Todo había comenzado mucho tiempo
atrás en un bar de luces tenues y música estridente. Allí había surgido la
primera conversación que, aunque había quedado tapada por cientos de días sin
saber el uno del otro, seguía volviendo a la cabeza de aquellos dos amantes que
hoy se reencontraban en una habitación vacía que pronto iban a llenar de besos
y de pasión.
“Estás preciosa” le dijo él de
repente. Ella, poco acostumbrada a los piropos, se sonrojó como una quinceañera
a la que agasajan por primera vez.
Una fotografía del Madrid del
siglo pasado adornaba la habitación y bajo ella una cama coronada por dos
almohadas individuales y cubierta por una sábana tan blanca como la nieve los
esperaba. Sin embargo, el miedo se hacía demasiado grande como para que
pudieran intentarlo, como para que se animaran siquiera a acercarse un poquito
más.
Dudaron un segundo y luego otro
más, y mientras uno se decidía a dar el primer paso y la otra aguardaba a que
él lo diera, los banales temas de conversación que habían ido surgiendo con el
paso de los minutos se iban acabando poco a poco como los granos de arena de un
reloj que pronto habrá que voltear de nuevo.
“Me tengo que ir” dijo ella,
después de un rato en silencio, mirando su reloj – “Mi vida sigue ahí afuera”. Él la miró sin
decir nada en primera instancia y luego bajó la cabeza al suelo, apenado,
frustrado y consciente de que su única oportunidad se le escapaba de entre las
manos. La chica se acercó y lo besó en la mejilla antes de marcharse para
siempre. “Es lo mejor” sentenció. Y entonces se dio media vuelta y se dirigió
hacia la puerta principal mientras él se quedaba obnubilado en aquella camisa
nívea y semi transparente que le habría arrancado allí mismo.
Y fue entonces cuando se animó a
hacerlo.
La cogió de la mano antes de que
diera un paso más y la atrajo hacia sí con tanta vehemencia que ni el mismo
Dios se la podría haber arrebatado. Sin mediar palabra la besó con tanta pasión
que ella sintió que las piernas le fallaban, que podría caer el suelo de
repente si él la soltaba en ese preciso momento. Notó cómo su corazón se
encogía y su piel se erizaba y cómo absolutamente todo su cuerpo se contraía en
un segundo para, uno más tarde, soltarse como los resortes de un colchón y
devolverle ese beso con el que llevaba soñando tantos días, tantos meses y
tantos años que ya había perdido la cuenta.
Se fundieron en uno, guerrearon
con sus lenguas unos minutos hasta que la ropa comenzó a molestar. Él le quitó
la blusa y ella le desabrochó el cinturón. Cinco minutos después el sudor había
pasado de sus cuerpos a las sábanas y éstas estaban tan mojadas que la humedad
había atravesado el colchón. Él la besaba sin parar, con un miedo irracional a
que se fuera y no volviera jamás. Le había agrietado los labios de tanto
besarla y las mejillas estaban tan coloradas por lo mismo que parecían fruta
madura. Ahora surcaba su cuello consiguiendo que los gemidos de la mujer se esparcieran
por la habitación como el eco en un precipicio. La apretaba contra su cuerpo
una y otra vez, le acariciaba los muslos y cada cierto tiempo le suplicaba que
no se fuera, que aguantase un segundo más allí con él. Y luego otro más. Y
luego otro. Y ella, tan extasiada de pasión que apenas podía respirar, le juró
por lo más sagrado de su vida que no se iría jamás de allí aunque ambos
sabían que esa era la mayor mentira que se habían dicho hasta la fecha.
Quedaron desnudos en el cuarto,
abrazados y mirando al techo después de horas y horas de desgastarse mutuamente.
Luego ella se vistió mientras él miraba cómo lo hacía. Cuando estuvo lista
se acercó y buscó su boca por última vez. Sus ojos se encontraron antes de que
sus labios lo hicieran también y todo acabase para siempre. Nadie dijo nada.
Ella se dio la vuelta y se marchó de allí para no volver y él hizo lo mismo, media hora más tarde, después de tomar una ducha bien fría.
No se volvieron a encontrar jamás, al menos en la vida real, porque cada cierto tiempo y durante el resto de sus vidas los dos se hallaban en los más pecaminosos sueños y en las más febriles fantasías que sus mentes podían imaginar. Y eso les bastaba a ambos para saber que todo aquello había merecido la pena.
No se volvieron a encontrar jamás, al menos en la vida real, porque cada cierto tiempo y durante el resto de sus vidas los dos se hallaban en los más pecaminosos sueños y en las más febriles fantasías que sus mentes podían imaginar. Y eso les bastaba a ambos para saber que todo aquello había merecido la pena.