Serían poco más de las tres y
media de la tarde en España cuando, con 40-0 en el marcador, Roger Federer
servía para hacer a su país, Suiza, campeón por primera vez en la historia de
la competición tenística por equipos más importante del mundo: la Copa Davis.
El punto comenzó con un saque a la ‘T’ que su
rival devolvió flojo y centrado. Roger tenía toda la
pista para cruzar una bola y hacer correr de lado a lado a Gasquet, pero eso
era demasiado fácil para el mejor jugador de todos los tiempos. Con un toque
sutil y cortado, mandó una dejada a la derecha de un francés que ni siquiera
gastó esfuerzos en intentar llegar porque, a buen seguro, habrían sido en
balde. En vez de eso, el jugador local se quedaba de pie haciendo de espectador
privilegiado ante el momento histórico que estaba viviendo junto a las casi
treinta mil almas que llenaban el estadio Pierre Mauroy de Lille. Mientras
todos enmudecían, Roger Federer se dejaba caer en la arcilla francesa sobreexcitado
por la emoción de saber que su leyenda volvía a agrandarse un poco más, si es
que eso era posible, consiguiendo el último de los títulos que le quedaban por
adornar su más que agigantado palmarés.
A mí, que lo viví emocionado en
la calidez de mi hogar, me vino a la memoria la imagen de Federer llorando a
lágrima viva allá por 2009, cuando un fenomenal Rafael Nadal lo derrotaba en el
enésimo encuentro que jugaban. En aquella ocasión fue sobre la pista dura del abierto de Australia, y ahí algunos creímos que la leyenda del suizo terminaba,
que su digno sucesor había conseguido derrotarlo y enterrarlo para siempre. Cuán
engañados estábamos, qué tremenda desfachatez haber dudado del mejor jugador de
todos los tiempos, cuántas bocas tenía que callar y cuántos títulos levantar al
cielo. Ojalá sean muchos más, ojalá no se nos vaya nunca.
De Roger Federer, como ocurre con
todos los grandes deportistas, se ha dicho ya casi todo. Se han escrito libros,
rodado documentales e incluso, si me apuran, estoy seguro de que algún amante
del deporte le habrá dedicado alguna que
otra oda poética. Yo, desde la humildad de un blog que aúna todo y no habla de
nada, quería volver a hacer hincapié en la palabra que a todo ser viviente que
haya visto jugar al suizo le viene a la cabeza cuando ha de definir su estilo: elegancia.
Si Zidane lo fue en un terreno de
juego, Sam Snead frente a un hoyo o Pernell Whitaker encima de un ring, Roger
Federer es la personificación de ese concepto tan elitista y poco común, tan
apreciado entre los amantes del deporte como escaso dentro y fuera de él. El
suizo podrá, a sus treinta tres años, no
ser el mismo ciclón físico que conquistó el mundo a los veinticinco, pero es,
de largo, el jugador más refinado no sólo del circuito actual sino, probablemente, de
todos los que alguna vez empuñaron una raqueta.
Ver a Roger moverse entre
cualquier superficie es un deleite para la vista. Uno juraría que sus pies no
llegan a posarse nunca sobre la tierra batida, el césped o el cemento, sino que se
mantienen flotando y es únicamente la ilusión óptica del espectador lo que
parece asentarlo en el suelo. Su derecha no obtiene quizá la potencia de
los demás, pero es certera como una daga, y nadie me podrá negar que su revés es la acción más notable y depurada del panorama deportivo
actual. De largo, muy de largo sobre la segunda.
El maestro del tenis volvió un
veintitrés de noviembre a silenciar a aquellos impacientes que alguna vez
intentamos jubilarlo. Hoy, Roger Federer se aupó a lo más alto del único título
importante que le quedaba por ganar e indirectamente y siempre con mesura y
delicadeza, le dijo al mundo entero que todavía, por suerte y gracias a Dios,
nos queda mucho Federer por disfrutar. Eso es precisamente lo que nosotros tenemos la obligación de hacer, disfrutarlo; él se encarga de que así sea.