lunes, 20 de diciembre de 2021

Tardes pasadas

Paseaban entre murallas centenarias y atalayas escondidas, discurriendo por unas calles empedradas con tanta historia como el mismo mundo, con tanto vivido en ellas que sería imposible describir, narrar o, tan siquiera, imaginar. Ella lo hacía por la izquierda por una extraña manía de esas que no tienen explicación racional. Él, a su derecha, como el ángel custodio que se preocupa más por salvaguardarla que por su propio bien. “Y así” pensó “podría ser para siempre”.

Toledo se erigía hermosa y las luces artificiales de cien mil faroles la engalanaban todavía más. El debate sobre si la ciudad estaba más bonita de día o de noche parecía tan eterno como el mismo tiempo, así que decidieron aplazarlo para más adelante. Las calles se iban sucediendo una tras otra, mientras los dos vagaban por ellas entremezclándose entre una marabunta de gente enmascarada y temerosa en mundo tan deseoso de vivir con miedo que, por momentos, asusta demasiado. Pero ese es otro tema del que ya trataremos.

Él la miraba de soslayo, como quien observa algo sin saber muy bien cómo ha llegado ahí. Desgranaba cualquier detalle: sus pantalones acampanados, sus zapatos negros, la bufanda que no trajo nunca consigo o esa sonrisa que, tímidamente, salía a relucir de vez en cuando. Su media melena cayendo sobre el abrigo azabache y esos ojos preciosos en los que, pensó, se podría perfectamente bucear una noche entera de luna llena como aquella.

Caminaron guiados por el instinto y sin saber muy bien a dónde ir, que es como se hace siempre que uno está bien, que se siente a gusto, libre y alegre. Se vislumbraba al fondo la catedral, guarecida por una campana de la que todavía se duda si es tan grande como se dice o, quizá, más aún. Una ventana diminuta, azulejos secretos, el Alcázar iluminado, murales, portones y, sobre todo, mucha cerveza. Lo que fueron horas se antojaron segundos y lo que parecía una tarde entera al final no fue más que un leve suspiro de tiempo tan corto que, a la mañana siguiente, pareció haber sido un sueño en vez de una realidad. Y es que, según dicen, el tiempo pasa más rápido cuando uno está feliz y, por qué no decirlo, durante esas horas, él pareció volver a serlo.

¿Y por qué? Se preguntó durante muchos días después sin querer creer del todo lo que a todas luces parecía una certeza, la de que aquello se debió a una niña perdida en un mundo de adultos, a la ternura empezando a hacerse mujer y a todo un universo de ensoñaciones con futuros improbables y comidas en familia los domingos. A unos labios maravillosos que no se atrevió a besar, a un par de manos congeladas, el sonrojo de una pedida de matrimonio improvisada, el ruido de coches y campanas, un mercadillo navideño y el sabor picante de una hamburguesa enorme que no se pudo terminar.

Y fue ahí donde volvió a quedar demostrado que la vida no es más que una sucesión de pequeños momentos en los que uno ha de ser feliz o, al menos, rodearse de gente que haga que sea más probable serlo. Porque son los instantes donde uno se siente pleno los que hacen que lo seas, y son los días en los que te acuestas con una sonrisa en la boca los que sirven para que, muchos años después, eches la vista atrás y pienses: “joder, qué días más buenos fueron aquellos”. Así que, bien pensando, una tarde por una ciudad de cuento de hadas acompañado por una chica que bien podría ser protagonista de cualquiera de ellos, es todo lo que uno necesita para sentirse pleno y darse cuenta de que esta vida, con muy poco, es más maravillosa de lo que se puede llegar a creer.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Noviembre

Noviembre comienza frío, lluvioso y hosco; como todos los años, como siempre desde que uno alcanza a recordar. Oscurece antes, las calles se vacían, los árboles pierden las hojas, las terrazas se guardan y el sol parece brillar un poco menos. Se desempolvan del armario los jerséis de lana, las botas altas y los abrigos de piel y es eso precisamente, la piel, lo que deja de verse durante muchos, demasiados meses. Y todo merece un poquito menos la pena sólo por esa razón.

Las chimeneas se encienden, las bufandas se anudan, la escarcha regresa y cambia la hora, con todo lo que eso conlleva. A las seis de la tarde ya estás pensando en hacer la cena y a las seis de la mañana te dan ganas de almorzar; un despropósito constante que nadie entiende pero al que uno se intenta amoldar como todo lo triste que depara esta vida: con un suspiro vacío, con gesto torcido, cabeza alta y con el pensamiento de “esto también pasará”.

Charcos en las aceras, barro en las suelas de los zapatos, manos heladas y pies tan fríos debajo de un edredón que resulta imposible entender, creer o tan siquiera imaginar. La cerveza desaparece y el vino hace su aparición porque nada en esta vida, ni siquiera noviembre, es tan malo como para que no haya algo bueno que celebrar. Las copas manchadas de carmín, música de fondo y ese sonido maravilloso de la primera gota resbalando por la botella para morir en el cristal. Y luego, todo lo demás.

Piropos y miradas, cabellos dorados cayendo sobre mejillas sonrojadas, besos, caricias y la búsqueda incansable de un calor que es tan inherente al ser humano que nadie, ni el más empecinado seguidor del invierno, puede negar que lo necesita como el comer. Ojos marrones que se tornan verdosos, labios carnosos, piernas de escándalo y el sonido de un sujetador desabrochándose en el salón. Lascivia sobre el sofá, pecado trasladado al colchón y luego, la calma absoluta cuando se guarece uno en esa isla maravillosa de la que no quieres salir, de la que no consientes que te saque hasta el día siguiente.

Noviembre comienza gélido y mustio, melancólico y lóbrego, pero de entre la penumbra del mes más triste del año surge ese halo de luz al que uno se abraza como un flotador que te lanzan cuando más fuerte retumba la tormenta. Y ahí, entre las únicas cinco cosas buenas que depara este mes de mierda, me encontrarás seguro y, ojalá, pueda encontrarte yo también a ti.

martes, 21 de septiembre de 2021

Otoño

Otoño de vino y de migas, de suelos anaranjados por las hojas caídas; de cielos cobrizos, de nubes y espinas, de abrigos y lluvia, de estufa de leña, de monte, de cuchara y ceniza.

Otoño de pueblo, puchero y calles empedradas, de edredones y secretos, de pasión, medias negras, cuello alto, bufandas y besos. De volver a empezar y olvidar lo empezado, de aguas revueltas, de puentes, amigos y te quieros; de noches en vela, de días enteros… otoños que saben a hojuelas, a miel y a caramelo,

Otoños de risa, de lutos y misas de pueblo; de mañanas y tardes perdiendo la noción del tiempo, de pastos oscuros, de ríos de tinta y sol en lo más alto del cielo. Otoños de fiesta, otoños de espigas, otoños de caricias, otoños de fuego, otoños de amor… otoños de vida.





domingo, 5 de septiembre de 2021

Quizá en otra vida

Quizá, en otra vida, no tuviera que recurrir a aporrear con saña las teclas de este maltratado y apesadumbrado ordenador para decirte todo lo que, muy probablemente, no tenga otra oportunidad de detallarte a la cara. 

Quizá, en otra vida, hoy habríamos vuelto juntos a casa, resacosos, despeinados, con una maleta repleta de ropa sucia y escuchando música en el coche mientras tú aprovechabas cada cambio de marcha para hacerme una caricia en la mano. Habríamos llamado a los niños para ver cómo están y habrías discutido con mi madre por haberles atiborrado a chocolate. Me habrías pedido que no corriese tanto y yo, seguramente, te habría dicho lo preciosa que eres tantas veces que habrías dejado de darle importancia, como si ya lo tuvieses tan asimilado que realmente no fueses consciente de que así es.


Quizá, en otra vida, hoy habría amanecido frente a esos dos ojos azules que no se me van de la cabeza. Te habría besado lento, suave, sin prisa, y habrías venido a anidar en mi pecho hasta que la limpiadora del hotel nos hubiese echado de la habitación. Quizá, en otra vida, no te habría visto bajar junto a tus amigas por la calle, taconeando con elegancia mientras la brisa marina ondeaba ese vestido negro como la bandera de un país tropical. Te habrías venido conmigo al apartamento, parando en cada uno de esos portales de paredes blancas y puertas de madera a comernos a besos; subiéndote el vestido mientras tú, temerosa, me instarías a esperar a llegar a la cama. Quizá, en otra vida, la noche no hubiese acabado tan pronto como lo hizo.

Quizá tus hijos se pareciesen a mí y nuestra casa hubiese estado llena de fotografías de viajes y vacaciones. El papel de la pared, garabateado de crayón; el suelo de madera, recibiendo el tacto de tus pies descalzos y yo, de vez en cuando, espiándote desde la ventana mientras tiendes la ropa en el jardín. Quizá y sólo quizá, en esa vida, hubiésemos sido felices. Vete tú a saber.

Yo, prendado de tu cabello dorado, de esa cara de niña buena que se ruboriza con cada piropo. Enamorado del perfume de tu piel, del sabor de tus labios y de ese tono de voz que se me hacía más dulce que el caramelo entre tanto ruido, entre tanto grito, entre tanto estruendo. Qué no habrías conseguido tú en una vida conmigo si me ganaste en una noche tan sólo con la primera sonrisa.

Pero es ésta y no otra, la vida que nos ha tocado. Con su distancia y sus problemas, con anillos en anulares y amores que no terminan de irse jamás. Con niños disfrazados de Spiderman, botellas de Martini, Damas milenarias, palmeras y perros de todas las razas, tamaños y colores. Tus estrellas tatuadas en el hombro y tu nombre grabado para siempre en mi mente. Apellidos de equipo de fútbol, listas de deseos y una breve conversación que aportó más que mil noches de pasión en camas ajenas. “Si no te dicen cada día lo increíble que eres es que ese tipo que duerme contigo no tiene ni idea de lo que tiene en su colchón”.

Así que si coincidimos en otra vida no pienses que voy a desaprovechar la ocasión. Si nos vemos en un universo paralelo, en una realidad alternativa o en un mundo mejor, estaré pendiente de esa mirada llena de vida, de esa risa que ilumina y de cogerte la mano para que no te sientes, salgas a bailar conmigo y me dejes acompañarte en cada uno de esos bailes desde el mismo instante en que te vea hasta el último en que me tenga que marchar de aquí.

viernes, 6 de agosto de 2021

Nuestro mayor enemigo

El año 2005 no fue un buen año para el Real Madrid. Se fraguó lentamente el final de Los Galácticos que condujo a la inevitable dimisión de Florentino Pérez y la llegada de Ramón Calderón. Desde ahí, en adelante, muchas (demasiadas) temporadas sin pasar de octavos, algunas en blanco y tantos problemas deportivos y extra deportivos que sería difícil enumerar. A todo eso se le unió que el Barça dominaba en España y, además, conseguía su segunda Copa de Europa algo más tarde. Después llegaría el famoso 2-6 del Bernabéu y el deslumbrar del equipo de Pep Guardiola.

Yo, por aquella primavera de 2005, tenía dieciocho años. Acababa de aterrizar en Madrid pocos meses antes y creía tener el mundo a mis pies. Recuerdo aquella época como el principio de mi edad adulta y cómo me desenvolvía por la capital con la soltura de un pollo en un matadero. Hay muchos partidos que tengo guardados en la mente durante esos años, casi todos de mi equipo y alguno del eterno rival. Uno de ellos, quizá de los más importantes, fue el que enfrentó al Barça contra el Albacete el 1 de mayo de ese maldito año.

Lo vi sin muchas ganas en El bar de Pepe, una taberna cercana a mi casa donde con cada caña te ponían un plato de alitas de pollo cuyos huesos acababan, irremediablemente, en el suelo poco después, formando un segundo piso de grasa y piel que le daba un olor inconfundible al establecimiento. El partido fue un tostón hasta el gol de Eto´o en el 66 mientras yo me limitaba a hundir mi nariz en el vaso una y otra vez esperando que aquello terminase pronto. De repente, un bullicio comenzó a escucharse a través de la televisión porque un chaval desgarbado salía a calentar en la banda y podía debutar con el primer equipo. Yo lo había oído nombrar en la televisión durante toda la semana. Un tal Leo Messi que, casualidades de la vida, tenía la misma edad que yo. Decían mucho sobre él y casi todo bueno, pero yo obviaba todos esos piropos porque ya bastante tenía con sufrir a Eto´o, Deco, Guily, Puyol y, sobre todo Ronaldinho, como para preocuparme de un canterano de tres al cuarto. Nada en esta vida podía ser peor que Ronaldinho y estaba seguro de que, cuando se retirase, ese Barça que comenzaba a encandilar gracias a él, dejaría de existir para siempre.

El chico salió al campo sustituyendo al camerunés que había marcado poco antes y no tardó ni un minuto en plantarse frente al portero del Alba y, con toda la frialdad del mundo, hacerle una vaselina para marcar su primer gol como profesional. Gracias a Dios, el árbitro lo anuló.

“Se creía éste que iba a marcar en tres minutos que quedan” pensé yo con una media sonrisa malévola dibujada en la cara. “Pero va a ser que no”.

Cuando el marcador sobrepasaba el minuto noventa y dos y quedando sólo unos segundos para que acabase el encuentro, el balón llegó a Ronaldinho que, de nuevo con una vaselina maravillosa, se lo cedió a ese niño que se plantó otra vez delante de Valbuena para batirlo por arriba exactamente igual que había hecho poco antes. Y esta vez el gol sí tuvo validez. No me lo podía creer.

Tras aquello, vinieron seiscientos setenta y un goles más. Repito: seiscientos setenta y uno. De todas las clases y colores, contra todos los rivales y en todas las competiciones. Lo he visto ganar un triplete y un sextete, arruinarme mil y una tarde y levantar tantos trofeos como nunca, jamás, pude imaginar. Lo he visto hacer el mismo regate millones de veces, sabiendo por dónde iba a entrar y por dónde iba a salir sin que nunca, nadie, pudiese pararlo. “Te va a hacer la de siempre” le he gritado a todos los malditos defensas de Europa, cagándome luego en toda su ascendencia cuando, efectivamente, se la hacía. Un jugador descomunal, el rival más grande que nunca, jamás, tendrá el Real Madrid (toco madera visto lo visto) y un tipo que ha sabido competirle al mejor club de la historia durante más de quince años. Un enemigo superlativo y uno de los cinco mejores jugadores de siempre que, por fin y gracias a Dios, dice adiós y se marcha. Por un lado, me entristece ver cómo un tipo al borde de la retirada se aleja de un club que lo endiosó tanto que se ha arruinado por él pero, por otro, queda la inevitable sensación de alivio de saber que la pesadilla por fin terminó y que ese chaval de mi edad al que un día no le di importancia y acabó convirtiéndose en el tipo que más he aborrecido en mi vida, por fin me da un respiro. 


No puedo decir que te echaré de menos, Lionel, porque sería mentir como un bellaco, pero sí tengo que reconocer que has sido el adversario más grande de todos los tiempos, el jugador que más pesadillas me ha producido y el tipo que más disgustos deportivos me ha dado. Por tu culpa renuncié a mi segunda patria, por ti canté el gol de Alemania en la final del Mundial frente a Argentina con casi tanta fuerza como el de Iniesta en Sudáfrica y, por ti, me he enemistado con media familia hasta el día de hoy. Te he odiado con todas mis fuerzas dentro del campo y, ahora que te vas, sólo puedo desearte suerte siempre que no te enfrentes contra mí en el futuro. Y lo hago con plena consciencia y sin esconderme porque te has ganado un respeto eterno de tu mayor rival y porque me has proporcionado muchas cosas buenas también. Nunca más veremos un duelo tan enorme como el que tuviste con Cristiano ni tantas horas de pasión como aquella época de clásicos con Mourinho. Te doy las gracias por ello.

Que te vaya bien en tu nueva andadura y gracias por todo lo que nos has dado porque cuando tú llegaste el Madrid aventajaba en siete Copas de Europa al Barça y ahora que te vas son ocho la que os sacamos. Incluso contigo en el campo no habéis sido capaces de ganarnos. Pero no te lo tomes a mal, es simplemente que ni siquiera con el jugador más grande de vuestra historia habéis sido rivales para el mejor equipo del fútbol mundial. No es tu culpa, es sólo que el Real Madrid es superior a todo lo demás.

martes, 29 de junio de 2021

Te mereces

Te mereces alguien que te quiera tanto que, en ocasiones, te preguntes qué has hecho tú para merecer ese amor. Te mereces gestos tiernos y palabras sinceras, que te abrace fuerte y te bese lento, que se despierte en las noches de invierno para arroparte con el edredón y se levante temprano en las mañana de verano a bajar la persiana cuando los primeros rayos de sol rompan en la habitación. Te mereces respeto eterno, amor incondicional, confianza ciega y que cuando te mire a la cara sientas tanta ternura en esos ojos que no quieras estar en otro lugar del universo.

Te mereces paseos de la mano, viajes, fotografías cursis y mensajitos de WhatsApp de esos que causan rubor en los demás. Que te caliente los pies si los tienes helados, que te escriba notas en el vaho del espejo del baño, que te enseñe mucho de algunas cosas y que preste atención infinita cuando tú quieres enseñarle a él de otras. Te mereces la verdad absoluta, tan dura y cruel como pueda serlo, pero que es la única que todos necesitamos porque, al fin y al cabo, nadie merece una sola mentira por pequeña que sea. Anocheceres de vino y besos, amaneceres de resaca y pasión; que te quite la ropa con la fiereza de un adolescente en celo y te haga sudar sobre las sábanas en la más fría noche del mes de enero. Que te erice la piel con sus labios, que te susurre palabras lascivas al oído, que te ame mucho, que te ame bien, que disfrute cuando tú disfrutes y que ambos, juntos, os perdáis en mil y una noche de ardor sin importar qué ocurra más allá de las cuatro paredes de tu habitación.

 

Te mereces a alguien que se desviva por ti, que se quite todo para dártelo y por el que tú harías lo mismo sin pensarlo. Te mereces que te quieran como tú quisieras que te quisiera y como a mí me encantaría quererte aunque, tristemente, no pueda hacerlo. Quizá porque hay veces en la vida que uno quiere tanto que ya no puede volver a querer igual, que gasta todo el amor que tenía y seca un pozo que una vez estuvo lleno y, probablemente, ya no vuelva a llenarse más. Pero eso no quita que tú, que te mereces todo lo bueno que esta vida maravillosa puede ofrecernos, no vayas a encontrar a ese que te ame con tanta fuerza que crea que va a explotar.

Te mereces una casa con jardín y un césped verde, unas vacaciones con atascos y niños quejándose, envejecer junto a alguien al que has visto crecer y que te conoce más que tú misma. Te mereces soplar muchas velas en tartas y Navidades peleando por dónde cenaréis primero. Momentos duros, momentos buenos, momentos malos y alguno que no sabrás muy bien qué hacer. Enfados y reconciliaciones, lágrimas de alegría y alguna de pena también y, en definitiva, te mereces una vida junto a alguien que te llame ‘vida’ y que, sin darte cuenta, sea tan parte de la tuya que llegará un día que ya nada tenga sentido si no está él al lado para vivirla contigo. Te mereces amar sin medida porque eso, como diría el poeta, es la medida de toda la vida. Te mereces todo lo bueno que existe y a alguien tan bueno que nos haga malos a todos los demás.

domingo, 30 de mayo de 2021

XXXIII

Han pasado cuatro meses desde el momento en que llegué tarde a la puerta de un aula donde todo un Director general daba su discurso de bienvenida, hasta hoy, cuando otra de madera de roble y pomo de hierro se cerraba dejando tras de sí dos días de sonrisas, alcohol y amor a borbotones. Cuatro meses tan bonitos que los considero ya media vida y que han sido tan fugaces que me han parecido diez segundos.

En ese tiempo he ganado mucho, probabemente más de lo que merezco, a nivel profesional y, sobre todo, personal; pero por encima de cualquier cosa soy consciente de que me llevo una familia que hoy, mientras se despedía con lágrimas en los ojos y la silenciosa sensación de “y si no lo vuelvo a ver” me ha regalado tanto que, por mucho que me suelan sobrar las palabras en el día a día, hoy se me hace difícil de explicar.

Lo siento en el estómago, eso sí; en el hueco de pena que nació al mediodía y que se acrecienta con los mensajes que se van sucediendo en el móvil. Lo siento en el pecho, desde que unos ojos marrones se clavaron en los míos junto a un abrazo largo de despedida, con un sobre de azúcar que no olvidaré o la imagen del carbón de la barbacoa que no termina de encenderse. También, con el de un tipo que es tan parecido a mí que me cuesta entender cómo la vida no nos había presentado antes, el del madridismo exacerbado de Alcázar de San Juan o el de un bonachón de cuarenta y tantos años que me ha vuelto a recordar que hay personas que nacen única y exclusivamente para que las demás las quieran. El pasado precioso que de repente volvió, la ternura de una niña que aún no sabe atarse sola los zapatos pero que ya tiene más clase que Luka Modric vestido de blanco. La lección aprendida de que nunca es tarde para conseguir tus sueños, el sabor dulce de una conversación bajo las estrellas y la sencillez de quien entiende que la vida no es más que eso: una cerveza bien fría con los tuyos, un beso de una bonita mujer y una victoria del Real Madrid. Gracias a todos porque habéis conseguido que mi corazón haya desteñido desde el rojo que fue hasta un azul eléctrico que ya siempre será.

Y al final, una lección que me enseñó hace tiempo la vida: no se marcha quien se va lejos, sino quien se olvida para siempre. Así que os pido, a todos y cada uno de vosotros, que no dejéis que muera todo el amor que nos hemos profesado, que hemos ido ganando con el paso de las horas entre tosidos y miradas cómplices, que aquí tenéis un hermano de padres diferentes, un amigo eterno y alguien que tiene claro desde hace mucho tiempo que que está a disposición de los suyos cuando lo necesiten... y creedme, vosotros ya sois mi equipo para el resto de los días que me queden por pasar por aquí, la élite de la élite y la excelencia hecha grupo. Gracias, de corazón, por tanto a cambio de nada. Gracias, de corazón, por hacerme sentir uno más. No me olvidéis nunca.

Por siempre juntos, pase lo que pase.

martes, 13 de abril de 2021

Besos

"Del sabor del caramelo o de la miel más pura, dulce momento de paz y ternura. 

Quién no lo ha probado, no puede decir que ha vivido, 

porque ese instante fugaz, suave y delicado 

es la vida en un suspiro”.

Y todo se reduce a eso: los besos que se han dado, las personas que se han besado y los momentos previos al beso. Pasarán los años y ni la casa ni el coche, el armario o el título que cuelga de tu habitación valdrán nada en absoluto; quedarán en tu mente marchita las noches sin dormir, los llantos de pena y alegría, los abrazos, la cerveza con amigos y el recuerdo de los besos que diste, los que se te escaparon y los que te hacen tan feliz que, si no los tuvieras cerca, nada tendría sentido alguno.

Así que besa con toda tu alma, con toda la fuerza, con la mayor de las purezas o el ímpetu más salvaje. Besa. Como si todo se fuera a ir a la mierda mañana, como si el mundo terminara. Besa. Con tantas ganas que te duelan los labios, con tanta calma que el tiempo se detenga, con la ilusión de la primera vez y con el amor por bandera. En la mejilla, en la frente, en el pecho, por encima del esternón; por debajo de una falda, de pie, junto al mar o debajo de un edredón. Besa despacio o con tanta pasión que notes cómo va creciendo por dentro un fuego abrasador. Besa en la boca, besa mucho y déjate besar; besa sin freno, sin pausa, sin rubor; besa con tantas ganas que notes cómo se te para el corazón.

Que nunca te sobren en la cartera, que no llegue el momento en que quieras sacarlos y te des cuenta de que esa persona a la que tanto ansías besar ya no está, se ha ido y no va a regresar. No hay nada más triste en esta carrera llamada vida que echar tanto de menos a alguien que recuerdes el último beso que le diste durante el resto de tus días y lo rememores una y otra vez porque ya no está para darle otro nuevo.

Así que presta atención a lo que te digo en este día mundial del beso:

Arrepentirse, de poco y, si hay que hacerlo de algo, que sea de los besos que no diste, de esos que dejaste en el tintero por miedo, por vergüenza, por el qué dirán o, peor aún, porque mañana habrá tiempo de sobra para darlos. Que no quede nunca “debí haberla besado” porque eso duele más, mucho más, que lo que te arrepientes de haber dado.

miércoles, 7 de abril de 2021

Parece que acaba de ocurrir

Fue hace tanto tiempo que, por momentos, parece que acaba de ocurrir. 
 
Ella sobre un sofá de piel oscura, sonriéndole a la vida con un bote de Estrella Galicia en la mano y todo un futuro por delante. Ahí estaba, contándome los problemas de una veinteañera que se agobia por el mundo sin ser consciente que tiene precisamente eso, el mundo, a sus pies. 
Yo, por mi parte, mirándola embobado, sabiendo que una vez, hace mil millones de años, tuve la misma vitalidad, el mismo arrebato, la misma energía y la certeza de que iba a cambiar tantas cosas que todo iba a ser un poquito mejor.
Ahí la tenía, enfrente de mí, derrochando vigor, cogiendo impulso para lo que venía y pintándome un lienzo de acuarela en el que, sin dudarlo, me quedaría a vivir. Y de todo eso hace tanto, tantísimo tiempo, que parece que acaba de ocurrir. 
 
Sus labios carnosos y su pelo rizado, esa mirada que te atrapa si la miras un segundo de más. Su forma de reír, sus ganas de vivir, la chulería de una muchacha que todavía no es consciente de todo lo que vendrá, lo cuesta arriba que es capaz de ponerse la vida y las lágrimas azules de pena que saldrán de esos ojos negros dentro de no mucho. El ímpetu por huir, por ver mundo, por no dejar un segundo sin exprimir la vida como una naranja madura y comérsela hasta la misma corteza. El miedo al daño, el pánico al qué pasará; la belleza de algo tan frágil, algo tan bonito que cada vez que la miraba me hacía rejuvenecer. Y de eso hace tanto, tanto tiempo… que parece que acaba de suceder. 
 
Y de repente se marchó. Sin el beso prometido y sin las mil noches sin dormir. Sin robarme el mes de abril como la canción de Sabina, ni pizzas ni fajitas, ni todo lo que quedaba por vivir. No volvió a verla y quedó tan solo el recuerdo a música lenta, a olor a patatas fritas y el sabor amargo de la cerveza en una habitación que se moría por mucho, muchísimo más. Y de eso, queridos míos, hace tanto, tantísimo tiempo, que parece acaba de pasar.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Dieciséis líneas

Mis dieciséis últimas líneas son para ti,

por todo lo que me diste y lo feliz que me hiciste sentir.

Por aquel tiempo de besos y pasión,

por lo que pudo ser y, al final, se quedó en ilusión.

Por esos años que imaginé que serían eternos

y finalmente transcurrieron sin ton ni son.

Quería despedirme de ti, de tu vestido rojo y tus ocho copas,

diciéndote que, aunque no lo creas, te he querido como a pocas.

Que imaginé mil veces el futuro a tu lado,

y tuvimos la vida más maravillosa que podrías haber imaginado.

Que has sido el amor de mi vida,

sin que ni siquiera hayas querido comenzar la partida,

y que aunque tengo que pasar una página preciosa,

de este libro que algunos llaman vida,

estarás para siempre en lo más profundo,

de un corazón que ni te olvidará, ni te olvidó ni te olvida.

lunes, 18 de enero de 2021

Noches de invierno

Se acordó entonces de que si mirabas fijamente y durante unos segundos a ese par de ojos negros como la misma noche, podías ver el universo allí dentro, girando en la oscuridad de sus pupilas, descubriéndote, uno a uno, sus secretos más ocultos, e hipnotizándote hasta el punto de no querer saber nada más del resto del mundo.

Sonreía con la dulzura de una adolescente y se sonrojaba con cada palabra, con cada cumplido, con cada mirada y con cada gota de vino resbalando por su garganta. Sus pómulos se tornaban rojizos como una manzana madura y se tapaba de vez en cuando la cara con las manos para ocultar un rubor imposible de esconder del todo. Él se degustaba con esos momentos, se sentía poderoso con las palabras, sabiendo que ahondaban en ella como un cuchillo entrando en un taco de mantequilla caliente. La observaba y no apartaba de ella sus ojos, quizá por el temor a no volver a verla y, seguro, para regocijarse por todo lo que le había costado tenerla ahí. Al final, la vida no es más que pararse a degustar los pequeños momentos donde culminas grandes gestas. Y esa era una de las más grandes de su vida.

Luego la besó y sintió el roce de sus labios por primera vez. Segundos después, no más de dos o tres, el tacto de su lengua guerreando con la suya. Sus manos dejaron el candor para perderse en su pelo y él utilizó las suyas para hacerlo en un cuerpo que ahora se hacía real tras tantas y tantas noches apareciendo en su imaginación. Y, poco a poco, con la cautela de un cazador que tiene atrapada a su presa, empezó a quitarle la ropa.

 

Primero una chaqueta que se resistió y luego el sujetador que no lo hizo en absoluto. Se perdió en aquellos pechos como un niño que se suelta de la mano de su madre en una feria. Los sintió cálidos en su boca y sus manos los apretaron con fuerza mientras ella soltaba el primer gemido de toda una serie infinita. El eco de una hora de charla se apagó para siempre y en aquel salón frío tan sólo se escuchaba el chasquido de un par de labios y, de vez en cuando, un suspiro ahogado que indicaba que, de momento, todo marchaba bien.

Cuando apenas quedaban un par de calcetines que quitar, la cama los recibió complaciente a unos metros de distancia, y allí culminaron un ritual que llevaba demasiado tiempo esperando, que había tardado demasiado en llegar. Las palabras de cariño se tornaron libidinosas y el tacto y el decoro parecieron esfumarse para dejar paso a una lujuria propia de relatos para adultos. El frío del invierno se escurrió por algún recoveco y allí, en aquel cuarto escondido de todos, enero se convertía en una caldera a presión que alcanzaba temperaturas propias de otros tiempos, de otras estaciones y de otras latitudes. El sudor resbalaba por unas pieles a punto de la combustión y la paz reinante dejó lado a una concatenación de rugidos, mordiscos, gemidos y besos. Para que luego nos digan que sólo Dios puede hacer milagros.

Pasaron los años y sólo quedó el recuerdo: el de su piel, el del olor de su cuello, el de su pelo azabache, sus manos calidas, sus muslos desnudos y el amor en su boca. Tan sólo quedó la imagen de una sombra llegando a escondidas y marchándose por la puerta de atrás que, sin embargo, regresa de vez en cuando a sus sueños y hace que la noche más fría del año se convierta, una vez más, en un infierno de pasión como pocas veces el mundo fue testigo.

lunes, 4 de enero de 2021

Llorar

Llevo reflexionando varios días sobre eso de llorar. Qué cosa esa, ¿eh? No puedo encontrar otra acción humana que utilicemos, consciente o inconscientemente, tanto cuando nos colma la alegría como cuando nos invade la pena más grande. Es un acto extraño en sí: expulsar pequeñas gotas de agua por los ojos. Si te paras a pensar es raro de cojones. Puedes estar meses sin hacerlo o pasar una semana entera sin poder parar. Te provoca ansiedad y alivio, rabia o felicidad, te impulsa a abrazarte con fuerza a la primera persona a la que encuentras o te hace mandar a la mierda al que menos lo merece.

Hacía meses que no lloraba. Y eso que el año ha sido propicio para ello. Mi madre siempre dice que llorar “libera toxinas” y yo creo que aguantar demasiado las lágrimas ennegrece el corazón y estoy seguro de que ambos llevamos parte de razón. No soy docto en la materia para saber los efectos físicos, anatómicos o biológicos que trae consigo llorar, pero sí lo he hecho las suficientes veces para saber que es purificador para el alma, que te regenera por dentro y que es una parte muy importante del impulso que uno necesita para salir del pozo cuando se ha tocado el fondo.

A mí se me aclara mucho el iris y se me enrojece a rabiar la esclerótica (bien sabe Dios que lo he tenido que buscar en Google), se me quedan los ojos de un verde clarísimo que dura muy poco y me salen unas bolsas azules horribles para compensar. Además, me he dado cuenta de que produzco una pena inmensa a quien me mira cuando lloro, quizá por la expresión que se me queda o, quizá, porque no acostumbro a llorar en público. Vete tú a saber.


Aunque no lo hago con frecuencia, nunca lo he visto como algo de lo que hay que avergonzarse, más bien lo encuentro tierno, algo que no haces delante de todo el mundo, que evitas todo lo posible hasta que te encuentras con esa persona en la que confías tan plenamente que tu propio cuerpo te anima a romperte allí mismo frente a ella. Ahí te dejas llevar y, entonces, sale rebosante ese torrente de pena que presionaba con fuerza la frágil presa de tu orgullo. Cada uno necesita su tiempo, eso es cierto, pero no es menos cierto que el caudal siempre termina remitiendo y, al final, la corriente se seca como un afluente en verano. Y entonces, casi sin darte cuenta, el dolor parece haber remitido. Seguramente no desaparezca en un tiempo, probablemente el depósito vuelva a llenarse pronto y haya que vaciarlo una o mil veces más, pero ese mecanismo divino (porque no tengo dudas de que Dios está detrás de todo eso) te hace soportar el desconsuelo cuando crees que no puedes más, cuando el amor de tu vida se te escapa una fría noche de diciembre, suspendes un examen importante, se marcha un ser querido o te das cuenta de que ese amigo del alma en realidad no lo era tanto.

Cuando el dolor atenaza tu espíritu y de nada sirven las palabras o el consuelo, sólo nos queda llorar. Y eso es mucho, muy sano y revitalizante. De hecho, cada vez estoy más convencido de que es un de los gestos más bellos del ser humano. Llorar al ver por primera vez a tu hija recién nacida o al despedir a tu padre, por amor o porque piensas que ese corazón roto no volverá a latir, por un premio que no esperabas o por una desilusión de no haberlo ganado tras mucho esfuerzo. No importa el motivo sino la lección: cuando la vida te lleva al límite de lo soportable, tú mismo puedes dar un paso más, decir “aquí estoy, soy vulnerable, lo reconozco, pero mi propio cuerpo me va a ayudar a pasar este bache” y recordar o, al menos intentarlo, que tras la tempestad viene la calma y que hasta las lágrimas de mayor pena, tarde o temprano, se convierten en otras de tremenda felicidad.