Giro
sobre mi eje para darme de bruces contigo y ahí te encuentro como te había
dejado la noche anterior: tumbada de lado y plácidamente dormida. Estás tan bonita
que, de nuevo, tengo que entrecerrar con fuerzas mis ojos, contar hasta tres y
abrirlos para asegurarme que no sigo soñando. Y si en verdad lo estoy haciendo,
ojalá no despierte jamás.
Respiras
tan despacio que tengo que acercar, sigiloso y con un amago de infarto, mi mano
a tu boca y cerciorarme de que sigues viva. Un leve suspiro de aire caliente
choca contra la palma y me hace tranquilizarme un poco. Me fijo en el lunar que
adorna tu mejilla, en las arrugas de tres décadas de sonrisas naciendo bajo tus
párpados, en tu pelo cuidadosamente colocado detrás de la oreja y en el dorso
de tu mano descansando bajo tu cara, como si no te conformases con la almohada
que reposa debajo de ti. Y entonces, después de contenerme lo que han sido los
tres o cuatro minutos más largos de mi vida, salto hacia a ti para darte el
primer beso de los muchísimos que te esperan hoy. Así que hazte a la idea de
que esto acaba de comenzar.
Mis
labios se encuentran con los tuyos y se pegan a ellos como el metal
incandescente lo hace con el hielo. Casi no hay movimiento, únicamente me
contento con notar el tacto de tu piel con la mía y dudo que alguien en este
mundo de chalados no lo hiciera.
Me
despego lentamente de ti mientras noto cómo una sonrisa nace de tu boca. “Buenos
días” me susurras aún medio dormida. “Buenos días” respondo yo también. Te
acurrucas aún con los ojos cerrados en mi brazo y pones tu mano en mi pecho, como
si hubiesen pasado cien siglos desde la última vez que lo tocaste aunque,
realmente, no hace más de media hora que te aferraste a él como si no hubiese
un mañana. Tus manos ascienden y descienden por él tan suavemente que parece
que no se llegan a mover y mientras, a lo lejos, el sol sigue mandando rayos de
luz desde millones de kilómetros de distancia que se cuelan a hurtadillas por los recovecos de una persiana que ha visto
ya demasiadas noche de pasión y no menos despertares similares.
Y ahí quedamos los
dos, sin la más mínima noción de la hora que es, de en qué día estamos, si hace
frío o calor; llueve, nieva o se han abierto las puertas del infierno porque realmente nada
de eso importa ahora. Y yo, por mi parte, me quedo mirando la pintura blanca
del techo pensando con qué Dios, conocido o por conocer, tengo que pelearme
para conseguir que todos y cada uno de los días que me queden por pasar aquí
comiencen de la misma forma que éste.