Sería aproximadamente la una de la mañana. Llóvia fuera del bar donde el destino quiso que nos conociéramos. Era, sin embargo, una lluvia suave, casi como el rocío de la mañana, que apenas acaricia tu piel y humedece tu cabello. Un suave goteo invadía las calles de la ciudad donde tuvo Dios a bien hacernos coincidir. Entraste con el pelo mojado; todo el bar —lo recuerdo como si fuera ahora— se quedó prendado de ti. Los hombres que compartían la barra conmigo comenzaron a cuchichear sobre tus ojos, que irradiaron la luz más pura que jamás hubo en aquel antro. Tus labios consiguieron que los pocos especímenes del género femenino que había por allí se reconcomieran de envidia. Yo me quedé prendado; desde entonces hasta que mis dedos escriben ahora mismo estas líneas, me has tenido roto, inservible, más que para quererte y servir mi vida a la inestimable causa de intentar hacerte feliz.
Y desde entonces, la vida de un hombre cualquiera, la fatua y vana existencia de un pobre mortal, se convirtió en el más placentero sueño hecho realidad. Tus caricias, tu sonrisa, tus besos, tu piel, tus ojos, tu boca y todo tu ser no hicieron más que reafirmarme en el mundo, darme a entender que Dios me había postrado ante su más bella creación para luchar por ella, hacerla feliz y prestar, cual caballero andante, mi vida a defender a esa preciosa damisela. Un destino que, orgulloso y prendidamente enamorado, cumplo hasta que Él me llame a su lado, a rendir cuentas y a agradecerme el haber dedicado mi vida a la más encomiable de las misiones: luchar porque seas feliz.