentaría genial, ojalá estuviera aquí para recordarme el nombre de esa película o, quizá, reces para que volviera allí a quejarme otra vez de lo mucho que tardabas en elegir vestido. Cuando otros dedos ericen tu piel, cuando otro te tape del frío, cuando tus pies helados encuentren cobijo en una cama distinta o cuando ya no recuerdes el olor de mi perfume. Ese día, el día en que por fin dejes atrás todo eso, me habrás dejado a mí también.

Cuando alguien te quiera para más de una noche o, peor aún, tú quieras a alguien para más de eso. Cuando necesites llorar y que te abracen, que te besen con el alma y no sólo con los labios, entonces comprenderás lo que dejaste escapar. Llegará un día no muy lejano en el que ya no recuerdes cómo me agarraba a tu pecho para dormir, cómo necesitaba tenerte cerca para conciliar el sueño, cómo te buscaba en la noche cuando sentía que te habías alejado cinco centímetros y, casi sin quererlo, te atraía a mí para no dejarte escapar. Los momentos de riñas, las lágrimas y también las carcajadas, las noches de película y las películas en mil y una noches. Las partidas de Trivial o los viajes a la tierra del arte, la pizza y el imperio. Las veces en que te dije que te quería más que a nada o a nadie en este maldito planeta que ahora parece un desierto sin ti. Cuando olvides mis manos descendiendo por tu espalda, mi boca diciendo que nunca había querido igual, quizá… sólo quizá, me consigas olvidar.

Y yo dejaré de recordarte la noche en que el alcohol no vuelva a traerme la imagen tu cara, tu sonrisa, tu cuerpo desnudo y esos ojos verdes clavándose en los míos. Entonces, cuando ya no vuelva a pensar que te quise y sólo siga aquí conmigo el daño que me hiciste, empezaré a dejar de depender de ti. Y únicamente quedará guardado en mi mente todo lo malo que vino después, obviando que fuiste el amor de mi vida y odiándote por el resto de esa misma vida que te llevaste metida en tu bolso de marca. Pero espero, de verdad, que todo eso, mi odio, mi desprecio, mi indiferencia o mi apatía tarden mucho en llegar, pues todavía disfruto de los momentos buenos que una vez tuvimos aunque haga tiempo que se convirtieron en ilusiones que se evaporaron como el rocío de una mañana de agosto. Al final, como te dije no hace mucho, te he convertido en algo mejor de lo que jamás fuiste y jamás serás y eso es algo que, probablemente, ni merecías, ni mereces... ni merecerás.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Sentidos

El sonido de las primeras gotas de vino chocando contra el cristal de la copa, el ronroneo de la turbina del avión que te duerme y te arropa, chasquear de los labios de mi boca con tu boca o los gemidos de pasión aquella noche en que, con las yemas de mis dedos, te conseguí volver completamente loca. Los acordes de una guitarra española o la melodía de un saxofón, el rugido de un tigre o el chirriar de los muelles del colchón, la risa de una rubia en esa residencia de estudiantes, la melodía melancólica de la música de antes, el silencio de una habitación que guarece a dos amantes o el crujir del cuero de tus pantalones, esos que te quedan como un guante.

El olor de un automóvil a estrenar, el de la gasolina o el de la espuma del mar; el de una habitación vieja o el de la chica que me amó un día y se fue para no volver jamás. El de un jersey recién lavado, el del champú en tu pelo todavía mojado, el que desprende un hombre con el corazón destrozado, el de la pizza salida del horno o el del pan recién horneado, el que uno no echa de menos hasta que lo ha perdido o bien ese otro que no extraña hasta que se lo han robado. 

La visión de tus piernas morenas andando por la acera, la de tus labios rojos o el contonear de tus caderas. La hebilla de tu sujetador desabrochándose mientras mi corazón se acelera, la del amanecer o la del atardecer, siempre que sea a tu vera. El mar azul desgarrándose contra el sol que se esconde y la imagen del primer ‘te quiero’ al que un ‘yo también’ responde. El color blanco ondeando sobre un estadio, las luces de la ciudad desde el extrarradio o las fotos junto a ti, esas en las que todo el mundo me dice que son en las que más felicidad irradio.


El gusto vistiendo que siempre tuviste y el de tu cuello, que aún queda en mi lengua desde el día en que te fuiste. El del café recién molido, el de los bombones, la comida de mamá o el amargor de no haberme ido contigo. El del whisky impregnando mi garganta, pero el del bueno, el que no se toma ni con CocaCola ni con Fanta. El de un domingo de película guarecidos bajo una manta, el de tu boca besándome despacio, ese que tanto me gusta, ese que tanto me encanta. El del chocolate con leche, el asado argentino, el de la cerveza bien fría o el de una buena botella de vino. El de los abrazos que se fueron y el del que dijo que vendría más tarde, y al final nunca vino.

El tacto de tu piel desnuda, el de tu boca cuando la mía besa olvidándose de las palabras, volviéndose muda. El de la seda o el algodón, el apretar tu cintura hacia mi pantalón. Sentir la suavidad de tus manos, el ardor de cuerpo, notar cómo se pasan las horas y, sin embargo, todavía nos queda mucho tiempo. El del césped recién regado, el de la arena y el hormigón armado, el de las esperanzas del futuro y los recuerdos del pasado, el de tantas veces que memoricé tu anatomía y, a pesar de todo este tiempo, todavía no se me ha olvidado. El del saber que vagas por ahí en otros brazos, en otras camas, en otras vidas y sentir que aquí, donde yo estoy, la mía se queda sola, acongojada, triste, mustia y completamente desangelada.

viernes, 28 de octubre de 2016

El recuerdo

Es ahora que tu ropa ya no cuelga de mi armario cuando más me acuerdo de tantas y tantas noches quitándotela. Ahora que te has ido es cuando más te recuerdo, cuando más te echo de menos, cuando más perfecta te hago. No queda lugar para el error en este subconsciente empecinado en pulirte como un diamante en bruto; no queda resquicio de fallo o imperfección, todo eso te lo llevaste contigo aquella noche fría de invierno en que nos dijimos adiós para siempre. 

Hace tiempo que tu perfume desapareció del espejo de mi baño y, sin embargo, no se termina de ir del todo de las sábanas de mi cama. Te llevaste contigo las riñas, los enfados y las discusiones y te dejaste aquí las caricias y los abrazos. No queda rastro de todas las peleas que tuvimos, ni de todas las cosas horribles que en alguna ocasión nos dijimos. Si cierras bien los ojos en mi casa, todavía se escuchan los besos que nos dábamos en cualquier parte de ella. 

Aún hay veces que me giro en la cama buscándote, y eso que ella parece no acordarse de ti. Casi se me ha olvidado tu manía de acaparar el mando de la televisión, tu mal perder, las horas que esperaba a que terminaras de arreglarte o las mentiras que me dijiste. Todo eso lo ha borrado mi mente como el aire se lleva el polvo del camino. Y ahí, donde quedaban todos esos desperfectos, únicamente sigue tu sonrisa al sonrojarte, tu forma de caminar, tus manos acariciándome el pelo o el momento en que supe que, por mucho que pasase el tiempo, no encontraría ninguna como tú por mucho que removiese cielo y tierra. 

Te marchaste buscando otra vida mejor y yo, en vez de ofuscarme en odios vanos e inútiles, conseguí involuntariamente hacerte mejor de lo que jamás serás. Te he perfeccionado con el tiempo aunque no seas más que otra mujer imperfecta como los cientos de millones que vagan por ahí. Ya lo dijo en una ocasion ese poeta colombiano de bigote poblado y cara de bonachón: "puede que seas una persona insignificante para el mundo, pero para alguna persona, tú eres su mundo"

Conseguiste que la taza de café más horrible que había en la cocina sea ahora mi preferida, que todas las Copas de Europa me sepan a ti, que suenen los Rollings en mi Iphone y que, de vez en cuando, me venga el sabor de tu boca a mi cabeza. Te llevaste contigo mucho, pero me dejaste lo mejor: el recuerdo de aquellos años que ahora se antojan preciosos aunque, si te pones a recordar, no lo fueron tanto. Imagino que será la mujer que sí decida quedarse a mi lado la que, poco a poco, le dé la razón a mi mente sobre mi corazón; pero ahora, querida, quería decirte que te he hecho mejor de lo que eras y que con eso hemos ganado los dos: tú por pensar, mientras lees esto en tu ordenador, que jamás conseguiré olvidarte, y yo, sin embargo, por saber que en un alarde de imaginación conseguí eliminar todas tus imperfecciones y así, casi sin quererlo, el que se quedó con la mujer perfecta fui yo.

lunes, 10 de octubre de 2016

El pero

El ‘pero’ es la palabra más puta que conozco: “te quiero, pero…”, “podría ser, pero… “, “no es nada grave, pero…” ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era o lo que podría haber sido, pero que nunca fue.

Pocas veces en la historia del cine se creó una película más bella, bien llevada y mejor hecha que la que dirigió y estrenó allá por 2009 Juan José Campanella. El Secreto de sus ojos es, para mí, una de las cien mejores películas de la historia y, sin duda, la mejor que ese país de acento meloso, pavas de mate, sabor a tango y balompié nos ha regalado. Y dentro, escarbando un poco en esa maravilla del séptimo arte, encontramos la reflexión que encabeza este texto y que se erige hoy como principal enemigo del condicional, del ‘pero’ y el ‘y si’; del dejar de lado lo que se puede hacer y nunca llega a realizarse.

No hay nada que más aterre a quién les escribe que el condicional, que ese maldito tiempo verbal que te arrebata realidades para convertirlas en sueños y luego, con el paso del tiempo, transforma esos mismos sueños en irreparables frustraciones. Siempre es mejor arrepentirse de algo que no hacerlo, porque al final, con el paso de los días, el pensamiento de qué pudo haber ocurrido si lo hubiera realizado, si me hubiera armado de valor para decirle que la quería, para darle aquel beso que nunca salió de mis labios, para rogarle que no se fuese, que se quedase aquí un rato más… pesa más que cualquier fallo, por muy garrafal que este haya podido ser. Temer que tus actos puedan salir mal nunca debe ser motivo para frenar lo que puede hacerte feliz esa noche, esa semana o el resto de tu vida. Jamás.

Los romanos lo llamaron ‘carpe diem’ y, tras Horacio, los más románticos basaron su vida en ese concepto tan apasionado como tremendamente irreverente. Chaplin lo plasmó como metáfora utilizando su profesión: “La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Ríe o llora, ama u odia, sal a la calle y corre, o quédate en casa leyendo, pero no dejes pasar el tiempo sin hacer lo que te colme, lo que te haga tan feliz que consiga avanzar a toda máquina las manecillas de ese reloj incesante que un día, cuando menos te lo esperes, se detendrá para no volver a echar a andar jamás.

 
Que no quede en tu tintero un beso que quieras dar y no des por temor. No guardes en la recámara una caricia, un abrazo o una noche desnudo junto a ella bajo las sábanas blancas de una oscura habitación. No dejes escondido un piropo por el miedo al qué dirán, ni esperes a que el próximo tren pase por la estación por si acaso, sin darte cuenta, ese al que estás a punto de subir es el último. Destierra de tu vocabulario el “a ver si nos juntamos un día” y queda con él esta misma noche; olvídate de “el verano que viene tenemos que ir a…” porque nunca lo harás. Saca el billete ahora, móntate en el avión y lárgate a ese lugar con el que sueñas aún a riesgo de no sea como tú creías. No esperes a que el mundo gire en torno a ti ni a que los astros se alineen para hacer lo que más deseas, aquello que tanto anhelas y pospones una y otra vez. No aguardes a mañana para comenzar a vivir porque llegará un día en que las arrugas pueblen tu piel y eches la vista atrás dándote cuenta de que, como decía Enrique VIII en los Tudor, el tiempo es el único bien que no se puede volver a comprar.

Salta si te apetece saltar, llora si la pena te corroe, ama siempre y en todo lugar, corre cuando el mundo intente atraparte, sonríe todo lo que puedas y exprime hasta el último segundo de ésta, tu única vida terrenal y conocida. No temas al qué pasará, pues a todo se le puede poner solución menos a las cosas que nunca llegamos a hacer. Así que hazlas. Ahora. ¡¡Ya!!

domingo, 18 de septiembre de 2016

Domingo de fiestas

No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles, ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.

Los locales se limpian con menos ilusión que hace una semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo sabe.

Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de terminar.

Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve a echar a andar una vez más a partir de mañana.

Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Luna llena

Había vuelto a sacar del armario su sudadera blanca favorita, con una mezcla de tristeza encubierta por la decadencia inevitable del verano y unos tintes de altanería del que estrena ropa nueva. Las noches comenzaban poco a poco a enfriarse y los últimos días de agosto apremiaban a los amantes a correr, a darse toda la prisa del mundo por robar ese último beso veraniego que tan bien sabe, que tan bien sienta, que tan adentro se guarda por los restos de los días de tu vida. Porque el que besa en verano no lo olvida jamás, por mucho tiempo que pase. Es algo que todo el mundo conoce.

Arrancó el coche y recorrió carreteras desiertas, alumbradas por los focos del vehículo y una enorme luna llena que resplandecía en lo más alto del firmamento. “La última antes de que llegue el otoño” pensó mientras un pinchazo de congoja recorrió su cuerpo durante un segundo interminable. "De nuevo tristeza y calles vacías se ciernen sobre mí, de nuevo frío y mangas largas, de nuevo bares desiertos y atardeceres tempranos, lluvia y hojas caídas".

A ella la vio apenas un par de minutos después de apagar el motor. Había recorrido medio pueblo andando mientras él, cuidadosamente aparcado, la observaba por el retrovisor sin quitarle ojo. Caminaba pausada, deslizándose por el asfalto de la calle principal con el móvil en la mano, intentado recorrer esos últimos metros finales sin parecer preocupada o nerviosa, tímida o retraída. La luna la iluminaba mientras terminaba de transitar los últimos coletazos de la calle principal. Él se juró que sería imposible verla otra vez así de bonita, aunque no tardaría mucho en descubrir que, de nuevo, se equivocaba.


Se subió a su coche con una sonrisa hechizante. Sus ojos brillaban en la noche como el faro al que el náufrago se ve irremediablemente condenado a navegar. Le obsequió con un beso en la mejilla y él, obcecado con aquella boca que llevaba deseando besar tanto tiempo, le giró la cara estrellando los labios contra los suyos. Ella intentó esquivarlo… pero ya era demasiado tarde.

No se han inventado números suficientes para contar los besos que aquella noche de agosto se repartieron bajo una luna llena que, de nuevo, volvía a acoger en su seno a dos amantes que no deseaban otra cosa que eso, comerse a besos toda la noche. No les importó el pasado, el presente o el futuro, sus gustos distintos, sus vidas paralelas, su forma de haber querido o el amor que vendría después; ese lugar deshabitado y alumbrado por los rayos de una compañera lejana pero tremendamente cómplice les bastaba y les sobraba. Se tenían uno al otro, sus labios no pedían más que un beso más, sus manos no deseaban más que una nueva caricia, sus pieles no se podían ni se querían despegar y el mundo, tantas veces cruel, sesgado y manchado de mil y una penalidad, pareció el lugar más maravilloso de cuantos se conocieron, se conocen y se conocerán. Y entonces, mientras el sonido de unos besos se perdía en el vasto campo de esa tierra fértil y llena de vida, comprendieron una cosa incuestionable: al final de este largo camino llamado vida sólo cuentan los besos que has dado, no los que pudiste dar y se te escaparon. Y ellos, esa noche maravillosa, se dieron todos los que quisieron, todos los que pudieron y todos los que necesitaron.

lunes, 18 de julio de 2016

Felicidad

Enterrar los pies en la arena o las manos en sacos de legumbres como hacía Amelie. Que te duela la barriga de tanto reír o las tardes en el sofá oliendo su pelo. El sonido de la primera copa de vino, las siestas de verano o los domingos de invierno; un gol que te hace abrazarte a un tipo que jamás había visto o pasarme la tarde leyendo.

Un trofeo levantado al cielo de Madrid, el niño al que consigues hacer reír, la brazada de una chica preciosa en la piscina o recordar, de repente, aquellos años de tijeras y plastilina. La necesidad de besar a tu madre antes de irte a la cama sabiendo que el sueño si no, no se conciliaba. Sonrojar con un piropo a una dama o recordar esa vez que, de tanta gente que nos subimos encima, reventamos el somier de la cama. El último abrazo a un amigo antes de que se vaya o el primer ‘te quiero’ de una chica a la que amas.

Las noches de parque aquellos veranos que se quedan tan lejanos y las camisetas de dibujitos con pantalones tejanos. Las películas en el cine que sirven de pretexto para que se entrelacen un par de manos o las fotos que, de repente, encuentras en un viejo baúl y donde sales jugando con tu hermano. Los piques sanos, los días en vano, aquella profesora risueña que te enseñaba a tocar el piano; mi jersey amarillo o ese otro naranja butano, el recuerdo de esa familia que está tan lejos… al otro lado del océano.


Tus labios besándome despacio, el ‘clic’ de tu sujetador al desabrocharse, la forma con la que me mirabas antes y el modo en que me guiñabas un ojo cuando parecía que el mundo era más nuestro que de nadie. Tu mechón dorado aclarado por el sol de agosto, tu piel tostada y la marca del bikini en ella; comidas con amigos o las cenas a la luz de una vela. El sabor de una cerveza helada o el de un café recién hecho, una mirada furtiva, un mensaje donde te dicen que te quieren, el despertar con un beso o una larga noche de sexo. Un amanecer en la playa, una señora cantándote un bingo o que te suene el despertador y te acuerdes que hoy no tienes que madrugar, que es domingo.

Tú sin maquillar andando con tu vestido blanco, yo mirándote desde la lejanía embobado, el sonido de tus tacones acompasando la partitura y mi mente imaginando cosas que me llevan a la locura. Las uñas rojas de tus manos agarradas a mi espalda y las mías, traviesas y emocionadas, subiéndote la falda. Decirte que te quiero y te echo de menos, contestarme que tenemos que recuperar el tiempo, y luego, sin que nadie se entere, ponernos a ello sin freno.

Un beso en la frente a una amiga, un abrazo a otra que una vez lo fue, un sentido ‘lo siento’ por aquella vez que me equivoqué. Los recuerdos más bonitos que nos sucedieron ayer y la esperanza de que, aunque todo cambie, sigamos todos juntos… como siempre fue. Un grupo de amigos que estuvo unido desde que alcanzo a recordar, la familia que no se elige, la que siempre responde cuando llamas, la que te quiere de verdad.

Las fiestas en septiembre o una nota que creías que no ibas a encontrar. Nadar desnudo, una buena película, gritar muy alto, bailar pegados y cantar aunque se te dé mal. Amar hasta que duela, besar todo lo que puedas, sonreír con dulzura y jamás, nunca, pase lo que pase, odiar. Beber, comer, dormir y, si me apuran, no parar de jugar. Abrazar a todo aquel que te lo pida y a cuantos lo puedan necesitar. Vivir, en definitiva, la vida como si mañana se fuera a terminar. Todo eso o lo que ustedes quieran, pero cuando llegue el fin de los finales y todos hallamos de mirar atrás, recordemos pocos momentos malos y muchos, muchísimos que nos colmen de felicidad.