miércoles, 31 de enero de 2018

Siempre estás lejos

"Siempre estás lejos” le dijo con la voz quebradiza como tantas y tantas veces le había dicho antes, más por el anhelo de que ella lo echase tanto de menos como él lo hacía que por una verdad contrastada. “Siempre estás lejos” se dijo cuando, por fin, colgó el teléfono y el hilo de su voz se perdió en una habitación tan vacía ahora como llena de caricias había estado apenas unos días atrás. “Siempre estás lejos” repitió para sí. Y ahí, justo en ese mismo instante, se dio cuenta de que pocas veces había dicho una frase más incierta en todos los días de su vida.

Porque realmente ella nunca estaba lejos del todo. Nunca lo había estado jamás.

Quedaban restos de su pelo en la almohada y el sabor en su boca de esos labios que pensaba que jamás se cansaría de besar. El recuerdo de su cuerpo desnudo desfilando por la habitación o el de los gemidos de placer tronando como un rayo en la misma. Quedaba su sonrisa fijada en su mente, su lunar en la mejilla, sus manos acariciándole el pelo y la quietud que a él le aportaba su respiración cuando dormía. Quedaba el tacto de su piel, el sonido de su voz y la certeza de que por más que la miraba no podía ver otra cosa en sus ojos que la luz de la felicidad irradiando de ellos.

Así que ella realmente no se marchaba nunca del todo. Por muy lejos que se fuera, por muchos kilómetros que los separaran, había estado ahí desde siempre y siempre estaría allí. No estaba tan lejos como él creía y cada noche un par de zapatillas celestes con ribetes amarillos se encargaban de recordárselo. Eso, y la visión de su reflejo en el espejo lavándose los dientes, sus dedos perdiéndose bajo su falda, el armario repleto de ropa o un secador de pelo que, extrañamente, echaba tanto de menos como la echaba a ella. Y eso era mucho echar de menos.

Parecía que, al final, ella volvía sin querer a tener razón. Sus pantuflas de estar por casa seguían aquí como lo hacían las visiones pecaminosas de sus primeras visitas. El roce de sus palmas, la suavidad de sus piernas, el placer inusitado que sentía al abrazarla tan fuerte que creía que, con un poco más, podría llegar a partirla por la mitad. El rechinar de los muelles del colchón, el calefactor encendido y el calentador apagado esperando su vuelta. El recuerdo de su puño rompiendo contra una puerta y el de sus lágrimas de impotencia pidiéndole que no se fuese… o que se marchase para siempre, no recordaba muy bien qué había sido primero. 

Al final, comprendió, ella no estaba nunca tan lejos como a simple vista pudiera parecer porque la llevaba en el único lugar donde nadie se la podría quitar, ni siquiera ella misma. Ahí, oculta en lo más recóndito de un corazón podrido de latir, que diría el maestro, la escondía para siempre, guarecida entre un colchón de sentimientos que no morirían jamás, por muy lejos que se fuese y aunque tuviese intención de no regresar.

viernes, 5 de enero de 2018

Carta a los reyes

Queridos reyes magos:

Este año no he sido el más bueno del mundo, ni el más aplicado, ni tan siquiera el mejor amigo, hermano, hijo, sobrino o nieto que uno podría desear. No he salvado vidas, ni he colaborado con grandes causas. Aún así, y apelando a la generosidad de esta época que ya toca a su fin, os escribo para pediros una serie de cosas en relación a este 2018 que acaba de nacer.

Me gustaría tener salud, pero no para gastarla en interminables tardes en casa ni en otras tantas noches en el sofá viendo la televisión. Salud para salir a la calle y correr cuando llueva, para subir a cimas donde nunca antes he subido y otear paisajes que todavía no he visto. Salud para nadar desnudo en el mar, para tirarme sobre la arena y ver cómo el sol sale, poco a poco, por el firmamento; para bajar como una bala por cualquier puerto montado en una bicicleta o para saltar de un puente, si es necesario, atado a una cuerda. Salud para mí y para los míos, salud física y mental y la capacidad, que es igual de importante, de ser agradecidos a Dios por esa misma salud.


Querría también, a poder ser, dinero. Para gastarlo en los bares, en grandes montañas de migas en invierno y en cerveza bien fresquita en verano. Y gastarlo junto a la gente que más quiero, claro. Dinero para viajar por ese mundo que tantísimo me tiene que enseñar aún. Para tomarme una paella en la orilla de la playa o para comprar una botella de buen vino que pueda disfrutar junto a una bonita mujer al lado de una chimenea. No quiero fortunas, palacios, joyas o cuentas corrientes repletas de ceros, sólo el suficiente para poder perderme junto a una mochila por algún paraje desangelado donde no haya estado aún y, puede, nunca vuelva de nuevo.

Apuntad en la lista también el tiempo, que es importante. Tiempo para mí y para mi gente, para poder quedar a tomar un café o para una tarde de cubatas en el pub. Tiempo para leer y ver buen cine, para quedar con esa persona a la que llevas sin ver años y con la que siempre terminas aplazando porque está muy liada con todo lo demás. Quiero tiempo de vida, no solamente minutos de un reloj de marca y, sobre todo, quiero perder mucho tiempo en hacer las cosas que realmente me gustan. Como escribiros esta carta, por ejemplo.

También quiero ganas… muchas ganas. Ganas de saltar, reír, llorar, gritar, correr, bailar, beber y de despertarme tarde y acostarme aún más tarde. Ganas de abrazar y de que me abracen, de besar y de (muy importante) que me besen. Ganas de ayudar a la gente que me necesita y necesitar a la gente que siempre está ahí para ayudarme; y también muchas ganas para hacer todo lo que no me gusta aunque precisamente no tenga muchas ganas de hacerlo. 

Y por último, queridos míos, os pido que no os llevéis lejos a todos los que llevan aquí toda la vida conmigo, que no me falte nunca la facilidad para piropear a una chica o el calor de un jersey de cuello alto. Os pido el aire rompiendo en mi cara mientras desciendo en moto por una carretera o el click de un sujetador resonando por la habitación. Os pido noches de luna llena, días de sol y piscina, faldas ondeando a mi alrededor y gafas de sol. Os pido cuerpos tostados y tangas azul marino, sonrisas cuidadas y pelos dorados, el achinar de unos ojos al reírse y vestidos amarillos. Os pido cruces de piernas y de miradas, perfumes en el cuello y besos que nacen de allí para recorrer, como un tren sin rumbo fijo, la anatomía más maravillosa que la naturaleza ha creado. Os pido paz en la calle y guerra en la cama, tacones altos y poco maquillaje. Os pido balones de cuero rodando y porterías, sonido de motor y pedales, amor por los cuatro costados del globo, tormentas y frutas tropicales. Os pido, al fin y al cabo, que cada uno del resto de los días que me quedan, viva tan intensamente que, al llegar a la cama, no tarde ni cinco minutos en dormirme. Os pido, majestades, simplemente vivir con tanta fuerza que el día en que me marche, lo haga con una sonrisa y sabiendo a ciencia cierta que viví de verdad y no sólo de boquilla como muchos han hecho.

Muchas gracias por la atención.