"Siempre estás lejos” le dijo con
la voz quebradiza como tantas y tantas veces le había dicho antes, más por el
anhelo de que ella lo echase tanto de menos como él lo hacía que por una verdad
contrastada. “Siempre estás lejos” se dijo cuando, por fin, colgó el teléfono y el hilo
de su voz se perdió en una habitación tan vacía ahora como llena de caricias
había estado apenas unos días atrás. “Siempre estás lejos” repitió para sí. Y
ahí, justo en ese mismo instante, se dio cuenta de que pocas veces había dicho
una frase más incierta en todos los días de su vida.
Porque realmente ella nunca
estaba lejos del todo. Nunca lo había estado jamás.
Quedaban restos de su pelo en la
almohada y el sabor en su boca de esos labios que pensaba que jamás se cansaría de besar. El recuerdo de su cuerpo desnudo desfilando por la habitación o el
de los gemidos de placer tronando como un rayo en la misma. Quedaba su sonrisa fijada en su mente, su lunar en la mejilla, sus manos acariciándole el pelo y
la quietud que a él le aportaba su respiración cuando dormía. Quedaba el tacto
de su piel, el sonido de su voz y la certeza de que por más que la miraba no
podía ver otra cosa en sus ojos que la luz de la felicidad irradiando de ellos.
Así que ella realmente no se
marchaba nunca del todo. Por muy lejos que se fuera, por muchos kilómetros que los
separaran, había estado ahí desde siempre y siempre estaría allí. No estaba tan
lejos como él creía y cada noche un par de zapatillas celestes con ribetes
amarillos se encargaban de recordárselo. Eso, y la visión de su reflejo en el
espejo lavándose los dientes, sus dedos perdiéndose bajo su falda, el armario
repleto de ropa o un secador de pelo que, extrañamente, echaba tanto de menos
como la echaba a ella. Y eso era mucho echar de menos.
Parecía que, al final, ella
volvía sin querer a tener razón. Sus pantuflas de estar por casa seguían aquí como lo hacían las visiones
pecaminosas de sus primeras visitas. El roce de sus palmas, la suavidad de sus
piernas, el placer inusitado que sentía al abrazarla tan fuerte que creía que,
con un poco más, podría llegar a partirla por la mitad. El rechinar
de los muelles del colchón, el calefactor encendido y el calentador apagado
esperando su vuelta. El recuerdo de su puño rompiendo contra una puerta y el de
sus lágrimas de impotencia pidiéndole que no se fuese… o que se marchase para
siempre, no recordaba muy bien qué había sido primero.
Al final, comprendió, ella no estaba nunca
tan lejos como a simple vista pudiera parecer porque la llevaba en el único lugar
donde nadie se la podría quitar, ni siquiera ella misma. Ahí, oculta en lo
más recóndito de un corazón podrido de latir, que diría el maestro, la escondía
para siempre, guarecida entre un colchón de sentimientos que no morirían jamás, por muy lejos que se fuese y aunque tuviese intención de no regresar.