miércoles, 20 de mayo de 2020

Cuaderno de bitácora

Sesenta días sin ponerme vaqueros son muchos días, aunque también es verdad que no los he echado  de menos.
Cuatro camisetas con dibujitos me llegan por correo y la repartidora, con mascarilla, las deja a las puertas de un ascensor que me esfuerzo por coger lo menos posible. “Vida activa, niño”, me dice un amigo.
El sol brilla con tanta fuerza que se asemeja a una bombilla gigante y el cielo es tan azul que parece recién pintado. Esto lo apunto por si algún día me publican un libro, que me ha gustado. 

A ella, está visto, le queda todo bien. Es algo sobrenatural, inexplicable, algo que mi mente no alcanza a comprender. Las flores estampadas, los mofletes colorados de tomar el sol, la alergia, las camisas de chico, la voz ronca o hasta esa manía de añadirle brócoli a cualquier plato. Todo lo hace bien, todo le queda genial. Es, sin lugar a dudas, lo más perfecto que hay en este mundo de imperfecciones.

La peluquería está distinta. Ya no se ofrecen cervezas ni hay gente esperando en el sofá. Todo se ha vuelto más frío en estos dos meses y hay gente que parece que está conforme con ello. Ya no hay abrazos, los saludos se hacen con un simple gesto de mentón y los besos quedan relegados a un plano más íntimo, a una escapada nocturna sin que nadie se entere. En definitiva, el mundo se ha vuelto una puta mierda.

Ya casi no me acuerdo de lo que era tener resaca un domingo aunque, de vez en cuando, me bebo un par de cervezas para que no se me olvide del todo. Los días pasan y la incertidumbre sobrevuela el horizonte como una gaviota perdida a kilómetros de la costa. La tensión se palpa en el ambiente y, después de mucho tiempo, he vuelto a ver en un noticiero a una señora rebuscar en la basura. Qué enferma tiene que estar una sociedad para que eso ocurra y, tristemente, parece que nos tendremos que acostumbrar a ello.

Me centro en aporrear las teclas de un ordenador cansado de noches sin dormir, de lamentos mudos y llantos secos, de escuchar quejas y cantos de amor. El motor sisea como pidiéndome que le dé un respiro pero, hijo, qué quieres que te diga, es la carga que te ha tocado llevar. 


Mi mente vuelve a divagar en ese túnel oscuro en el que todavía estamos aunque parece que ya se ve algo de luz. Mientras discurro por él, vienen a mí cabellos dorados, pecas en la cara, noches de verano y paseos a la luz de la luna. Vestidos azules, ojos castaños, pieles tostadas y besos que saben a miel. La echo tanto de menos que la invento y parece que así se pasan mejor las horas. La música se escucha en el ambiente, los pájaros trinan y el móvil sigue sin sonar. Quizá sea hora de que deje de pensar en que algún día lo hará y vaya buscando otro número al que llamar. Vete tú a saber.

El folio se acaba, la cerveza se enfría y mañana el día volverá a nacer. ¿Qué será de nosotros? Nadie lo sabe, probablemente por ello la existencia es tan maravillosa, porque no somos conscientes de si la luz que se ve al final del túnel es el sol reluciendo o el principio del más allá. Así que me quedo con una reflexión: 

“Sólo tenemos una vida, por mucho que nos quieran decir. Guardar en el tintero palabras es morir un poco, dejar para mañana lo que se puede hacer hoy, también. Olvidarse de disfrutar es un insulto a la creación y colmarse de placer en todos y cada uno de los momentos en que podamos, una obligación. Que este sea el primero de muchos instantes de gozo, que nunca más vuelvas a sentir un vacío en tu interior”

Me gusta. Lo mismo algún día hasta me la publican.