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miércoles, 3 de diciembre de 2014

Mireia

Seguramente el primer día que me tiré (o más bien, me tiraron) a una piscina, ella todavía no había nacido. Tres años y unos cuantos cientos de días nos separan a ella y a mí en el tiempo, junto a medio millar de kilómetros en la distancia. O incluso más. Creo, sin embargo, que nos une una pasión por el agua que no todo el mundo posee, puesto que una de las grandes diferenciaciones que existe en la vida es la que clasifica a los seres humanos en ‘de secano’ o ‘de regadío’; y ella y yo somos, claramente, de la segunda categoría.
Siempre cuento, henchido de orgullo, que Mireia Belmonte fue a la primera deportista que entrevisté en esa época lejana en la que el periodismo no sólo no me causaba la repulsión de la actualidad sino que, pobre de mí, todavía creía esa burda mentira de que “es la profesión más bonita del mundo”. Ya saben ustedes, la ignorancia de la juventud.

Recuerdo aquel día como si de ahora mismo se tratara. Yo hacía prácticas en una de las grandes radios deportivas del país y nadie por aquel entonces conocía a una sirena de ojos azules y preciosa sonrisa que acababa de proclamarse campeona del mundo junior en Río de Janeiro. Uno de los redactores llegó con un teletipo y me dijo: “Antonino, llama a esta chica que acaba de ganar la medalla de oro y hazle unas cuantas preguntas. Que no dure mucho, para meter un par de cortes en la ronda”. 


Antes de iniciar la llamada, comencé a bucear en el inmenso ciberespacio para encontrar alguna información sobre esa niña de dieciséis años que acababa de lograr el más preciado metal en su categoría. Apunté los que más me llamaron la atención, no pensaba consentir que, en mi primera entrevista, algún error de contraste pudiera hacerme quedar mal.
Más tarde, y con toda la información bien ordenada, marqué el teléfono de su entrenador que todavía conservo en la agenda más por morriña que por cualquier fin laboral o social. Un señor contestó y, rápida y educadamente, me presenté diciendo mi nombre y desde el medio que llamaba. En poco menos de medio minuto, la voz risueña y casi rota por la felicidad de una niña que acababa de comenzar la carrera más prometedora de la natación española, se ponía al aparato.
Comenzamos a hablar. No descarto que yo fuera el primer periodista que la felicitaba tras su logro porque me contestaba incrédula a cada pregunta, emocionada ante cada elogio que le profería, embriagada de agitación por haberse coronado como la mejor después de tantísimo trabajo.

Y nos pusimos a charlar.  

Los pocos minutos que me habían pedido se alargaron más de la cuenta. Yo le hablaba del pasado y del futuro, pero ella se concentraba más en el presente. Lo degustaba como un dulce, como un vaso de agua en una tarde cálida. No quería pensar en más, sólo deseaba agarrarse a ese instante mágico que estaba viviendo y a mí, por supuesto, me pareció más que bien. Recuerdo su risa nerviosa, sus tartamudeos de emoción, sus palabras entrecortadas por el júbilo. Si alguna vez me pidieran que definiese la felicidad, podría ejemplificarla perfectamente en esa conversación que duró hasta que su entrenador, su manager o quien fuera aquel tipo que no paraba de decirle que cortase, que había más medios que atender, consiguió convencerla. Me dijo: “me tengo que ir” y recuerdo perfectamente contestarle con un “ha sido un placer hablar contigo, ojalá que pueda llamarte mil veces más por las próximas mil medallas que ganes”. Respondió con un “gracias” que me pareció tan sincero que me juré que así sería. 

Pero no fue.

Esa fue la última ocasión que hablé con la sirena de Badalona. Seguramente ella ni lo recuerde, pero eso tampoco me importa porque a mí no se me olvidará jamás. Y cada vez que la veo tocar el final de la piscina, en cada ocasión que la observo a través del plasma sonreír empapada en gloria y triunfos, a mí me levanta también una mueca de gozo. No puedo evitar acordarme de esa charla que tuvimos hace ya tantos años y pensar que, en el fondo, yo llevaba razón. Porque aunque nunca volví a hablar con ella, las mil medallas que le vaticiné parece que se están cumpliendo, y pocos se alegran más por ello que yo. Enhorabuena, campeona.


martes, 11 de noviembre de 2014

El día que Fonsi mató a Podemos... sin querer

Antes de comenzar a desgranar punto a punto las ideas que quiero plasmar en este texto, tendría que iniciar el mismo presentándoles, si todavía no lo conocen, a Fonsi Loaiza.

Fonsi es un chaval que se define a sí mismo como comunista pero que, a la vez, viste con polos de Ralph Lauren. También afirma en su círculo más cercano que es seguidor incondicional del Real Madrid, pero no se esconde en asegurar que celebró el gol de Iniesta en Standford Bridge en la que fue, a todas luces, la noche más escandalosa de la última década en el ámbito futbolístico europeo. Es un muchacho de Cádiz que te saluda con un ‘bona nit’ y que reniega de la cúpula del periodismo deportivo nacional pero se graba en vídeo para que lo fichen en El Chiringuito. En definitiva, si hubiera que encontrar una palabra para definirlo (primero habría que devanarse bien los sesos entre la multitud que a uno le viene a la cabeza) sería, seguramente, extraño.
Antes de que sigan leyendo esta ya extensa introducción, les recomiendo encarecidamente este texto del gran Hughes (lo de ‘gran’ se lo asignó Juan Leániz hace poco y creo que lo merece con creces) sobre Fonsi y Podemos. Un artículo que me ha llevado a mí a sentarme frente a la pantalla, café en mano, para intentar explayarme en los conceptos que, de soslayo, remarca Hughes en ABC.



Comencemos pues.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Rabia

Al leer las noticias, cuando ves la televisión o escuchas la radio, cuando sales a la calle o ves a un indigente en la puerta del Mercadona pidiendo algo que poder llevarse a la boca. Rabia, probablemente el sentimiento más extendido en España desde hace tanto tiempo que uno, si no se esfuerza, no puede recordar cuándo comenzó a apoderarse del día a día de todos nosotros.

Rabia. Mucha. Cada vez que observas cómo nos han ido robando poco a poco (o mucho a mucho, depende de quién) parece que desde siempre. Cuando comentas con tus amigos la indecencia de unos y otros, de los de más lejos y de incluso de los que tienes al lado. Rabia de saber que hipotecaron tu futuro para poder comerse una caja más de cigalas, beberse una botella más de vino o pasar una noche más en burdeles de lujo mientras sus señoras presumían con sus amigas de cuán importante era su marido para la nación. Demasiado odio, demasiado asqueo, demasiada impotencia y, por supuesto, mucha mucha rabia.



Y lo peor de todo es que esa rabia, ese rencor que se acrecienta con cada nuevo caso de corruptela política, se va entremezclando con otro de impotencia que consigue un cóctel muy peligroso. Porque no hay nada que temer más que un hombre al que lo han dejado sin nada que perder. Y de esos cada vez hay más.

Mientras tanto, los que subieron a lo más alto del cajón con nuestra confianza y nuestro voto nos dicen que no pasa nada, que todo está bien y que ellos se ocupan de todo. Te lo comentan con tono serio y cara de circunstancia mientras uno intenta por todos los medios volver a confiar en ellos, pero no puede. Porque el castillo de naipes que vas construyendo se derrumba con la cabecera del telediario del día siguiente, con el vídeo en que ves a un señor llevarse las manos a la cabeza por todo lo que el otro robó mientras él, en ese mismo momento, robaba el doble del primero. Cuánta desfachatez, cuánta desvergüenza, cuantísima rabia. Demasiada. Y cada vez más.

Nos piden mesura y paciencia los mismos que nos condenan a la ruina. Claman por la calma y la confianza los que ya no pueden defraudarnos más. Se ríen de nosotros mientras ponen cara circunspecta al ser enfocados por una cámara de televisión. Pero la paciencia, como todo en esta vida, tiene un límite. Un límite que hace tiempo que cruzaron, un final que creen que todavía está lejos pero del que aún no se han dado cuenta de que no es así. La rabia de toda una sociedad escandalizada, avergonzada y tremendamente cabreada planea sobre ellos, sobre todos ellos, porque, todos merecen castigo y, como dijo Kennedy, “los que hacen imposible una revolución pacífica harán inevitable una revolución violenta”

viernes, 21 de febrero de 2014

Cuerdas


Estaba deambulando una vez más por la inmensidad del ciberespacio cuando he encontrado un corto de animación que, según me cuentan, se alzó victorioso en la pasada gala de los Goya. Sin ser yo muy fan del cine y las producciones nacionales, me he animado a verlo. Cuerdas, que así se llama la obra, es una mágica historia de apenas diez minutos que ensalza la amistad y el amor sobre cualquier otra cosa. Una muy emotiva recreación digna de verse. El cuento está escrito y dirigido por Pedro Solís y protagonizado por Nicolás, un chico con parálisis cerebral, y María, su amiga. Si el corto merece la pena verse únicamente por la belleza del mismo, se acrecienta esa sensación al conocer la historia que encierra.

Uno empieza a hacerse una idea de todo lo que se esconde detrás de Cuerdas cuando la animación acaba y el propio director se despide de la audiencia agradeciendo a tres personas en especial todo lo que le han aportado:

"A mi hija Alejandra: Gracias por inspirarme esta historia.
A mi hijo Nicolás: Ojalá nunca me hubieses inspirado esta historia.
A Lola: Por todo lo que no has llorado delante de mi.""

...Y es en ese momento cuando se te hiela el corazón...

Porque en ocasiones la ficción no es tan dura como lo es la realidad. Porque, en efecto, el director narra la historia de su propio hijo, Nicolás, que en la vida real sufre esa parálisis cerebral que lo mantiene pegado a una silla de ruedas sin movilidad alguna. Uno indaga en la existencia de esa familia y se le encoge el alma, se le eriza la piel y al final no puede más que dar gracias de corazón por lo que tiene y, sobre todo y ante todo, enorgullecerse de que haya personas en el mundo como Pedro Solís, su esposa y su familia.

Aquí podéis escuchar una entrevista en la COPE al director.

Ojalá en el mundo hubiera más Marías y más Alejandras, ojalá todos fuéramos tan valientes y excepcionales como Pedro y Lola. Ojalá la vida se respetase como lo hacen ellos y nos quisiéramos la mitad, únicamente la mitad, de lo que esa familia se ama. Ojalá aprendiéramos un poquito más de toda esa gente y menos de la estupidez humana que reina en la sociedad actual. Ojalá pudiera decirles a todos ellos lo orgulloso que me han hecho sentir esta mañana sin ni siquiera conocerles y, por último, ojalá pudiera mandarles todo mi agradecimiento y mi más sincera enhorabuena; porque si algo creo firmemente es que el fin último de cualquier persona es precisamente eso, ser una buena persona, y sabe Dios que esa familia no puede ser más grande. De corazón y desde la distancia, gracias por un cortometraje tan bonito y sobre todo por ser ejemplo para el resto de la humanidad.


PD: Como veréis no he enlazado el corto en esta entrada, el porqué es muy sencillo y lo entenderéis con esta frase del propio director: "Llevo toda la tarde acordándome de los familiares de los señores de Youtube, llevamos 3 días denunciando y no hay manera de quitar el vídeo de la red. Estoy orgulloso de que tanta gente lo haya visto pero si me iba a comprar una silla nueva para mi hijo ya no podré hacerlo".

lunes, 2 de diciembre de 2013

Aquí está la Navidad

Un año más, y ya van dos mil y pico... ya está aquí la Navidad. 

Con el frío que acostumbra y la ilusión que desprende, viene a nuestra España querida a evadirnos por unos días del miedo, la vergüenza y la crisis; o por lo menos a intentarlo.
Llega con sus cenas en familia donde siempre sobra comida aunque no se tenga para comer. De nuevo mesas repletas de agasajos especialmente guardados para estas fechas, para compartir con el prójimo aunque no haya para uno mismo. La Navidad es eso: dar a los demás quitándose lo propio.
Y que dure muchos años más.

Otra vez se ven asomar por la esquina esos días de calles aglomeradas y programaciones televisivas especiales, de discursos de reyes y carrillones que caen, de racimos y turrones, bombones y sobrevaloradísimos mazapanes. Días de amigos y alcohol, de kilos de más y dinero de menos, de desprender cariño y regalar amor a los que nos lo devuelven y también a los que no. Una época donde hay que dejar de lado el desprecio que se tienen más que merecido aquellos que nos gobiernan pues no valen tanto como para que nos acordemos de ellos durante estos días. Háganme caso.

Ya están aquí los días de loterías y suertes, de castañas y brasero, de sayas y jerséis de cuello vuelto, de frío corporal y calor sentimental. La Navidad trae eso, y mucho más.

También nos trae anuncios indecorosos con cantantes que se enfundan varios miles de euros de nuestro bolsillo. Tantas manifestaciones por tantas causas distintas y aún no ha habido ninguna para que vuelva el calvo de la lotería. Vaya país tenemos, la madre que nos parió.
Sin calvo pero con los cansinos de turno que vuelven a recordar una vez más que todo esto es "un periodo consumista, lleno de falsedad y bla bla bla". Lo hacen, eso sí, con su bolsa de El Corte Inglés en la mano y su bufanda de marca tapando esas sensibles gargantas, no vaya y se les acabe la voz y no podamos oír sus gilipolleces repetitivas.

Puerta del Sol de Madrid

De nuevo, compromisos que no se cumplen y promesas que se evaporan, pero me gusta pensar que por cada nueve de los primeros siempre hay uno que sí, que deja de fumar, planta un árbol o da la vuelta al mundo, y ese, bien lo sabe Dios, vale cien veces más que los otros. 
Es la época de la generosidad, de las San Silvestres y los maratones televisivos, esos que se superan una y otra vez para conseguir fondos para las grandes causas, para los pequeños que no tienen nada. Eso sí enorgullece a cualquiera, la solidaridad española, porque si algo tiene bueno este país es que somos los más generosos del mundo. 

Vuelve el repaso al año que se va y la carta de amor al que está a punto de llegar. Epístolas a Papá Noel y a los Reyes Magos (hay que ver qué educados nos ponemos cuando tenemos que pedir). 
Y después, niños sonriendo en los parques con sus juguetes nuevos, ataviados hasta las orejas con ropajes más típicos de Siberia que del Mediterráneo ibérico. Mientras, a lo lejos, sin quitarles el ojo de encima, un padre amenazado de muerte con que "no se te constipe el nene" aguarda a que caiga rendido y pueda volver a casa a ver el fútbol de una vez.

Ya están aquí las luces en las calles, la alegría en la gente, la buena voluntad y el abrazo del que se tuvo que ir y regresa a su hogar. Ese beso materno en el umbral de la puerta o en la terminal de llegadas de cualquier aeropuerto es un poema en potencia, un milagro digno de plasmar en papel. Únicamente por eso ya valen la pena estas fechas. Pero hay más, mucho más. 
El cava y el anuncio de Freixenet, la capa de Ramontxu en la Puerta del Sol que tanto se extraña junto con el programa de Cruz y Raya previo. Las nueces de Macadamia, los gorros de papá Noel y los copos de nieve; las partidas de trivial, los abetos, sus bolas y los belenes repletos de figuritas destrozadas por los años (y por los niños). El aura especial de una época sin igual, los abrazos con la boca llena de uva y los besos de amor, porque si algo sobra en esta época es eso, mucho mucho amor.

Y seguramente lleven razón aquellos que tachan de efímeras y demagogas estas fiestas y sus propósitos. "Eso hay que hacerlo todos los días, y no sólo en Navidad" se hartan de comentar. Sí, de acuerdo, pero prefiero reír, comer, beber y besar durante estas fechas a no hacerlo jamás, así que dejad de tocar las narices y de joder la marrana.

Salgan a la calle y díganle a todo el mundo que van a ser felices, que la Navidad ha conseguido que olvidemos esa afrenta pasada o ese pequeño enfado; que lo sentimos y que nos morimos por tenerlos otra vez a nuestro lado. Digan mucho 'te quiero', siempre que sea verdad, claro; y no olviden que yo, desde la lejanía de unas líneas en el ciberespacio, también los quiero... mucho.

Feliz Navidad a todos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

La princesa que nos merecemos

Mi escrito de hoy no versa sobre doña Letizia o Leonor aunque muchos puedan pensarlo así leyendo el título que lo encabeza. La princesa de la que hablo en esta ocasión no cumple los cánones habituales, no tiene corona o cetro y tampoco corre por sus venas sangre azul. Ella ha sido elegida en el cargo por la población de éste, nuestro querido país, y llevada en volandas hasta su trono de oro y mediocridad, de rubíes y piedras preciosas, de marfil y un tufillo a pueblo bananero que echar para atrás. La princesa de mi cuento tiene nombres y apellidos y me ha venido hoy a la memoria a raíz de esta noticia que pueden ustedes leer en los medios más importantes del país. En efecto, Belén Esteban me ha suscitado este relato en el que trataré de poner en evidencia una vez más todo lo que ya he dicho hasta la saciedad pero que, sin embargo, no deja de sorprenderme con cada nuevo amanecer. 

 Colas en Sol para la firma de ejemplares de Belén Esteban

En ocasiones tendemos a culpar de las desgracias al ajeno y no miramos en nuestro ojo la viga de hormigón que lo atraviesa. Eso es algo muy español, muy nuestro. Decía Ortega y Gasset que "no se puede hablar de decadencia española en sentido estricto, porque para decaer hay que caer desde algún sitio" y en días como hoy, no podemos más que darle la razón.
Cuando uno se despierta con una Puerta del Sol abarrotada de efusivos fans esperando la firma de un libro de Belén Esteban, le quedan pocas fuerzas para seguir luchando. Partiendo de la base de que no puedo, por mucho que lo intento, encontrar algo más incoherente que un libro firmado por La Princesa del pueblo, me llena de pesar y resquemor ver a compatriotas míos, gente que luce el escudo de mi nación en su carné de identidad, elevando a los altares al culmen de la indecencia, al bastión de la vulgaridad, la adalid de la decadencia de un país lánguido y ramplón, triste y en coma profundo. 

Cada mañana, los bares y las cafeterías de España vuelven a llenarse de caóticos y quejicas que encuentran en los estamentos más altos el punto de mira donde señalizar la causa de la situación que vivimos. Políticos, banqueros, abogados, periodistas y un largo etcétera de sabandijas pusilánimes que nos han desangradado durante lustros y que ahora, con seis millones de parados y una crisis como nunca antes se vio en la democracia, siguen haciéndolo ante el lamento del español medio, ante la estúpida manía de llorar sin hacer absolutamente nada. Pero ellos, amigos, no tienen la culpa.

No seré yo el que defienda a esa gente, probablemente los habré criticado tanto como ustedes, pero no son los culpables, dejémonos de engañifas. En un país que va tan mal como el nuestro no podemos caer en la simpleza de culpar a los demás sin mirarnos el ombligo. Una nación con catorce ediciones de Gran hermano y con una cola que da la vuelta a la esquina para que Belén Esteban te firme su libro no puede ir bien de ninguna de las maneras. La clase media, usted y yo, nuestros primos y amigos, nuestros padres e hijos, son los culpables finales de vivir en el país de la ignorancia y la ignominia, de Telecinco y Sálvame, del odio al libro y amor a la televisión pueril y burda; la España que está a la cola en educación y que se enorgullece de ello. Nosotros somos los culpables, usted y yo. Y podremos caer en la tentación de refugiarnos en que "no nos educan en el colegio y nos ponen abono en la televisión" con toda la razón del mundo, pero eso es lo que anhelan, reinar sobre una población de incultos y atrasados, porque un país instruido no permite que se le vapulee mientras que un país comandado por la reina de lo burdo no puede más que acatar lo que desde arriba se le ordena.

España vive regida por una señora cuyo mérito principal ha sido dar el braguetazo del siglo y cuyo ejército de mezquindad y bajeza la ha catapultado a la gloria a razón de más de un millón de euros anuales. Esa mujer de modales de trapo y educación de plastilina es nuestra tercera fuerza política y de ahí en adelante cualquier atisbo de sollozo debe desaparecer.
Vuelvo a hacer hincapié en la frase que repito en cada tertulia de café o cerveza, en cada sábado de lamento y discusión, ese "nos merecemos todo lo malo que nos pase" que ya se me atribuye casi sin yo quererlo. Y cuando digo ‘todo’, me refiero a ‘todo’, sin exclusión alguna, sin más que agachar la cabeza y saber que la culpa de que estemos gobernados por una clase política corrupta es nuestra, porque el reflejo de una sociedad se ve en su gente y si tenemos unos políticos de mierda, unos abogados de mierda, unos jueces de mierda, una educación de mierda y unos medios de comunicación de mierda, habrá que ir asimilando que sí, que por desgracia, nosotros también somos una sociedad de mierda.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Aquel tiempo

Aquel tiempo de recreos y clases de historia, de partidos de fútbol interminables en el patio del colegio, de noches de parque, de besos secretos; aquel tiempo de paz y sonrisas que parecía que nunca iba a acabar, que creíamos que siempre sería nuestro y que nadie nos lo podía robar.

 

Aquel tiempo de almuerzos, de bocadillos de jamón con tomate calentados en el radiador de clase. Esos días de amores adolescentes y pelotas de cuero, de enfados constantes y cambios de humor, aquellos días de hormonas y celos, de riñas y caricias, de fiestas y juegos de manos, de revistas de fútbol y cine por doquier. Aquellos tiempos que se quedaron atrás, que se fueron un día sin darnos cuenta y parece que nunca volverán.

Aquel tiempo lejano que tiende a borrarse con cada día que pasa. Aquella época que, sin embargo, no termina de irse jamás. Las partidas de cartas y los veranos de piscina y sofá. Las tardes sin fin y las noches fugaces, de trapicheos y experiencias, amores de verano, secretos, caramelos y melodías de piano.
Aquel tiempo de amigos y amigas, de conocidos y fiestas de guardar, de sábados y viernes, de reticencia al domingo, odio al comienzo de semana y a ese maldito lunes de legañas y mochila. La época de las clases de gimnasia y el ligoteo en las aulas, de profesoras de cabello dorado y símbolos matemáticos, de gente nueva y de la misma de ayer, de guiños arrebatadores y labios por morder, aquel tiempo que ha muerto y no volverá a nacer.

Aquellos años que no desaparecen y que nunca regresarán, esos días de motocicletas y césped, de madridismo exacerbado y Copas de Europa. Los años del discman y las baterías que duraban semanas enteras. Los tiempos del olvido y el perdón, del cariño extremo y la amistad eterna, de promesas incumplidas y mentiras que se hicieron realidad. Aquellos años que se marcharon hace tiempo y que parece que no regresarán.

Aquellos años que hoy he recordado con nostalgia y lucidez, la candencia e inocencia de una banda que se prometió el mañana y se olvidó del ayer. Buenos tiempos aquellos en que no había más preocupación que el qué dirán y el qué le diré, que una mirada significaba un mundo y nunca había resaca un domingo. Esa época mágica donde se escondía el pasado, se vivía el presente y se obviaba el futuro, porque no había más mañana que el día siguiente y el día siguiente del siguiente parecía que no iba a llegar. Y si embargo llegó, como lo hace casi todo en esta vida: sin avisar. Ya estamos en el mañana y aún nos queda el día de después, ese que nunca imaginamos que fuera a ser como lo es hoy, con sus cosas bonitas y sus momentos funestos, como la existencia misma de cualquiera de nosotros. Pero qué diablos, el hoy nos lo han robado y planean hacer lo mismo con el mañana, aunque si hay algo que tengo claro es que jamás nos podrán robar el ayer. Ese es sólo nuestro, de los que lo vivimos una vez soñando que el mundo era un lugar hermoso donde pararse a beber y a gritar, donde los mensajes costaban dinero y abreviábamos el amor con ese 'tqm' que era una constante, cursi, pero inamovible. Aquellos tiempos fueron buenos, de eso no cabe duda, demasiado para lo que quizás merecimos. Tiempos pasados y pretéritos más perfectos que simples y grabados a fuego en corazón y mente, los lugares más seguros donde esconder los mejores momentos, porque esos, desde luego, nunca mienten.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Dos pájaros de un tiro

Así, como reza el título de esta entrada que escribo a intempestivas horas de la noche, se llamaba la gira que hace poco realizaron en conjunto los que probablemente sean los dos cantautores más célebres de nuestro país: Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat.

Yo conocí primero al catalán. Con esa voz melosa y renqueante comencé a introducirme paulatinamente en la música y las letras de Joan Manuel con un viejo casete que mi madre tenía por ahí guardado de un concierto suyo en Buenos Aires. Serrat es el Mediterráneo, Aquellas pequeñas cosas, Esos locos bajitos y sobre cualquiera de ellas, para mi gusto, Lucía y Fiesta. Con la primera relata una declaración de amor a cualquier fémina que tenga a bien llamarse así. "¿Lucía?, como la canción de Serrat" es la frase recurrente en cuanto te la presentan. Esa bella historia de amor que tuve y tendré, esa ley innata en el  hombre de desear lo que nunca se tuvo y amar sobre todas las cosas lo que jamás se tendrá queda plasmada como jamás se tuvo constancia en los versos de una canción eterna y demasiado infravalorada como le pasa, sin lugar a dudas, al segundo ejemplo que les comentaba.

Fiesta es la plasmación perfecta de la España tradicional. Esa verbena rural y de pueblo pequeño, con vino, mujeres y música, sin importar si las girnaldas son rojas y gualdas, verdes, lilas o amarillas. Con la alegría por himno y la dicha por bandera, como siempre debiera de ser.
Con ella cierro a Serrat y comienzo con Joaquín




Sabina posee una voz desgarrada por la vida y como la vida, nunca mejor dicho. Él es pura poesía, desecha por completo la tonalidad para centrarse en las letra que superan a cuanto se haya podido escribir en la historia de este país para después ser cantado. Él ya es un habitual en este blog, donde tantas y tantas veces lo he recordado. Hoy os dejo ese 'Y nos dieron las diez' que todavía no he plasmado por aquí y que no podía faltar en este breve recopilatorio musical que en esta velada ya de lunes, un chico cualquiera evocó para homenajear a dos poetas y a cuanto han contribuído a alegrar las noches en vela de muchos de nosotros.




martes, 30 de julio de 2013

La siesta

Cuando pienso (cada vez con más asiduidad) en huir despavorido de este país podrido que antes respondía al nombre de España, me paro a reflexionar sobre qué cosas echaría de menos. Este verano me gustaría aprender a cocinar los tres platos que para mí, representan el culmen culinario nacional: las migas, la paella y el gazpacho manchego. Además, el fútbol, las tapas, la cerveza de los domingos por la mañana, el botellón, los campos abiertos de mi tierra, el cubata, los caracoles en verano, las fiestas patronales o el calor floreciente en primavera, serían recuerdos difícilmente borrables de mi mente allá donde el destino se atreviese a llevarme. Sin embargo, hay una cosa que creo que destronaría a todo lo anteriormente nombrado para convertirse en la principal forma de morriña nacional: la siesta.


Tomar una siesta fuera de España no tiene sentido. En un país que vive desde las siete de la mañana y muere poco después de las ocho de la noche, perder un par de horas en un sueño ligero a media tarde carece de fundamento alguno. España está hecha para la siesta como la siesta a esta nación y una va pegada a la otra tanto que es imposible no nombrarla cuando se habla de cualquiera de ellas.
La siesta es el mejor invento español de la historia, no hay duda de ello. Ese sueño de después de comer es el digestivo más efectivo que se recuerda. Pocas cosas mejores que pasar de la mesa a la cama para después volver a la mesa. Esa siesta hiperbólica y destinada sólo a los verdaderos profesionales del sueño en el oscuro invierno debería estar ya catalogada como patrimonio de la humanidad. Ese tramo choca irremediablemente con el de verano, donde los minutos de adormecimiento se acortan para dar lugar a otros de calentamiento corporal junto a esa mujer que te mira pecaminosamente desde que el camarero os trajo la carta del restaurante. Ahí radica un estilo tan contrapuesto como igualmente maravilloso. Una comida copiosa, un par de copas de vino, una subida a la habitación del hotel entre besos y caricias lascivas que termina en una previa de sudor y amor culminada por el más bello sueño cuando el sol más calienta en lo alto del cielo. Un par de horas de relajación después de haber tocado lo más parecido a la gloria bendita que un hombre puede soñar en la cruel monotonía de este planeta tierra. Eso es la siesta de verano, pura magia.

Y no hay mejor despertar del sueño vespertino que más cansado de lo que uno se fue a dormir. Suele pasar. De repente, uno se levanta exhausto y deseoso de volver a los brazos de Morfeo lo más pronto posible, con un charquito de saliva en la almohada que nos apresuramos por tapar con rubor en las mejillas mientras nuestro cuerpo, agotado de haber surcado mil y una aventura que probablemnte jamás recordaremos, se esfuerza por volver al mundo de los vivos.

Sólo, acompañado, envuelto entre mantas o completamente desnudo. En invierno, verano, primavera u otoño; inmediatamente después de comer o una hora después con la celebérrima excusa de "bueno, me voy a acostar media horita". Tenemos tantas y tantas cosas malas que, en ocasiones, no nos paramos a pensar que como aquí, dejando hijos de puta a parte, no se vive en ningún otro lado. Me acabo de despertar de un siestón espectacular y quería invitaros a todos a ahogar las penas en el sueño, en cualquiera de sus fases y en cualquier momento, aunque ahora, en el ecuador del verano, nada mejor que hacerlo entre besos y amor para posteriormente descansar al calor de una buena siesta.

miércoles, 12 de junio de 2013

España y la generación abandonada


Y ahí estaba yo, casi con dos licenciaturas sobre las espaldas y a punto de sacar a la luz mi segunda novela, soplando las velas de mi vigésimo sexto cumpleaños, en paro y sin un duro. Sin darme cuenta, mi vida sobrepasaba ya el primer cuarto del rosco como si hubiera conseguido los quesitos de historia y espectáculos en una partida de Trivial. Todo era dicha y alegría a mi alrededor junto con comentarios sin mala fe sobre lo viejo que me estaba haciendo. Mis seres queridos, exentos de toda malicia, me recordaban la triste realidad, la funesta y cruenta veracidad de los hechos: me hacía mayor.
En la cena, un informativo radiofónico volvía a poner al descubierto que la política de este país había perdido el norte para centrarse únicamente en el punto cardinal de sus intereses más perversos. De un lado y de otro llueven las falsedades, las falacias y las desvergonzadas maldades del gobierno y de la oposición, cortados ambos por el mismo patrón: el de la desfachatez más absoluta.

Nos llaman la generación perdida y creo firmemente que lo estamos. Nos hicieron creer que éramos la hornada de jóvenes más preparados en la historia de este bendito país, de esta España nuestra ahora en manos de los más déspotas tiranos. Somos la envidia de nuestros predecesores, la plasmación del éxito de los héroes de la transición, el orgullo de un estado que tocó techo y ahora se desploma en las profundidades del oscuro mar de la crisis agarrado al peso de los duros rostros de nuestros gobernantes. ¿La generación perdida? Más bien la generación abandonada.