martes, 29 de diciembre de 2020

2020

Se marcha el año de las lágrimas de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las mentiras  para arañar un mísero voto, de las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco, la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un 2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y amor por doquier.


Sin embargo, concluye también un año en el que volví a leer tanto como lo hacía en la facultad. El año de Javier Aznar, Francesco Piccolo, Gistau (Dios lo tenga en su gloria), Julia Navarro, Federico, Juan Gómez Jurado y alguno que me dejo por ahí. Y el mío, por qué no decirlo también. Se marcha la época en la que más he valorado a la gente, a la de verdad, a esa que está ahí siempre, pase lo que pase, y nunca se va. Un 2020 que significó el fin de una vida y que inicia para mí otra, el del fin de un proyecto y el principio del nuevo, el que me ha hecho pararme en la cima a respirar hondo y sentir el aire entrando por mis pulmones, purificador, limpio y repleto de esperanza. Tiempo de meditación y pizza, reflexionar sobre lo que quiero y sobre a quién quiero: entender, si es que había algo que quedaba por entender, qué es lo importante y qué es trivial, qué es lo que me llena y qué lo que me da exactamente igual. Cerveza alemana y vinos de calidad, asados, muchos meses sin whisky y luego uno riquísimo para celebrar la vida y que aquí seguimos, disfrutando del mayor regalo con el que nadie nos ha podido obsequiar. Este será el año de la reforma de casa, de la Liga sin público que, al final, siempre acaba ganando el mismo, porque por mucha pandemia que venga el Madrid es lo más grande que hay, hubo y siempre habrá. Un año con lágrimas de pena pero también de felicidad, el de prometerme que no le volvería a decir nunca todo lo que la quiero y, claro, tener que retractarme luego, porque la quiero tanto que no puedo dejar de decírselo. Solomillos con salsa a la pimienta, un invierno de enhorabuenas, niños que vienen y padres que, tristemente, se van. Al final este año, con todo lo malo que ha sido, nos enseña una valiosa lección: que la vida, aunque parezca a veces oscura, es un camino donde siempre termina saliendo el sol. La esperanza puede con la pena, el amor con todo lo demás y cada segundo que pasamos es una dádiva que deberíamos aprovechar.

Os deseo toda la felicidad del mundo en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.

jueves, 29 de octubre de 2020

Roma

Pisaba el suelo adoquinado de la ciudad más importante de la historia de la humanidad con una sensualidad pasmosa, con atrevimiento impropio, con una clase que no se había visto en aquellas calles desde que Anita Ekberg se bañase en sus aguas hace ya mucho, muchísimo tiempo. Él la miraba unos pasos atrás con incredulidad manifiesta, preguntándose una y otra vez qué habría hecho de bueno en su vida para merecer aquello, para observar de primera mano el contonear de esas caderas o, de vez en cuando, la forma maravillosa en que ella se volvía y le sonreía. Y no encontraba explicación.

Sus vaqueros se perdían entre la muchedumbre y, segundos más tarde, volvían a resurgir ante sus ojos. Le daba la mano y caminaba a su lado durante unas cuantas calles, feliz, risueña, como una niña a la que regalan su muñeca favorita el día de Navidad. Luego, lo soltaba y volaba libre a perderse en los escaparates de las tiendas de lujo cercanas a la Plaza de España, a otear, uno a uno, sus interminables escalones o a quedarse embobada en la arquitectura de esos edificios inmortales que, como la misma ciudad que los cobija, parece que llevan ahí desde siempre y por siempre permanecerán.


Caminaban sin prisa por la urbe que no conoce qué es eso. Enfilaban Vía Crescenzio dejando a sus espaldas Tierra Santa y cruzando una y otra vez las aguas turbias del Tíber. Cuando se cansaban de andar, buscaban un bar que sirviese cerveza bien fría a un precio relativamente justo y se sentaban a beberla tranquilos, mirándose a los ojos y, de vez en cuando, diciéndose lo mucho que se querían. Vagaban por el alquitrán y los adoquines como marineros perdidos en alta mar y se fotografiaban como turistas japoneses en cada rincón, inmortalizando unos recuerdos que conservarían siempre para, quizá, enseñárselos a sus hijos el día de mañana. O a sus nietos. Vete tú saber.

Se maravillaron con el Panteón y la Fontana al anochecer le pareció a él la segunda cosa más bonita que había visto en su vida. Primero iba ella, claro. Con sus Converse claras y su piel oscura, los rayos de sol rompiendo en su melena castaña y todo el mundo a sus pies. Su camiseta rosa y las gafas de sol colgando de un escote que bien podría haber hecho arder la capital del Imperio como antaño lo hiciera Nerón en su locura. Sus mejillas sonrojadas y el brillo en su mirada, sus pestañas manchadas de rímel y esos labios a los que un día juró fidelidad eterna.

El Coliseo la recibió como lo hubiese hecho con Cleopatra si se hubiese dignado a salir de Egipto. Grabaron sus nombres en la piedra y el recuerdo, para siempre, en lo más profundo de su corazón. Volvieron al hotel y se amaron durante tanto tiempo que el mundo dejó de rodar y él, en un momento dado, suplicó que así fuese para siempre. “Que no se me vaya nunca” le rezó a cualquier dios que pudiese oírlo mientras ella dormía desnuda a su lado. Lo hizo con tanta vehemencia que creyó que alguien lo escuchaba y respondía a sus plegarias con un guiño. Sin embargo, no fue así. Y el sueño se convirtió en realidad de un segundo para otro, y ella desapareció de la cama, de Roma y de su vida casi sin darse cuenta, escurriéndose de entre sus dedos como un montón de arena. 

El olor a su piel fue lo último que recuerda. Después de eso, la nada. El sabor a su boca y el tacto de sus labios se esfumaron para siempre de su realidad y quedó, únicamente, guardado en su subconsciente para salir a la luz en sus sueños durante las noches más frías de invierno. Y él comprendió que había sido demasiado pretensioso y que Roma había vuelto a salir vencedora, una vez más. Ni siquiera ese amor que parecía imborrable e imperecedero, que por un momento creyó ser la fuerza más poderosa del universo, pudo con una ciudad que estuvo ahí antes que nadie y que, incluso, fue más fuerte que el sentimiento más poderoso que ese chico jamás sintió y, probablemente, jamás sentirá. Porque ella sí volvió a perderse en su historia y a besar, vete tú a saber, a otro chico mejor que él. Porque Roma siempre gana y uno debe aprender esa lección alguna vez en la vida. Aunque, todo hay que decirlo, sí hay que perder contra alguien, no hay nadie mejor que ella para salir derrotado . 

lunes, 26 de octubre de 2020

Éramos ricos

Éramos ricos… y no lo sabíamos.

Teníamos el bullicio de las calles abarrotadas de gente, las faldas ondeando al aire y los tacones resonando en las baldosas como si de un ejército invasor se tratase. Teníamos el olor a castaña recién hecha, los puestos ambulantes, el cruce de miradas y las colas en las tiendas. Ahora sólo queda la quietud de avenidas vacías, pueblos tristes, abatidos y apesadumbrados y ciudades que se despiertan taciturnas y se van pronto a dormir.

Teníamos el calor del abrazo sanador de nuestra gente. El beso lento y suave, los dos de cortesía y el susurro lascivo de aliento a ginebra con pecaminosos mensajes subliminales. El “vente a casa a cenar” o el “quedamos en el bar a tomarnos una rápida”, el sonido de la muchedumbre en el estadio, el de las canciones a capela en los auditorios o el del nerviosismo de la sala de cine a la espera de que comience la última de Nolan. Ya no queda nada de eso, se lo han llevado todo y todo, por ende, se ha vuelto un poquito peor.

No queda rastro de los paseos hacia el campo, ni los amantes comiéndose a besos en el césped del parque. Se ha perdido eso de abrazar y lo hemos cambiado por un choque de codo insulso, horrible y exasperante. Ya no hay comidas familiares ni los niños corretean por las calles detrás de un balón. Nos espera una Navidad de cenas solitarias, sin los regalos, los besos, las anécdotas del abuelo ni los pasteles de mamá. Se llevaron las bodas, el arroz volando por los aires en la puerta de la iglesia, las fotos del grupo y todo lo demás. Los bautizos y las tradiciones, las fiestas, la feria, los encierros y los fines de semana de no salir del bar. Parece incluso que uno ya no tiene ganas ni de cumplir años porque, casi seguro, no podrá tener cerca a todo el que quisiera invitar.

Ya no se visita a la abuela por el miedo a contagiarla. De fondo, el pavoroso escenario de perderla y, además, de no poder siquiera despedirte de ella. Un buen día, las sonrisas desaparecieron de nuestras vidas y las cambiaron por ese azul celeste de mascarilla quirúrgica que uno no puedo mas que odiar con toda su alma. Ya no ves el sonrojo en sus mejillas cuando la piropeas, ni la curva de su boca cuando se ríe por ello. Sus palabras suenan más graves y lo más grave de todo es que, a veces, ya no recuerdas cómo era su voz. 


Nos robaron la posibilidad de vernos, de charlar y deambular juntos por las calles sabiendo que tenemos toda la noche para nosotros. Ni siquiera eso, la noche, la tenemos ya. Toque de queda, nueva normalidad o distancia de seguridad se han apoderado de un mundo peor que el que teníamos y que, ahora, nos toca aguantar como bien podamos. Y, claro, uno no puede evitar echar la vista atrás y recordar cuando todo era diferente, aquella época de ver amanecer, de bendita normalidad y de estar tan pegados que, por momentos, parecía que dos personas se hacían uno nada más. Fueron buenos tiempos, sin duda. Lo tuvimos todo y no fuimos conscientes de ello y, quizá, eso sea de las pocas cosas buenas que saco de esto: el saber que, cuando volvamos a ser lo que éramos, valoraremos todo un poquito más.

martes, 22 de septiembre de 2020

Ocho gracias

Gracias por la vida, desde aquel hotel de Benidorm hasta el mármol helado de ese día de enero. Por el esfuerzo de tantos años sin tregua, sin descanso; por aguantar mucho, quizá demasiado, por la masa crujiente, por la canción de cuna, la sonrisa permanente, los días lluviosos y las noches sin luna. Por tenderme la mano cuando nadie más lo hacía y por quererme más de lo que lo hizo ninguna.

Gracias por escuchar mis llantos, por las peleas que, luego, no fueron para tanto; por las tardes de fútbol, por todos los años de amistad, fiesta, whisky barato y abrazos de los de verdad. Gracias por ser el escudo que me protege cuando los demás vienen a atacar. Gracias por ser el hermano de sangre distinta con que la vida, un buen día, me quiso obsequiar.

Gracias por aquellos primeros besos en una casa prácticamente vacía, por una amistad que, desde entonces, sigue viva aunque, a veces, no lo parecía. Por no haberme dejado de querer nunca ni alejarte como lo hizo el mundo en alguna que otra ocasión; por tantos recuerdos que no alcanzo a recordar, por ser de las pocas que todavía siguen ahí, al pie del cañón.

Gracias a ti por los besos que llegaron después de aquellos, por los paseos bajo la luz de las farolas, por los mejores años de mi vida, por aquel viaje que creímos de vuelta pero al final sólo fue de ida. Gracias por haberme enseñado qué era amar con locura, por las noches de pasión sin tregua ni censura, por los momentos imborrables que tantos años después, siguen guardados tan adentro que, creo, irán conmigo hasta la sepultura.

 

Gracias por haberme hecho tuyo, por dejarme pasear por tus calles cuando no quería ver a nadie más, por aquellos cinco años repletos de recuerdos, gracias por lo malo y por lo bueno, por ese estadio con el que cada noche sueño y por todo lo demás. Por tus parques, por tus bares, por la caña perfecta y por enseñarme de casi todo un poquito más, gracias por haber sido mi casa y por acogerme en tu seno cuando no quiero estar en otro lugar.

Gracias por no marcharte aunque estés de un modo que detesto, gracias por esas ocho copas de vino, por la cerveza junto a la feria, por la escalera de Las Ventas, por tantos recuerdos que, si me pongo, no termino. Por el dorado de tu pelo cuando el sol brilla con fuerza en el cielo y por hacer que mi alma se exprima tanto que, en ocasiones, me dé miedo. Por los sueños en que despierto contigo, por el futuro que tantas veces imagino, por ser la musa que me inspira, que me rejuvenece y que me cuida, cuando todo está perdido.

Gracias por demostrarme tanto cariño desde hace tan poco tiempo, por no desfallecer en el intento aunque no pueda darte lo que pides, gracias por tus mensajes de aliento, tus besos surcando mi cuerpo, ser la compañía que no me ha hecho saltar por el precipicio cuando mis pies se morían por hacerlo.

Gracias por una existencia plena y tan extraña como ninguna. Por lo que he vivido, que ha sido tanto en tan poco, que parece una locura. Por la salud de los míos, por el amor de unos pocos, por mil noches de besos y mimos y otras de cerveza amarga y buen vino. Por ese plato caliente que nunca faltó, por libros, cine, paseos y noches repletas de amor. Gracias por la vida, en su máximo esplendor, gracias por lo que falta, lo que viene y, sobre todo, lo que ya pasó.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Tú,

Princesa de cabellos dorados,

ojos celestes y corazón ajado.

La chica de la sonrisa infinita,

de piel cobriza, perfume delicado,

sabor a caramelo y mirada marchita.

 

Tú,

capitana de un barco a la deriva,

losa de mármol repleta de mentiras.

Huiste del bote en plena tormenta,

dejando a este marinero de vida nociva,

luchando con ella en batalla cruenta.

 

Tú,

te llevaste contigo todo lo bueno,

disparaste tu odio y me diste de lleno,

naufragué por días en la mar revuelta,

esperando que Caronte me llevase al infierno

o que los dioses te trajesen de vuelta.

 

Tú,

la brújula que marca mi destino,

aire en los pulmones, señal en el camino,

oasis del desierto, el cofre del tesoro,

si algún día recibes este pergamino,

vuelve a mi lado, te lo imploro.

jueves, 27 de agosto de 2020

Liturgia

Que no me hablen de dioses, profetas, ángeles o demonios cuando te tengo a ti al otro lado de la cama, desnuda, ladeada y dormida. No conozco más religión que esa, la de cada poro de tu cuerpo, la de tus piernas descruzándose despacio, la de tu lengua entrando en mi boca y la de tantas caricias que, sin quererlo, transforman el cielo en infierno de un segundo para otro.

Ya sólo le rezo a tus mejillas sonrojadas y mis plegarías se centran en que te quites la ropa. Los misterios del rosario son los lunares de tu pecho, que ya tengo memorizados como el Padrenuestro, y es justo ahí, en el centro de tu esternón, donde me pierdo, como lo hizo Jesucristo en el desierto, aguantando las tentaciones de tu piel, de tus manos enredándose en mi pelo y del jadeo de pasión saliendo a bocanadas por tu boca. 

Eres mi culto y mi credo. Tus ojos, el Edén; y tu nombre la única oración que invoco cada noche antes de marcharme con Morfeo. No conozco más templo que tu espalda ni quiero otra vida que no sea a tu lado. Tus brazos son los ángeles que me custodian, que me sujetan cuando voy a caer y tus piernas la serpiente que me tienta con la manzana prohibida. Tus caderas, las vigas de mi iglesia; la cruz que llevas colgada al cuello, lo primero que beso al revivir. Tú, mi diosa y señora, la luz que me guía y el fuego eterno donde me quiero consumir.

No existen más líneas sagradas que las marcas de la sábana en tus muslos ni me arrodillo ante otro altar que no sea el de tus ojos. Mi sacristía es tu vientre y el maná del cielo tus labios humedeciéndose con los míos. Eres pecado y redención, la vida eterna y la condena a las llamas que nunca perecen. Mi catecismo, mis versos más bonitos, la liturgia del domingo y la prueba irrefutable de que ahí arriba, mirándonos, hay un dios bondadoso que me ha regalado a mí, su humilde siervo, su más preciada creación. Y no sabes la de veces que doy gracias por ello.

Entra bajo palio en mi habitación, deja que ascendamos juntos esta noche a un cielo plagado de estrellas y olvidémonos de que somos mortales en un mundo que se derruye poco a poco, para sentirnos deidades sobre un colchón chirriante de placer. Y que mañana se acabe todo si es esa Su voluntad. Nada importa si te quedas aquí, conmigo, mientras quede vino, mientras el fuego siga crepitando y mientras tengamos fuerzas para volver a empezar de nuevo con el ritual.

miércoles, 15 de julio de 2020

Guerra en verso

Se declara una guerra
sin armas, banderas ni soldados.
Tu mirada fija en la mía,
el carmín enrojeciendo tus labios.
Tus manos, serenas,
las mías, tiritando.
La piel erizada, el mundo varado,
el alma desnuda, el pulso acelerado.
Siento que me hieren,
sin que suenen bombas ni disparos.
Te sigues acercando y
lo tengo más y más claro:

Acabo de perder la guerra
sin que la batalla haya comenzado.

Me miras a los ojos
desde el pelotón de fusilamiento.
Me apuntas con el dedo,
sin rubor ni miramientos.
Te acercas, despacio,
quitándome el aliento.
Cierro los ojos y los noto:
tus labios besándome muy lento.
Quería salvarme pero, me temo,
me arrastras al infierno.
Y, claro, me dejo llevar
sin dudas, sin prisas, sin frenos.

Que pase lo que tenga que pasar...
carguen, apunten... ¡fuego!

domingo, 7 de junio de 2020

Quise

Quise hacerte reina de mis siete mares, princesa del cuento de mi vida, dueña de mis noches, guardiana de mis días, cobijo de mis penas, mi fortaleza, mi guarida. Quise que fueras la última de la lista, los ojos donde se reflejasen mis pupilas; mis discusiones, mis peleas, mis enfados y mis riñas. Quise que después de ti tan sólo hubiera vacío, quise, con todo mi corazón, hacerme tan tuyo que dejase de ser mío.

Quise que fueras el último queso de la partida, mis días lluviosos, mis penas y, por supuesto, también mis alegrías. Quise surcar tu cuerpo como el buque perdido en alta mar y que los lunares de tu pecho fueran mis estrellas, quise que la vida no nos volviese a separar jamás y, si por casualidad lo conseguía, regresase a casa valiéndome de ellas.

Quise tu sonrisa despertándose en mi cama y tu melena castaña clareándose a mi lado. Tus ojos vidriosos, tus pies congelados, tu cara de buena y el sabor a vino en tus labios. Quise tenerte desnuda y que el frío erizase tu piel, verte resoplando de gozo, de pura lujuria, extasiada de placer. Quise que todo fuese de otro modo, distinto a como es ahora, un poco más como fue ayer, quise que dejásemos de ser dos personas y nos convirtiésemos en un solo ser.

Quise que sólo conciliases el sueño si mis manos te acariciaban el pelo, que cada noche nos despidiésemos, hasta nuevo aviso, con un beso y un ‘te quiero’; que nos comiésemos enteros, que al encerrarnos en la alcoba la ropa volase por los aires y hielo se tornase fuego. Quise que fueses mi compañera de viaje, mi mejor amiga, la mujer con la que pasar todos y cada uno de los días que me queden de vida. Quise meterme de lleno en un callejón sin salida, quise que me quisieras tanto como yo te he querido desde el primer día.


Tenía pensado el nombre de los niños y los apellidos quedaban fenomenal. Habríamos sido muy felices, lo he soñado tantas veces que, al menos eso, ya nadie me lo puede quitar. Quise una vida que, sin embargo, tú no quisiste siquiera empezar y un día me di cuenta de que los sueños, aunque preciosos, son eso… sueños y nada más. Me hubiese gustado seguir dormido, pero era hora de despertar, hubiese querido que aquellos pensamientos que tan felices me hicieron se hicieran realidad. Sin embargo, ahora me despido, con esta carta que te escribo con el corazón herido, que no se si leerás algún día o, quizá, ya la hayas leído. Sólo quiero que tengas claro una cosa de todo este sinsentido: por mucho tiempo que pase, no vas a encontrar a nadie que te quiera la mitad de lo que yo te quiero y siempre te he querido.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Cuaderno de bitácora

Sesenta días sin ponerme vaqueros son muchos días, aunque también es verdad que no los he echado  de menos.
Cuatro camisetas con dibujitos me llegan por correo y la repartidora, con mascarilla, las deja a las puertas de un ascensor que me esfuerzo por coger lo menos posible. “Vida activa, niño”, me dice un amigo.
El sol brilla con tanta fuerza que se asemeja a una bombilla gigante y el cielo es tan azul que parece recién pintado. Esto lo apunto por si algún día me publican un libro, que me ha gustado. 

A ella, está visto, le queda todo bien. Es algo sobrenatural, inexplicable, algo que mi mente no alcanza a comprender. Las flores estampadas, los mofletes colorados de tomar el sol, la alergia, las camisas de chico, la voz ronca o hasta esa manía de añadirle brócoli a cualquier plato. Todo lo hace bien, todo le queda genial. Es, sin lugar a dudas, lo más perfecto que hay en este mundo de imperfecciones.

La peluquería está distinta. Ya no se ofrecen cervezas ni hay gente esperando en el sofá. Todo se ha vuelto más frío en estos dos meses y hay gente que parece que está conforme con ello. Ya no hay abrazos, los saludos se hacen con un simple gesto de mentón y los besos quedan relegados a un plano más íntimo, a una escapada nocturna sin que nadie se entere. En definitiva, el mundo se ha vuelto una puta mierda.

Ya casi no me acuerdo de lo que era tener resaca un domingo aunque, de vez en cuando, me bebo un par de cervezas para que no se me olvide del todo. Los días pasan y la incertidumbre sobrevuela el horizonte como una gaviota perdida a kilómetros de la costa. La tensión se palpa en el ambiente y, después de mucho tiempo, he vuelto a ver en un noticiero a una señora rebuscar en la basura. Qué enferma tiene que estar una sociedad para que eso ocurra y, tristemente, parece que nos tendremos que acostumbrar a ello.

Me centro en aporrear las teclas de un ordenador cansado de noches sin dormir, de lamentos mudos y llantos secos, de escuchar quejas y cantos de amor. El motor sisea como pidiéndome que le dé un respiro pero, hijo, qué quieres que te diga, es la carga que te ha tocado llevar. 


Mi mente vuelve a divagar en ese túnel oscuro en el que todavía estamos aunque parece que ya se ve algo de luz. Mientras discurro por él, vienen a mí cabellos dorados, pecas en la cara, noches de verano y paseos a la luz de la luna. Vestidos azules, ojos castaños, pieles tostadas y besos que saben a miel. La echo tanto de menos que la invento y parece que así se pasan mejor las horas. La música se escucha en el ambiente, los pájaros trinan y el móvil sigue sin sonar. Quizá sea hora de que deje de pensar en que algún día lo hará y vaya buscando otro número al que llamar. Vete tú a saber.

El folio se acaba, la cerveza se enfría y mañana el día volverá a nacer. ¿Qué será de nosotros? Nadie lo sabe, probablemente por ello la existencia es tan maravillosa, porque no somos conscientes de si la luz que se ve al final del túnel es el sol reluciendo o el principio del más allá. Así que me quedo con una reflexión: 

“Sólo tenemos una vida, por mucho que nos quieran decir. Guardar en el tintero palabras es morir un poco, dejar para mañana lo que se puede hacer hoy, también. Olvidarse de disfrutar es un insulto a la creación y colmarse de placer en todos y cada uno de los momentos en que podamos, una obligación. Que este sea el primero de muchos instantes de gozo, que nunca más vuelvas a sentir un vacío en tu interior”

Me gusta. Lo mismo algún día hasta me la publican.

jueves, 23 de abril de 2020

Poema al libro


Donde cabe el mundo en la palma de la mano
y vives mil aventuras sin moverte de casa.
Allá donde el fuego moja, hace frío en verano,
la pena colma, el silencio espera y la pasión abrasa.

El lugar donde se hacen posibles los sueños,
la mansión de las mil puertas abiertas,
el reino donde no hay siervos ni dueños,
ni días insulsos, ni noches desiertas.

Hogar de princesas, elfos y dragones,
corsarios, gigantes, musas y hechiceros,
donde ríen los sauces y lloran los bufones
y los que nunca ganan son los primeros.

Podrás ver locos peleando con molinos
y a cuerdos encerrados en manicomios.
Hacerte amigo del pirata más mezquino
o firmar un pacto de sangre con el demonio.

Jugar a las cartas con la misma muerte,
caer preso por el beso del traidor,
desafiar al destino, probar tu suerte,
nacer siendo un viejo o morir por amor.

El universo cabe entre dos tapas de cartón
y la vida se escribe sobre el blanco de las hojas
con la tinta de un maltrecho corazón
y la ilusión por que vayas y la cojas.