martes, 26 de marzo de 2019

Pecado

Todo había comenzado mucho tiempo atrás en un bar de luces tenues y música estridente. Allí había surgido la primera conversación que, aunque había quedado tapada por cientos de días sin saber el uno del otro, seguía volviendo a la cabeza de aquellos dos amantes que hoy se reencontraban en una habitación vacía que pronto iban a llenar de besos y de pasión.
“Estás preciosa” le dijo él de repente. Ella, poco acostumbrada a los piropos, se sonrojó como una quinceañera a la que agasajan por primera vez. 

Una fotografía del Madrid del siglo pasado adornaba la habitación y bajo ella una cama coronada por dos almohadas individuales y cubierta por una sábana tan blanca como la nieve los esperaba. Sin embargo, el miedo se hacía demasiado grande como para que pudieran intentarlo, como para que se animaran siquiera a acercarse un poquito más.

Dudaron un segundo y luego otro más, y mientras uno se decidía a dar el primer paso y la otra aguardaba a que él lo diera, los banales temas de conversación que habían ido surgiendo con el paso de los minutos se iban acabando poco a poco como los granos de arena de un reloj que pronto habrá que voltear de nuevo.

“Me tengo que ir” dijo ella, después de un rato en silencio, mirando su reloj  – “Mi vida sigue ahí afuera”. Él la miró sin decir nada en primera instancia y luego bajó la cabeza al suelo, apenado, frustrado y consciente de que su única oportunidad se le escapaba de entre las manos. La chica se acercó y lo besó en la mejilla antes de marcharse para siempre. “Es lo mejor” sentenció. Y entonces se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta principal mientras él se quedaba obnubilado en aquella camisa nívea y semi transparente que le habría arrancado allí mismo.


Y fue entonces cuando se animó a hacerlo.


La cogió de la mano antes de que diera un paso más y la atrajo hacia sí con tanta vehemencia que ni el mismo Dios se la podría haber arrebatado. Sin mediar palabra la besó con tanta pasión que ella sintió que las piernas le fallaban, que podría caer el suelo de repente si él la soltaba en ese preciso momento. Notó cómo su corazón se encogía y su piel se erizaba y cómo absolutamente todo su cuerpo se contraía en un segundo para, uno más tarde, soltarse como los resortes de un colchón y devolverle ese beso con el que llevaba soñando tantos días, tantos meses y tantos años que ya había perdido la cuenta.


Se fundieron en uno, guerrearon con sus lenguas unos minutos hasta que la ropa comenzó a molestar. Él le quitó la blusa y ella le desabrochó el cinturón. Cinco minutos después el sudor había pasado de sus cuerpos a las sábanas y éstas estaban tan mojadas que la humedad había atravesado el colchón. Él la besaba sin parar, con un miedo irracional a que se fuera y no volviera jamás. Le había agrietado los labios de tanto besarla y las mejillas estaban tan coloradas por lo mismo que parecían fruta madura. Ahora surcaba su cuello consiguiendo que los gemidos de la mujer se esparcieran por la habitación como el eco en un precipicio. La apretaba contra su cuerpo una y otra vez, le acariciaba los muslos y cada cierto tiempo le suplicaba que no se fuera, que aguantase un segundo más allí con él. Y luego otro más. Y luego otro. Y ella, tan extasiada de pasión que apenas podía respirar, le juró por lo más sagrado de su vida que no se iría jamás de allí aunque ambos sabían que esa era la mayor mentira que se habían dicho hasta la fecha.

Quedaron desnudos en el cuarto, abrazados y mirando al techo después de horas y horas de desgastarse mutuamente. Luego ella se vistió mientras él miraba cómo lo hacía. Cuando estuvo lista se acercó y buscó su boca por última vez. Sus ojos se encontraron antes de que sus labios lo hicieran también y todo acabase para siempre. Nadie dijo nada. Ella se dio la vuelta y se marchó de allí para no volver y él hizo lo mismo, media hora más tarde, después de tomar una ducha bien fría.
No se volvieron a encontrar jamás, al menos en la vida real, porque cada cierto tiempo y durante el resto de sus vidas los dos se hallaban en los más pecaminosos sueños y en las más febriles fantasías que sus mentes podían imaginar. Y eso les bastaba a ambos para saber que todo aquello había merecido la pena.

martes, 19 de marzo de 2019

Mándame una señal

Se sentó frente a la ventana de su habitación a rezarle a cualquier dios que pudiera escucharle una plegaria que tenía tintes de amargura, desesperación, tristeza y de un amor que no acababa de marchitarse jamás. Les pedía a esas estrellas que ocupaban el vasto y ennegrecido firmamento que la apremiaran a ella a que tampoco se olvidase de él y que le mandase una señal de que seguía ahí, estuviera donde estuviera, esperándolo un poquito más. 

Cerraba los ojos y todavía podía sentir el tacto de sus manos surcando su espalda, el olor de su cuello perforando sus fosas nasales, el escalofrío que le producía el momento en que sus ojos se cruzaban y la sensación absoluta de paz que le daban sus labios. “Mándame una señal”, susurró, “recuérdame que no te has ido”.

La suave brisa de la noche despeinó su cabello y él buscó refugio en la calidez del edredón. Se tapó hasta el cuello y sus pupilas quedaron mirando ahora el techo blanquecino de su habitación que contrastaba con el opaco universo que había vislumbrado segundos atrás. Pasó un par de horas despierto, hundido en la soledad de un cuarto vacío que bramaba por ella, porque regresara de aquel destierro al que ella misma se había sometido y que parecía no tener fin. Se había marchado de cruzada a los brazos de otro tipo, a refugiarse en otras manos que ahora no la querían soltar, en otra boca, en otro cuerpo y, en definitiva, en otra vida; y él no podía más que maldecirse por ese día, ya muy lejano, en que la dejó escapar.

Las manecillas del reloj seguían su curso y junto al sonido de algún coche que surcaba el asfalto de las calles cada cierto tiempo, era lo único que se podía escuchar. Su mente no se apartaba de ella y sus plegarías salían por la ventana de la alcoba para morir en el infinito espacio donde él esperaba que encontrasen respuesta. “Recuérdame que sigues ahí, no te vayas del todo… por favor”. Las palabras se comenzaron a mezclar con lágrimas de tristeza y desasosiego que resbalaban por sus mejillas. La pena se acrecentaba en su pecho y su corazón latía al ritmo de un tambor de guerra cuando imaginaba que no la volvería a ver más, que el sonido de su risa y sus ojos achinándose con ella únicamente iban a quedar relegados a un bonito recuerdo guardado en su imaginación. Notaba cómo le faltaba el aire cuando pensaba que no volvía a verla más bajo su pecho, resoplando con pasión cuando pasaban toda la noche haciéndose uno solo. Se sentía profundamente apenado cuando se vislumbraba con cualquier otra mujer que no fuese ella paseando años después de la mano y, por último, sintió que se le desgarraba el alma en el momento en que se hizo a la idea de que la había perdido para siempre. “Por favor, no te vayas” volvió a decir una vez más.


Y entonces quedó profundamente dormido de un segundo para otro. Sus sueños le transportaron a ese momento donde creyó que no podía ser más feliz: a esa habitación iluminada por velas y con olor a incienso donde un día la tuvo y donde creyó que jamás podría tener a otra. Se encontró una noche de verano acariciándole su cabello, aclarado por los rayos de un sol que, de paso, había tostado el resto de su cuerpo haciéndola, sin duda, la mujer más bonita sobre la faz de la tierra. Ahí estaban los dos, en un mundo onírico e irreal donde nada más importaba, donde jamás se habían separado y donde ni el rencor ni el orgullo habían existido jamás. No había hueco para reproches ni peleas, para mentiras ni engaños, para recordar todo lo malo que ambos habían hecho y tantas veces se habían recriminado. No había lugar para otras personas que no fueran ellos dos, para otra música que la de sus palabras de amor profundo, para otros cuentos que los que ellos habían ido escribiendo. De nuevo estaban juntos los dos y él no podía pedir nada más. Así que en ese mismo instante deseó que no se acabase aquel momento mágico y lo hizo con tanta fuerza que los mismos dioses a los que había rezado horas atrás, conmovidos por aquel amor irracional e imperecedero, le concedieron el deseo que tanto ansiaba. Y el chico quedó inmóvil en su cama, pálido y frío como la misma noche para nunca más despertar. Permaneció vagando en un sueño que se había hecho realidad junto a la mujer de su vida aunque ella dormía a muchos kilómetros de distancia sin tener conocimiento de lo que ocurría. Y así ambos ganaron sin saberlo… y así el universo hizo justicia una vez más.