No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio
de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles,
ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de
alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de
lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.
Los locales se limpian con menos ilusión que hace una
semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno
se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer
cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece
que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El
invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo
sabe.
Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber
cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana
y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de
tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su
lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las
faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El
verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez
más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar
mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de
terminar.
Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese
maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos
fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán
jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer
beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la
calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella
persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo
que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de
nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa
o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo
que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la
exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final
del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve
a echar a andar una vez más a partir de mañana.
Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.
Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.