lunes, 6 de julio de 2015

Budapest

El encanto de Budapest reside en un factor con el que pocas ciudades cuentan: el contraste.

Uno llega a la capital húngara y se topa de lleno con toda una escala de grises que suben desde el pavimento hasta las azoteas de unos edificios tan altos como apagados. Todavía colean por allí los últimos retazos de ese comunismo tan felizmente desterrado del viejo continente como extrañamente añorado por unos pocos. Las construcciones se antojan iguales, las avenidas se ensanchan y el centro de la ciudad se mueve entre el militarismo de la antigua URSS y la tristeza arquitectónica de una ciudad que por momentos parece anclada en la Guerra fría.

Sin embargo, todo cambia cuando el río aparece frente a ti.


Tenía dudas de por qué me decían que Budapest dependía tanto del Danubio hasta que lo tuve delante. Ese río es media ciudad… o quizá más aún. No lo es sólo por la unión de la verticalidad de Buda y la horizontalidad de Pest, es la franja que embellece todo el cuadro, el trazado de color sobre un fondo oscuro, la pincelada de pasión sobre un lienzo apagado. De día, el sol se refleja sobre sus aguas y hace relucir todo a su alrededor; de noche, la artificialidad de millones de luces la hacen tan bonita que uno consigue enamorarse de ella a pesar de que creyó que sus destinos nunca llegarían a unirse. La ‘Perla del Danubio’ es el mejor calificativo que se le puede asignar a Budapest, su belleza nace, vive y muere por y para él.

El puente de las cadenas fue nuestro hogar durante la mayor parte del tiempo. La cerveza corría por nuestro cuerpo como lo hacía el caudal bajo él. Compartimos junto al monumento y el majestuoso castillo de Buda muchas risas, nuevas amistades y viejas anécdotas que nunca se llegan a marchar del todo. El parlamento impresiona, cierto; pero si tuviera que elegir lo más magnífico de toda la ciudad me quedaría con la instantánea que uno puede grabar a fuego en su memoria para el resto de su vida si sube hasta el mirador de la Ciudadela. Allí te haces el rey de Hungría por un momento y crees tenerla a tus pies. Apenas dura un instante, pero tu mente te hace creer durante ese segundo que todo lo que alcanzas a otear te pertenece por derecho divino.

La noche se hace tan corta que cuando quieres darte cuenta el sol ya está calentando sobre tu cabeza. Las mujeres son bonitas, la comida es copiosa, la cerveza suave y quizá echas en falta alguna sonrisa perdida…pero merece la pena, merece mucho la pena perderse por sus calles tanto de noche como de día, al amanecer y al atardecer, despacio pero sin prisa. Budapest se quedó atrás pero yo me llevo su recuerdo, que es algo que nadie me podrá quitar jamás. Hasta siempre, linda. No te olvidaré.