El sábado 30 de enero mis abuelos celebraron
su quincuagésimo sexto aniversario de bodas. Cincuenta y seis años casados.
Repito: cincuenta y seis.
El año en que ellos se desposaron, España todavía no había acudido a ningún festival de Eurovisión, se estrenaba
en los cines La dolce vita de
Fellini, el hombre todavía seguía soñando con pisar la luna y el último
entrenador despedido por el Real Madrid, Rafa Benítez, aún no había nacido.
Hace más de medio siglo que mis
abuelos se conocieron y, si lo pensáis bien, que empezaron a crearme a mí. Sí,
ya lo sé, algo pretensioso y narcisista por mi parte pensar en eso, sin
embargo, así es. Es en estos momentos, en estos instantes ceremoniosos,
remarcables y festejables cuando uno se empieza a dar cuenta de los
inescrutables caminos que toma la vida. Es ahora cuando pienso qué hubiese
pasado si no se hubieran encontrado en aquella fiesta de la que tanto presumen
o si, tras la primera discusión, hubiesen decidido seguir caminos opuestos. No
lo hicieron, por suerte, y ahí siguen, queriéndose como el primer día. Y aquí
sigo yo, dedicándoles estas palabras.
Cincuenta y seis años de besos y
caricias, de amor incondicional, de matrimonio inquebrantable en las duras y en
las maduras. Cinco décadas y media también de enfados y broncas, de rencillas y
noches sin dormir, de riñas y momentos críticos… y seguro que de mucho más. Sin
embargo, siguen juntos, el uno al lado del otro desde que mi memoria alcanza a
recordar.
Hace poco me hablaban de mi,
hasta el momento, única novela publicada. Me preguntaba una chica si todavía
creía en ese amor que comencé a narrar con diecisiete años y yo, pensativo, le
contestaba que no. “Era un adolescente enamoradizo… de eso hace mucho” le
respondía con un sorna y desdén. Hoy me doy cuenta de que mentía, quizá no
voluntariamente, pero sí, en el fondo le estaba diciendo una realidad de la que
quiero apoderarme pero que no termina de ser cierta. Ni mucho menos.
Porque la verdad es que que creo
en ese amor inconmensurable y de película americana, aunque a veces trate de
aferrarme a la idea de que no es así. Mi ser, mi yo más íntimo y mi forma de
vivir esta vida, me llevan a hacerme jurar que es posible que alguien pueda
pasar el ochenta por ciento de su vida amando a la misma persona un día tras
otro; sin cansarse, sin aburrirse, sin hartarse y sin darse por vencido. En un
mundo en el que uno de cada dos matrimonios acaba en fracaso es difícil de comprender,
en una sociedad que tira tan rápidamente la toalla estas palabras no tienen
mucho sentido pero, de repente, aparecen al lado tuyo alguien que te hace ver
que el sentimiento más maravilloso que la naturaleza ha creado, el amor, sigue
estando hoy más vigente que nunca. Y ahí tienen a mis abuelos para demostrarlo.

Así que desde la distancia de un
ciberespacio infinito os mando mi más sincera enhorabuena, le grito al universo
que estoy orgulloso de vosotros y os deseo otros cincuenta y seis años más
demostrándole al mundo que el amor no se ha ido ni tiene intención alguna de
marcharse. Y seguro que lo conseguís. Os quiero. Mucho. Muchísimo.