martes, 24 de enero de 2017

Treinta

-“¿Cuántos años tienes?” - Me preguntó ayer un mocoso.
–“Cumplo treinta pronto” – respondí.
–“Buah” – exclamó él – “Qué viejo” – sentenció más tarde. 
Y sí, lleva mucha razón.


Treinta años a mis espaldas, queridos amigos. Treinta. Así, como suena. Trescientos sesenta meses, más de once mil días y ni os quiero contar la de minutos y segundos. Un tercio de la vida… o al menos eso quiero pensar. Mucho tiempo, mucho vivido y muchísimo que queda por vivir.

La mayoría de la gente que ve en mi rostro estos días la tristeza y la congoja de la que hablaba Oscar Wilde (“Sólo un loco celebra que cumple años”) intenta consolarme con frases hechas e insulsas, con cariños forzados o expresiones de carga simbólica que poco pueden ayudar ya. Me dicen que en nada se diferencia mi vida de ayer a hoy y en poco cambiará de hoy a mañana. Y sí, la verdad es que también llevan razón. Sin embargo, en días de morriña y nostalgia como son todos los veinticinco de enero y aún más éste en particular, me estoy dando cuenta de que, al final, sí que ha cambiado todo mucho. Demasiado.

Los treinta te asientan y te maduran aunque tú no quieras y aunque haya rubias de ojos preciosos que no paran de recordarte que eso de madurar no va mucho contigo. Empiezas a preferir la música lenta al estruendo de las grandes discotecas, una copa de vino a un litro de calimocho, un buen whisky solo a diez cubatas en un bar y las noches guarecido bajo un edredón a aquellas, tan lejanas ya, donde llegabas a casa con los primeros rayos de la mañana. Los treinta te hacen comenzar a mirar atrás recordando todo lo que hiciste y, sobre todo, todo lo que te queda por hacer. Pocas capitales me quedan ya por tachar en el mapa del viejo continente y sin embargo pienso que no he viajado todo lo que debería. Empiezas a preferir unos labios en concreto a todos los que hay vagando por ahí en busca de besos vespertinos, la quietud de un hogar vacío a las muchedumbres de desfiles y fiestas patronales y un paseo por la orilla del mar a un botellón en la arena.


Los treinta te hacen valorar mucho más tu tiempo. Te levantas antes y te acuestas más tarde, como queriendo exprimir un día que ahora aprecias mucho más que antes. Lees las críticas de las películas antes de verlas porque te jode perder dos horas con algo que no merece la pena y así te pasa un poco también con las personas: que te quitas del medio la paja para quedarte con el trigo.

A mis treinta puedo decir que he disfrutado con Scorsese, Coppola, Allen, Spielberg, Nolan y compañía; que me he perdido en letras escritas por los grandes y he intentado, como algún día rezará mi epitafio, rellenar las páginas en blanco que se postraron frente a mí con la tinta de mil noches sin dormir. Comienzo a tener más anécdotas que contar que fechas señaladas en rojo en el calendario, la resaca me apuñala el cuerpo con crudeza en cuanto bebo dos copas de más cuando antes me pensaba que todo eso era un cuento de los padres para no excedernos con el alcohol. Me decanto por un cruce de piernas antes que por una escena pornográfica, más por una película bajo una manta que por una noche de bar en bar, por Sabina antes que nada y por una tarde de cerveza y fútbol con mis amigos antes que cien de excesos por ahí, en algún lejano lugar. Pienso, reflexiono y le doy vueltas a cosas insignificantes y miro al futuro cada día, intentando pensar qué me deparará y si estoy yendo en la buena dirección. Me imagino tumbado en una hamaca dentro de diez años y, de vez en cuando, le pongo nombre a la santa mujer que pueda, quiera y tenga la no menos santa paciencia de aguantarme durante el resto de su vida. Y siempre, casi sin quererlo, le pongo el mismo nombre una y otra vez.

Los treinta te asientan y, quizá, eso no sea tan malo después de todo. De momento, diez minutos después de cumplirlos, me siento tal y como me sentía ayer: orgulloso de la gente que me rodea, enamorado de una vida que aún me debe mucho, dichoso por tener personas que me quieren, unos amigos que sé que darían todo por mí y un saco de historias que no me canso de contar jamás. Después de todo, eso es lo que más disfruto haciendo.

Al final, pensando un poco sobre esto, creo que es más que suficiente para empezar mi nueva edad. Lo demás es secundario y si ha de llegar, llegará; eso también te lo enseñan los años. Hoy, el día en que dejo atrás la veintena y entro en el segundo tercio de mi vida prefiero quedarme con los que están a mi lado, los que a pesar de todo siguen ahí, esos que me llevan aguantando desde que tengo memoria aunque a veces aguanten más de lo que merezco y de lo que ellos se merecen. Al final, con el paso de los años, te das cuenta de que los viejos sí tenían razón, quizá porque tú, como me decía ese mocoso hace unas horas, te estás haciendo igual de viejo. Así que ahí va mi consejo: abrazaos a la gente que os quiere y se preocupa por vosotros. Yo os digo con orgullo y altanería que me faltarían brazos para rodearlos a todos, y eso es el mayor tesoro del que, a mis treinta años, puedo presumir.