Odio que debajo del edredón no
estés ahora mismo conmigo, que ya no seas el portal donde cobijarme, la
tempestad enfurecida que mece mi navío o las flores del jardín bañadas por las
primeras gotas de rocío. Odio que no suene la música en tu teléfono y que tu
lado de la cama esté siempre vacío, que tus cosas hayan desaparecido de casa e incluso
que tu cepillo de dientes ya no repose junto al mío. Odio el sonido del mar,
las estrellas y la luna, odio la música y el trinar de los pájaros porque sin
ti todo eso no es más que ruido y hastío. Odio el calor de la chimenea que
crepita frente a mí porque es entre tu pecho donde quiero resguardarme del
frío.
Odio que no sean tus piernas las
que me aprietan con la fuerza de un ciclón ni sea en tu cuerpo desnudo donde
encuentro la inspiración. Odio que todo lo bueno que tuvimos se haya evaporado
de un día para otro sin aparente explicación y cómo todavía te vislumbro
gimiendo en cada puto rincón de mi habitación. Odio recordar el olor de tu
cuello, el sonido de tu risa, de tu voz, de tu andar descalza y hasta el de tu
respiración, odio con todas mis fuerzas el momento en que probé tus labios
porque desde entonces ninguno de los que he probado les hace comparación.
Odio acordarme de ti sabiendo que
tú no me recuerdas, odio recordar el color de tu piel y el contonear de tus
caderas. Odio la falda que te dejaste olvidada, el collar que todavía guardo,
las fotos, las cartas y cómo surcaba tu espalda contra viento y marea. Odio haberte
visto por primera vez aquella tarde gélida y helada porque desde ese instante y
hasta el final de mis días no volveré a ver algo parecido, absolutamente nada.
Odio cada vez que te dije te quiero
porque desde entonces no he vuelto a querer, odio los besos y las caricias que
me diste sin deber. Odio tus manos perdiéndose en mi pelo, tu sonrisa, tus
ojos, tu pecho y tu tez; odio el rubor de tus mejillas, el sabor de tu lengua y
el momento en que supe que jamás habría otra mujer; el olor de tu champú, la forma
en que me llamabas y el tacto de tu piel; y lo que más odio de todo eso es acordarme
de cada maldito detalle como si te tuviese delante por primera vez. Odio que
haya querido tanto que sé con certeza que, por mucho que lo intenté, jamás
volveré a querer.
Odio habértelo dicho, haberte
confesado que te quise tanto como te quiero, es decir, más que a nadie, más que
a todos, más que al universo entero. Odio haber abierto mi alma aquella fría
tarde de enero, odio que donde hubo el amor más grande que el mundo recuerda ya
tan sólo quede un oscuro agujero, que donde se quiso tanto que parecía que no
era posible igualar ese fuego ahora queden cenizas, barro y un permanente recuerdo.
Odio que pasen los años y mientras yo me descompongo poco a poco, tú encuentras
en los brazos de otro lo que más echo yo en falta: consuelo.
Odio que te hayas marchado pero
más odio que, aunque lo has hecho, no puedo olvidarte. Odio que pasen los días,
los meses y los años y sigas aquí tan dentro que me es imposible sacarte. Que
no puedo aunque quisiera pero bien sabe Dios que no quiero, porque si hay algo
que me hace seguir adelante es pensar que, un día de estos y sin saber ni dónde
ni cuándo, el mundo te volverá a poner delante. Y entonces te diré muchas cosas
si es que quieres escucharme: te diré que lo siento, que te quiero mucho más de
lo que te quise antes y que aunque entendería que quisieras volver a irte haré
todo lo posible, durante el resto de mi vida, para que quieras quedarte.