Una de las cosas que más admiro de mi mente es la facilidad pasmosa que tiene para, de un rasgo femenino cualquiera, comenzar una historia que acaba, casi siempre, con cuatro o cinco niños correteando por el jardín de mi casa del futuro con una camiseta del Real Madrid. Me pasa, sobre todo, con las sonrisas; con las realmente bonitas. Esas blancas, pulcras, que nacen de unas comisuras finas y se alargan como el universo mismo, adornadas por unos labios carnosos y, a ser posibles, con rubor en las mejillas. Pero también ocurre con otras muchas cosas, con otros detalles, con los miles de pormenores que pudieseis imaginar: piernas, brazos, caderas, palabras, ojos y, por qué no, con un vestido celeste o una coleta dorada.
“Recuerdo aquel momento mejor que muchos años de mi vida” es una frase que me apasiona. La decía Ethan Hawke en aquella trilogía que habla de dos de las cosas que más meloso me ponen: el destino y el amor; y me ha parecido siempre acertada y que refleja bastante bien la memoria selectiva y desastrosa que tengo. Porque sí, amigos, igual soy incapaz de recordar dónde he dejado las llaves de casa cuando las llevo en el bolsillo que no se me va del pensamiento una falda roja que subía los escalones de Las Ventas hace tanto que parece que fue ayer.
Pero bueno, centrémonos un poco en lo que nos atañe.
Entraba al bar como tantas veces antes y, Dios mediante, tantas que vendrán después. No recuerdo (¿veis? Memoria selectiva) a qué hora ni qué día, ni con quién iba ni el porqué de la visita, pero sí tengo grabado a fuego el momento en que la vi. Ahí estaba, con un vestido celeste, rodeada de hombres como siempre suele ocurrir cuando una chica de ese calado sale a descubrir los peligros de la noche. Lo segundo que me percaté es cómo caía por su espalda una coleta de caballo indomable del color de los mismos rayos de sol. Se movía por la pista tímida, como intentando entender qué la había llevado allí, por qué estaba en un lugar que no le correspondía con gente que no era la suya. Sonreía con la timidez de una colegiala y, estoy seguro, sentía decenas de ojos clavándose en su nuca, bajo ese pelo amarillento que se mecía con la delicadeza de una hamaca movida por la suave brisa de verano. Su vestido cubría el decoro de quien tiene que dar buena imagen, de quien tiene una reputación y se mantiene firme en ella. Dejaba ver bajo él las piernas de una mujer ya curtida en media vida, que son las mismas que más gustan a quien sabe de mujeres, porque son las que ya lo saben casi todo y aún así esperan que les enseñes mucho más. Sonreía lo más parecido al concepto celestial que mi mente puede imaginar, dejando de ver unas leves arrugas en sus párpados y adornando el cuadro con unos ojos vidriosos que te dejaban absolutamente petrificado si tenías la suerte que se cruzaban con los tuyos. Creo que le dije lo preciosa que era como ciento cincuenta millones de veces y digo creo porque, de nuevo, mi memoria selectiva no me hace recordar más que unos pocos detalles que son, sin embargo, más nítidos que muchos años atrás.
Pasé junto a ella muy pocas horas que se antojaron mejores que los últimos recuerdos de una vida que últimamente se nutre más de éstos que de las nuevas vivencias. La vi bailar, comer, beber y sonreír, y me di por satisfecho con esos pocos verbos aunque bien sabe Dios que me habría gustado conocer algunos más. Pero si algo me ha quedado claro de la vida últimamente es que las cosas no se fuerzan y, como dice el poeta, “uno tiene que saber cuándo su tiempo ha pasado… y aprender a admirar otras victorias”.
Así que, como Celine (Julie Delpy) con el cielo de Viena azulándose en la primera de las películas de esa trilogía de lasque hablábamos al principio, se marchó de buena mañana con la intención de no volver jamás. Y como tantas otras veces, quedó de ella el recuerdo, que es algo que, con el tiempo, la hará mejor de lo que en realidad es. Porque al final mi mente obviará los detalles intrascendentes, las discusiones por el fútbol, las parejas que vinieron, las que ya se marcharon y los besos que debieron llegar y, sin embargo, se quedaron por el camino. Tan sólo quedará, mucho tiempo después, un vestido celeste con una coleta dorada, la sonrisa preciosa que lo acompañaba y el abrazo sincero de quienes quizá pudieron serlo todo y al final se conformaron con el recuerdo de una noche que pasará a la eternidad.