La profesora tenía fama de ser una de las más duras, serias
e inflexibles de toda la universidad. No tendría más de treinta o treinta y dos
años pero ya era toda una eminencia en las aulas por aquella rigurosidad con
que impartía las clases. No consentía la impuntualidad, la falta de asistencia,
los ruidos o tan siquiera que se bebiese agua. Su melena castaña le llegaba por
debajo de los hombros y aunque las primeras arrugas ya se asomaban en su cara, mantenía
intacta su belleza, probablemente acentuada por aquel toque mágico que produce
en algunas mujeres el desgaste de los años.
El reloj marcaba las nueve en punto cuando aquella señora
hizo su entrada en la sala donde medio centenar de alumnos la esperaban. El
cielo se había levantado alegre y las nubes brillaban por su ausencia. El sol
golpeaba con fuerza ya de buena mañana y las faldas ondeaban como banderas de
países desconocidos mecidas por una suave brisa matutina. La mujer saludó al
público y éste le contestó desganado.
“Abran el libro por la página trescientos cuarenta y siete”
comentó en voz alta antes de comenzar el monólogo de casi hora y media que
tenía preparado. En aquella ocasión la magia y las creencias mitológicas
antiguas copaban la lección y ella, mujer de ciencias como presumía ser, abordó
su soliloquio en tono de sorna y con el convencimiento de que aquellos
veinteañeros llegarían a casa aquel mediodía aprendiendo un poco más sobre la
vida de verdad, y no de las historias que les habían contado durante años.
“La ciencia existe, la magia no”. Así inició su intervención
aquella mujer radiante por fuera y alicaída por dentro, aquel ser frágil que se
refugiaba bajo un manto de seguridad inventada pero que se reconcomía por un
beso o una caricia. “No busquen varitas mágicas ni chisteras de donde salgan
extraños animales” seguía repitiendo una y otra vez, cubriéndose de importancia
con cada sílaba que su boca pronunciaba. Y siguió y siguió repitiendo conceptos
tan duros como probablemente ciertos, tan crudos como opacos, tan vacuos como
tristes; hasta que, de repente, una mano se levantó en la última fila.
- ¿Tiene algo que añadir, caballero?” – preguntó sorprendida
la profesora
- Sí – respondió un muchacho de ojos claros – creo que no
lleva usted razón.
El murmullo se hizo palpable y la asombrada mujer, lejos de
molestarse, buscó explicación a esa interrupción.
- ¿Puede explicarse mejor?
- Claro, creo que usted está equivocada. La magia sí que
existe y si usted quiere le hago un truco ahora mismo. Ah, y no necesito
varita.
Las risas estallaron en la sala como una bomba de relojería e
incluso esa mujer taciturna y endiabladamente triste que vagaba por los
pasillos mustia y afligida, dejó entrever un amago de sonrisa entre sus labios.
Le hizo gracia la situación y casi sin darse cuenta, estalló a reír al compás
que marcaban sus alumnos mientras el muchacho seguía de pie, impertérrito y
observándola. El bullicio siguió durante casi un minuto que se hizo
interminable. La profesora intentaba guardar la compostura ante ese arrebato que su
cuerpo le había propiciado por sorpresa y por culpa de aquel joven que ahora le
sonreía desde la lejanía.
- Por favor – interrumpió la maestra – dejemos que nuestro amigo
haga ese truco que nos ha prometido – dijo intentando calmarse e intrigada por
la promesa.
- Ya lo he hecho, señora. La hemos visto reír después de casi
ocho meses. No creo que haya una prueba más fehaciente de que la magia existe
que esa sonrisa que nos acaba de regalar. Puede usted seguir con la lección.