Se marcha el año de las lágrimas
de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas
canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las
mentiras para arañar un mísero voto, de
las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de
queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco,
la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las
despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se
necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni
besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o
un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los
seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de
tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la
sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del
rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito
virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de
las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad
absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían
pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un
2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década
donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa
gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que
llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y
amor por doquier.
Os deseo toda la felicidad del mundo en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.