jueves, 16 de marzo de 2023

En el momento oportuno

“El amor no es difícil porque tengas que encontrar a la persona adecuada. El amor, el verdadero amor, es tremendamente complicado porque tienes que encontrar a la persona adecuada… en el momento oportuno”

Qué complejo se antoja, si lo llevamos a la esfera puramente estadística, encontrar la certeza de que pasará por nuestras vidas el ser humano expresamente creado para ser nuestro  perfecto complemento en un mundo de más de ocho mil millones de personas. La inmensa mayoría de toda esa gente jamás deambulará a menos de quinientos kilómetros de distancia de donde nosotros nos encontramos y en un ínfimo porcentaje de ese mísero tanto por ciento que sí lo hará, es de recibo pensar que la mayor parte no tendrá impacto suficiente en nuestras vidas para llegar a sentir un mínimo cariño hacia ellos. Qué difícil, pues, afirmar que entre los pocos cientos de personas con lo que coincidiremos en alguna ocasión habrá una que te abrace con tanta fuerza el alma que tengas la convicción absoluta de que no necesitas de nadie más.

Y ni siquiera encontrando eso es suficiente.

Porque incluso sabiendo que es ella y no otra la persona con la que quieres pasar cada minuto del resto de tu vida, necesitas, en primer lugar, que sienta lo mismo por ti y, en segundo, coincidir en el mismo punto en el momento idóneo, en ese en el que ambos estéis pensando en lo mismo, preparados para lo mismo, buscando lo mismo, queriendo lo mismo y dispuestos a darlo todo por el otro. Pues no os engañéis, no hay amor sin darlo todo al igual que no lo hay sin que te lo den cuando más lo necesites.

Así que, de repente, sin tú casi quererlo, el mundo te sitúa en un tren que sale tarde de la estación y te pone al lado de quién creías que ya nunca llegaría y, entonces, como el chico analógico en una era digital que siempre fuiste, tu mente divaga por realidades paralelas y multiversos varios para acabar, antes de la primera estación, imaginándola (como diría Loriga) “curando con Betadine las heridas de los hijos que nunca tendréis”. Ves su pelo dorado enredándose entre tus dedos mientras lo acaricias en el jardín de esa casa que no existe, bajo los últimos rayos de sol de una tarde de verano que nunca llegará. Su nariz juguetea con la tuya tras los besos que no surgirán y sus mejillas se enrojecen de calor tras pasar toda una tarde empapando de sudor el edredón de la cama. Todo es tan real en tu imaginario como quimérico más allá, pero por un instante eres feliz y, quizá, eso sea suficiente para ti aunque luego todo se emborrone hasta el punto en que dudas si alguna vez fue siquiera posible.


Nada que sea bueno fue fácil y lo que llega fácil, créanme, no es bueno. 
Hay cosas que llegan para quedarse y otras que tu corazón sabe con la misma certeza con la que afirmarías que mañana saldrá el sol que hubieran sido eternas en otro momento, en otro lugar o, quizá, en otra vida. Y es ahí, cuando la realidad golpea con dureza, cuando por fin entiendes que no será, cuando tu alma cruje de pena y rabia de dolor, cuando todo parece dejar de tener sentido y la brújula que hasta hace nada marcaba con claridad el norte, no para de dar vueltas y vueltas sin detenerse en un maldito punto. Es ahí, en el momento que comprendes que quisiste demasiado y ya no volverás a querer igual, cuando el mundo se detiene, el futuro se enmaraña y te das cuenta de que los tiempos son tan importantes como la forma y el fondo.

En un segundo te ves en el andén suplicándole al cielo que el tren no llegue nunca a destino para que ella no se marche lejos y al siguiente te apeas de él sin saber que, pocos días después, no volverás a mirar esos ojos pardos que te hacían temblar ni tendrás cerca, de nuevo, la única boca que no quieres dejar de volver a besar. Y ahí la vida te enseña una valiosa lección: tan importante es coincidir con la persona a la que amas como llegar a tiempo para evitar que ella haya dejado de hacerlo.

martes, 7 de marzo de 2023

Apoyado en el cristal

La frente pegada al cristal mientras las últimas gotas de lluvia de la tarde rompen contra él con suavidad abrumadora. La vista puesta fuera, en la calle, en el bullicio de un mundo que comienza a salir de nuevo de su refugio después de haber corrido, tiempo atrás, a guarecerse. Los ojos vidriosos, el alma henchida, el corazón cansado y la mente puesta en ti. Pero tú no estás.

Una hilera de paraguas de colores desfila abajo y el claxon de los vehículos rompe la calma que la propia lluvia y Ludovico Einaudi han ido trayendo hasta el salón. Las botas de goma de los niños chocan con los charcos y el color grisáceo de los muros se acentúa con el agua. El sol se va perdiendo en el oeste y las nubes se dispersan más allá. El cielo vuelve, poco a poco, a hacerse azul, los pájaros comienzan de nuevo a piar, el agua se seca de los adoquines pero tú no estás aquí para verlo.

El papel del salón es tan horrible que intento no apartar la vista de la calle para no tener que verlo y volver a preguntarme, otra vez, por qué no estamos los dos pintando de blanco la pared del nuestro a muchos kilómetros de distancia, por qué no te veo manchada de pintura, con tu coleta en lo alto y esa sonrisa que me hace tan feliz como ninguna otra cosa en el mundo.

Una niña corretea por la acera y, segundos después, su madre la regaña por alejarse. Una señora mayor pasea con el carro de la compra y dos jóvenes se abrazan debajo de un paraguas azul, compartiéndolo a pesar de que ya ha dejado de llover. Me detengo a ver cómo una gota, azul como el mismo mar, va resbalando por el cristal, poco a poco, hasta morir en el alféizar. Justo después, el primer rayo de sol que consigue asomarse tras los nubarrones me golpea de lleno en la cara haciendo que achine los ojos recordándome, inmediatamente, la forma en que lo haces tú cuando te ríes. Y vuelvo a preguntarme, de nuevo, por qué no estás aquí.

Me abrazo las rodillas encima del sillón y noto el aire cálido de la bomba del techo entrando por el hueco que deja la sudadera en mi espalda. Los ojos se me empiezan a entrecerrar por el placer inmenso que forma la música, la tarde pluviosa y ese calor que me arrulla como un gato frente a una chimenea. Mi mente divaga hasta el infinito pero, irremediablemente, siempre llega a ti, como si fuese la brújula que todo lo guía, como si mi cerebro no pudiese pasar cinco minutos sin acordarse de tus ojos oscuros, de tu pelo dorado, de tus manos, de tu cuello y de cada lunar de tu espalda y de tu pecho.

Al final, la tarde vuelve a llegar a su fin, como tantas otras desde que no estás y yo me marcho a la cama con un nudo en el estómago, ese que viene a recordar la sensación que, aunque conocida, no deja de ser igual de dolorosa que lo fue la primera vez: la de saber que el tiempo se me va escapando como granos de arena cayendo por entre mis dedos, que ya queda menos para que todo termine… y que sigues sin estar aquí. No creo, he comprendido con los años, que haya algo peor que eso, que saber que se escapa una vida lejos de la persona con quien quieres pasarla cada segundo que te quede.Pero nadie dijo que esto, la vida, fuese lo que a uno le gustaría que fuese.