Tenías el pelo más corto que
nunca y de un color más oscuro… pero eras tú, que no te quepa duda. Dormías en el
lado izquierdo de la cama, como siempre solías hacer. Metías un brazo por
debajo de la almohada y tus ojos descansaban casi cerrados por completo,
dejando únicamente una mínima abertura que me hacía dudar si realmente dormías
o, por el contrario, me estabas observando a mí como lo solía hacer yo contigo. Estabas tan guapa que tuve miedo de respirar más fuerte de lo normal, de moverme aunque fuese un milímetro por si te conseguía despertar.
Te observaba ladeado en la que una vez
fue nuestra cama, con la sensación de que todo aquello era, efectivamente, un sueño, y lo hice durante tanto tiempo que creí que la noche acabaría antes de
que tú, en medio de ese mismo sueño, pudieras despertar. Sin embargo, lo hiciste antes
de que yo lo hiciera en la vida real.
Tus ojos se clavaron en los míos
antes de que la media sonrisa que acostumbrabas a sacar a relucir cuando me
pillabas mirándote a escondidas lo hiciera en mi alma como hacía demasiado
tiempo que no ocurría. Me sonreíste después de muchos años sin hacerlo y jamás,
en toda mi vida, he deseado más que un sueño se convierte en realidad. No recuerdo
muy bien qué vino después: si el primer beso de la mañana o el último de la
noche, pero sí sé que nunca he odiado tanto a los rayos de sol que se colaron
por la persiana de esa alcoba consiguiendo que me despertase y
arrancándome de tus brazos de nuevo. Y ahí, en un abrir y cerrar de ojos,
desapareciste de nuevo de mi vida. Y la misma habitación que habíamos rebosado
de cariño quedó vacía de amor; el mismo cuarto en el que nos besábamos como dos adolescentes en celo quedó frío como el invierno que se recrudecía tras esa maldita
ventana. Y todo volvió a la normalidad, a esa que tanto detesto desde que te
marchaste, desde que huiste para siempre en una noche gélida de diciembre para no
regresar jamás. O al menos, eso creía yo. Porque igual que te hice perfecta el día en que partiste, mi mente consigue que estando tan lejos de aquí, de vez en
cuando y sin yo pedirlo, vuelvas a besar mis labios, a acariciar mi piel y a
mirarme a los ojos como si el tiempo jamás hubiese pasado. Y no sabes, querida
mía, lo que se lo agradezco cada mañana que me despierto y siento, por un
momento, que mi cama huele a ti, que mis labios saben a los tuyos y que mi piel recuerda tu tacto aunque ya no quede en toda esta casa más que el
recuerdo de la época más dichosa que he vivido y que, tristemente, jamás
volveré a vivir.