El ambiente permanecía iluminado, tenuemente, por la luz que desprendía un cartelito azul de un canal de
una radio cualquiera de la TDT. Una manta vieja servía de arropo ante el frío invernal de un salón
que hacía demasiado que permanecía gélido, sin vida, destinado a una soledad total. Debajo de ese trozo de tela, las manos de dos amigos se
entrelazaban después de todo un día deseando hacerlo y no atreverse a ello. Quedaba
poco tiempo y había que aprovecharlo.
Sobre la oscuridad casi absoluta
del lugar, resplandecían los mechones de su pelo dorado. Habían hablado de
todos y de todo, sin excepción, sin esconderse de nada ni de nadie, aunque sólo,
y por desgracia, en el sentido figurado de la expresión. Sus ojos se
encontraban de vez en cuando y se miraban con el cariño que lo hicieron antaño,
en algún mundo lejano donde todo era distinto, más alegre, menos dañino, más quimérico y menos real. Una época que había quedado atrás hacía tanto tiempo que, por un momento, pareció que jamás hubiese ocurrido.
Él pensaba que no la encontraría
más guapa que por aquel entonces pero, de nuevo, se equivocó. Los años habían impregnado
en ella un aura de madurez que la hacía, todavía, más interesante, más bonita,
más mujer. Atrás quedaba esa niña que resoplaba cuando su boca se perdía en su
cuello. Ahora, frente a él, se hallaba una mujer hecha y derecha, como dicen
las viejas de pueblo. Una señora de los pies a la cabeza, con la elegancia que
siempre la caracterizó y el carácter dulce y amable que un día estuvo a puntito
de enamorarlo para siempre. Aunque nunca era tarde para eso.
Las circunstancias de la vida,
eso sí, eran bien distintas a las de esa época idílica que había
desaparecido. Lo que una vez consideró como suyo, como la fortaleza donde
guarecerse en las frías noches de enero, ya no lo era más. Otro ejército moraba
ahora allí y él debía acomodarse en los aposentos que se le reservaban, con
caballerosidad manifiesta y una honda y escondida decepción. No quedaba más
remedio, por muy difícil que se le hiciese todo.
Sin embargo, ambos sabían que esa
reunión no era solamente amistosa. Ni mucho menos.
Sus cabezas se acercaban más
y más con el transcurrir de los minutos, ansiando un primer beso que no
terminaba de llegar. Las miradas se alargaban, las sonrisas nerviosas relucían, los labios se humedecían de
vez en cuando para preparase para un instante que los dos deseaban pero que no
se terminaba de producir. Ni se podía producir.
Se miraban las bocas, se
abrazaban con fuerza, se acariciaban las pieles y, finalmente, volvían a
mantener la distancia. Temerosos, respetuosos con aquellos con los que debían
serlos y, sobre todo, con ellos mismos. Y así debía ser.
El reloj fue consumiendo la tarde
y la hora del adiós llegó. El sofá de la fría habitación quedó atrás y un hall
deshabitado fue el escenario elegido ahora por los actores para el acto final
de una tragicomedia maravillosa que concluía ahí, al menos en su primera parte.
Los abrigos ya estaban en las manos y la oscuridad de una casa que volvía a
quedar en penumbra una semana más, lo ocupaba todo, como siempre debió ser en
cualquier acto romántico que se precie. Ella le pidió un abrazo y él,
acongojado y acojonado, se lo dio. Notaba como su corazón latía con fuerza y
eso le evocó otra retahíla de recuerdos. Se separaron despacio y él pudo notar
su aliento en el cuello. No alcanzó a recordar una vez que deseara más arrebatarle
un beso a alguien, perderse en su lengua durante toda la noche. Pero no lo
hizo. De nuevo, no pudo hacerlo. En lugar de aquel beso pasional y romántico
salió a relucir el que quizá él más odiaba: uno lento y fraternal en su frente.
Probablemente el beso más descafeinado de todos cuantos existen.
La miró por última vez y la dejó
escapar a los brazos de otro. Entre improperios y lamentos, la chica que
adoraba y que tan feliz le hacía, el talismán que le devolvía la suerte, su
amuleto, su amiga y su amor, se marchaba lejos para volver a la cama de
quien en su momento sí pudo y quiso amarla. De un chico sin nombre ni apellidos
que supo darse cuenta del tesoro que le había caído del cielo y que no dudó
un segundo en luchar por él hasta el final. “Hombre afortunado aquel” pensó el
muchacho. “Y bastante más listo que yo”.
Y de la opacidad de la casa, sin
darse cuenta, se vieron envueltos en el manto de una luna llena que les marcaba
el camino a otra. El anillo con el que había jugueteado durante toda la tarde
se marchaba a hacerlo con las manos de otro. Esos ojos pardos que lo habían
mirado con cariño, se iban lejos de nuevo. La constelación de lunares que
poblaban su pecho se alejaban de allí para ser exploradas por algún astronauta
que sí tuvo el valor de subirse a la nave espacial en su día mientras él, el cobarde
que no quiso, pudo o supo hacerlo, quedó en el hangar de la estación espacial con el casco
en la mano y la mirada perdida, maldiciendo el día en que dejó escapar su
oportunidad y prefirió quedarse en la dureza de la tierra antes de volar al
espacio con la mujer más maravillosa de que se tiene constancia.