viernes, 29 de agosto de 2014

El baile

Fue frente a la barra de un bar, como casi siempre empiezan las buenas historias, cuando comenzó todo. La conversación fluía y los temas variaban de piezas casi insignificantes a otros muchos más trascendentales. El tequila desbordaba los vasos y el olor a limón impregnaba un ambiente salado, cálido y risueño.

Él la miraba incrédulo, como si todavía no pudiese creer que estuviera junto a ella, que su perfume fuera inundando sus fosas nasales e incluso en algún momento se sintió tentado de pellizcarse para comprobar si, efectivamente, todo aquello estaba sucediendo.
De vez en cuando, ella se levantaba del taburete y se alejaba de su lado, dejándolo con la palabra en la boca y punzando su alma con el puñal de la incertidumbre que se hundía poco a poco ante la disyuntiva del 'regresará o no regresará'.

Los volantes de su falta ondeaban al viento como la bandera de algún país caribeño. Unas cuñas levantaban sensualmente sus pies y enaltecían unas piernas tan bronceadas que incluso en la semi penumbra de aquel lugar apagado y enmudecido por la música, parecían brillar con luz propia. Todo un espectáculo para la vista, para el gozo de unos cuantos privilegiados que tuvieron la suerte de contemplar aquel homenaje al erotismo una noche cualquiera del mes de agosto.

Él volvía encontrar conversación con cualquier extraño que pasaba por su lado, aunque nunca dejaba de observarla por el rabillo del ojo mientras seguía pidiéndole a los dioses que, por favor, no se marchara nunca. Y por un momento creyó que lo habían escuchado.
Volvía una y otra vez y enmudecía las palabras con su sonrisa, con su par de ojos castaños brillando bajo el neón y con el sonido melódico de su risa. Volvía una y otra vez y aquel chaval seguía preguntándose qué habría hecho para ser tan afortunado, aunque ni siquiera se acercaba a imaginar lo que vendría después.

Porque fue entonces cuando sucedió.

Una canción recordada por ambos comenzó a sonar y sus miradas se clavaron inmediatamente. Los sabían que ese era su baile, de nadie más, sólo de ellos. La chica se acercó inmediatamente para sacarlo a la pista y él dudó un instante: "¿Me está ocurriendo esto a mí?" se pudo oír claramente en el bar. Se armó de valor y cogió su delicada mano para acompañarla al medio del lugar donde ya medio centenar de ojos los observaban corroídos por la envidia: "Hoy es mía, señores.. manténganse al margen" se dijo para sus adentros.


La mano de la chica se posó en su hombro mientras la otra agarraba fuerte su mano. Él, por su parte, descendió la suya lo más abajo que pudo en su espalda sin superar, por supuesto, el límite que la caballerosidad marca. La miraba fíjamente y la comenzó a llevar en volandas. Notaba su piel tan cerca de sí que creía poder sentirla completamente desnuda. Ella lo miraba sin pestañear y él no se amilanó en absoluto. Acercó su boca al lóbulo de su oreja y comenzó a susurrarle palabras que ni él mismo podía creer que saliesen de sus labios. Ella reía y, por un momento, pareció hasta ruborizarse. Suspiraba y lo apretaba más fuerte contra sí con cada piropo, con cada frase lujuriosa, con cada declaración de amor, con cada palabra subida de tono. Él se fue creciendo ante la caída inevitable de la fortaleza femenina que se había dispuesto a atacar y que, casi sin remedio, estaba comenzando a derrumbarse por completo. La apretaba más contra sí, intentaba acercarse todo lo posible a ella para inmortalizar en su mente aquel instante mágico. 
Quería recordar absolutamente todo: su fragancia, su tacto y su cuerpo, aunque ansiaba sobre cualquier otra cosa probar el sabor de su cuello y de sus labios. Quizá pedía demasiado.
Entonces, al instante siguiente, comprendió que la suerte no dura eternamente y, casi sin darse cuenta, la canción llegó a su fin y con ella una noche que pasó como un suspiro y que concluyó tan rápidamente que casi podría parecer una broma pensada. Para él lo fue, por el resto de su vida se convenció de que algún ser superior había adelantado los relojes de todo el mundo para apartarlo de ella, no podía ser que casi seis horas se hubiesen esfumado tan depresia.

El alba los separó y nunca más volvieron a tenerse tan cerca. Jamás volvería a repetirse una noche que había destapado un dulce bote de miel y que, cuando ya casi podía degustarlo, se cerró de un golpe y para siempre dejándolo privado de lo que, a buen seguro, significaría una noche de la más erótica pelea bajo las sábanas de su cama. Pero no pudo ser, quizá no estaban destinado a ello, quizá el sueño era demasiado hermoso para ser real. Aunque bien es cierto que él tenía una cosa que valía, por lo menos, el beso que jamás llegaron a darse: el recuerdo. Y eso era algo que jamás nadie podría arrebatarle.

miércoles, 27 de agosto de 2014

El viaje a la playa

Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la carretera. 
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste, una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se recostaría durante horas cuando llegase a su destino.

Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.

El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más, cayendo en las malévolas redes femeninas  y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.


martes, 12 de agosto de 2014

RIP, Robin

La primera vez que me encontré con Robin Williams ‘cara a cara’ sería allá por el inicio de la década de los noventa. Fue en una de esas películas que marcan tu infancia, que revisionabas una y otra vez hasta que la cinta del VHS de tu casa empezaba a emborronarse y tenías que sacarla del vídeo, abrirle la tapa y darle un soplido fuerte con la intención de mejorar una calidad que, a pesar de ser ínfima comparada con la de los tiempos actuales, resultaba suficiente para hacer volar tu imaginación durante tardes y tardes. Hook fue, sin duda, una de los grandes clásicos de mi niñez y fue con ella cuando conocí personalmente a ese Peter Pan de carne y hueso que se había alejado de Nunca Jamás para convertirse en un ocupado hombre de negocios. Pronto me interesé más por aquel tipo de sonrisa eterna y aspecto poco hollywoodiense y empecé a devorar los clásicos infantiles que protagonizó: Señora Doubtfire, Jack, Flubber, Patch Adams y, por encima de casi todas, Jumanji. Creo firmemente que ningún niño puede decir que ha tenido una infancia plena si no ha soñado con jugar una partida a ese juego mágico que cayó en manos de Alan Parrish y su amiga Sarah.


Los años pasaron y Robin seguía ahí, en casi todas partes y durante casi todos los días. Puso voz al que, sin duda, es el personaje más divertido del mundo Disney, el genio de Aladdin, y siguió impartiendo clases de risoterapia para un público mucho menos acostumbrado a reír que el infantil. En Good Morning Vietnam supo mezclar a la perfección sus jocosos comentarios con toda una guerra de Vietnam y ganarse a una crítica que se rendiría a él con las que para mí han sido sus otras dos grandes películas: El club de los poetas muertos y el Indomable Will Hunting. 

Pero la vida, tristemente, no deja de ser una sucesión de contrastes y contradicciones. El hombre que sacó una sonrisa a tantos millones de personas se encontraba sólo y deprimido. Aquel muchacho con cara de bonachón y sonrisa imperecedera, se sumió en una depresión sin final que, según parece, lo ha llevado a la más trágica de las muertes en la noche de ayer. Al final, una vez más, la vida vuelve a recordarnos que no todo es del color que creemos ver.


Se marcha un genio del cine, un actorazo sin parangón que deja tras de sí obras de buena calidad pero, sobre todo, papeles que quedan marcados a fuego en la historia reciente del séptimo arte. Se va el hombre pero queda el legado, como suele ocurrir en estos casos en los que un grande nos deja, y pocos eran más grandes frente a una cámara de lo que lo fue él. Los días tristes como el de hoy deberían serlo menos si, en vez de pensar en la tragedia, nos parásemos a homenajear al hombre que se ha ido, visionando alguna de sus grandes obras. La melancolía debería quedar apartada si hoy, en su honor, comenzásemos a hacer realidad esa frase que dijo interpretando a John Keating allá por 1987 y que rezaba:

 "El día de hoy no se volverá a repetir. Vive intensamente cada instante, lo que no significa alocadamente, sino mimando cada situación; escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro, examinándote de la asignatura fundamental de la vida: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida"