Paseaban entre murallas centenarias y atalayas escondidas, discurriendo por unas calles empedradas con tanta historia como el mismo mundo, con tanto vivido en ellas que sería imposible describir, narrar o, tan siquiera, imaginar. Ella lo hacía por la izquierda por una extraña manía de esas que no tienen explicación racional. Él, a su derecha, como el ángel custodio que se preocupa más por salvaguardarla que por su propio bien. “Y así” pensó “podría ser para siempre”.
Él la miraba de soslayo, como quien observa algo sin saber muy bien cómo ha
llegado ahí. Desgranaba cualquier detalle: sus pantalones acampanados, sus
zapatos negros, la bufanda que no trajo nunca consigo o esa sonrisa que,
tímidamente, salía a relucir de vez en cuando. Su media melena cayendo sobre el
abrigo azabache y esos ojos preciosos en los que, pensó, se podría
perfectamente bucear una noche entera de luna llena como aquella.
Caminaron guiados por el instinto y sin saber muy bien a dónde ir, que es
como se hace siempre que uno está bien, que se siente a gusto, libre y alegre.
Se vislumbraba al fondo la catedral, guarecida por una campana de la que todavía se
duda si es tan grande como se dice o, quizá, más aún. Una ventana diminuta,
azulejos secretos, el Alcázar iluminado, murales, portones y, sobre todo, mucha
cerveza. Lo que fueron horas se antojaron segundos y lo que parecía una tarde
entera al final no fue más que un leve suspiro de tiempo tan corto que, a la
mañana siguiente, pareció haber sido un sueño en vez de una realidad. Y es que, según
dicen, el tiempo pasa más rápido cuando uno está feliz y, por qué no decirlo,
durante esas horas, él pareció volver a serlo.
¿Y por qué? Se preguntó durante muchos días después sin querer creer del
todo lo que a todas luces parecía una certeza, la de que aquello se debió a una niña perdida en un mundo de adultos, a la ternura empezando a
hacerse mujer y a todo un universo de ensoñaciones con futuros improbables y comidas
en familia los domingos. A unos labios maravillosos que no se atrevió a besar,
a un par de manos congeladas, el sonrojo de una pedida de matrimonio
improvisada, el ruido de coches y campanas, un mercadillo navideño y el sabor picante de
una hamburguesa enorme que no se pudo terminar.
Y fue ahí donde volvió a quedar demostrado que la vida no es más que una
sucesión de pequeños momentos en los que uno ha de ser feliz o, al menos,
rodearse de gente que haga que sea más probable serlo. Porque son los instantes
donde uno se siente pleno los que hacen que lo seas, y son los días en los que te
acuestas con una sonrisa en la boca los que sirven para que, muchos años después,
eches la vista atrás y pienses: “joder, qué días más buenos fueron aquellos”.
Así que, bien pensando, una tarde por una ciudad de cuento de hadas acompañado
por una chica que bien podría ser protagonista de cualquiera de ellos, es todo
lo que uno necesita para sentirse pleno y darse cuenta de que esta vida, con
muy poco, es más maravillosa de lo que se puede llegar a creer.