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miércoles, 9 de abril de 2025

Nélida

Tenía el pelo repleto de rizos, pequeñas ondulaciones que se enmarañaban en su cabeza como olas en un mar revuelto. Por más que echo la vista atrás no puedo recordarla sin maquillaje. Nada de extravagancias pero siempre perfectamente arreglada para la ocasión. Coqueta, risueña, con tonalidades pardas en las mejillas, rosáceas en los labios y azuladas en los párpados. Con clase, con la galanura que se le presume a una señora de bien.

Su piel marchita por los años es otra de las cosas que me viene a la cabeza. Y su fragilidad manifiesta. “Te tropiezas en la raya de un lápiz” era la frase que siempre le hacía reír porque era totalmente cierto y porque ella se tomaba con humor casi todas las verdades. El final de su vida lo pasó asida a un bastón y, más tarde, a una silla cualquiera, pero en el principio, al menos en mi principio con ella, era la que aguantaba mis piratas al abordaje, los destrozos con el balón en su jardín, las disputas con mi hermano o las subidas a las copas de los árboles. Lo aguantaba todo con una sonrisa, con un sonido tenue y delicado que se acrecentaba poco a poco hasta que se convertía en un precioso llanto jubiloso. Llevo dándole vueltas ya unas cuantas horas al asunto y creo que lo que más voy a echar de menos de ella es verla reír.

Me costaba entender como una argentina de pura cepa pudiese estar tan enamorada de España habiendo tantos españoles que se esfuerzan en detestar a su país. Lo conocía todo de ella y lo conocía en la distancia, a través de libros y revistas, de películas, documentales y, sobre todo, de la radio, de la que era profunda admiradora al igual que lo es mi abuelo. Eso lo he heredado de ellos. Acuarelas de España es el nombre con el que bautizó a su programa cuando se decidió a crearlo en una humilde radio de Morón. Imaginen ustedes cómo de enamorado tienes que estar de algo para vivir a diez mil kilómetros de distancia y aún así dedicarle gran parte de tu vida a conocerlo en profundidad.

Discutíamos muchas veces por quién sabía más de España y tengo que reconocer, ahora que no está, que ella me daba mil vueltas. Le gustaba el chotis, Mallorca, la paella, Paco de Lucía, Galicia y creo que la convencí un poco para que, aunque no le guastase el fútbol, sí lo hiciese el Real Madrid. Organizaba galas, se interesaba por el flamenco, la copla, la historia o la gastronomía. No sé si empapándose de mi país se sentía más cerca de la hija que se le marchó hace media vida allí o si simplemente era por un amor irracional hacia la mejor nación de cuantas existen. Quizá era una mezcla de ambas pero el caso es que no he conocido a nadie de fuera que amase tanto a una de las cosas que más dentro de mi ser llevo.

Caminaba despacio, abrazaba lento y se limpiaba los anteojos muy de seguido. Intentaba repartir en partes equitativas amor inmenso de una abuela orgullosa entre sus cinco nietos y lo hacía más que correctamente. Desprendía generosidad y elegancia, creía en los buenos modales y en la rectitud como buena maestra reconvertida en inspectora. Amaba a sus hijos, a su alma gemela y de vez en cuando sacaba un orgullo de mierda que yo he mismo he heredado para demostrarle al mundo que aunque uno se acerque a la perfección ese don sólo corresponde a Dios.

Bebía a sorbitos, cortaba muy pequeños los pedazos de comida, se cogía a mi brazo cuando aún podía andar, siempre llevaba monedero y lo abría con una delicadeza inusitada, como una niña chica al que se lo acaban de regalar y aunque apenas tiene unas pocas monedas dentro las trata como si de todo el oro del mundo se tratase.

La besé por última vez hace poco más de un año. En la frente, con mucho mimo y los ojos hinchados de lágrimas sabiendo que no la volvería a ver más. La dejé en un país maravillo que amo como si fuese mío y ayer su hija me llamó sollozando para contarme que se había marchado, que ya descansaba en paz.

Se marcha una gran mujer, una madre maravillosa y una de las dos mejores abuelas que uno hubiese podido desear. Se marcha Nélida, cosa que creía tan lejana que pensaba imposible y se me va de las manos con el amargor profundo de que, quizá, en los últimos días no se acordaba de mí. Sin embargo, yo sí me acuerdo de ella y lo haré mientras deambule por estos lares porque sé, a buen seguro, que pocos amores más puros tendré en mi vida que el que tuve por esa señora de acento meloso, manos cálidas y ojos castaños que siempre querré y a la que tuve el honor de llama abuela.

domingo, 6 de abril de 2025

Primera derrota

El cielo de Madrid se desencapotaba poco a poco, como si con cada zancada que daba hacia el estadio la media docena de nubes que todavía se resistían a abandonarlo se fuesen evaporando de allí dando paso, tras de sí, a unos rayos tenues que se reflejaban en los uniformes blanquecinos que centenares de fieles se habían enfundado para animar al Rey de Europa. 

Caminaba altanero desde Tetuán a Concha Espina en el día del bautizo madridista de un joven de nueve años que subiría por primera vez las escalinatas del Bernabéu para darse de bruces con la gloria, en esa sensación que todo aficionado del Real Madrid ha experimentado en su primera vez en el campo y que ninguno olvida jamás. Sobre mí, la pesada carga de la iniciación al ritual, cosa que no es baladí cuando uno es perfectamente consciente de la trascendencia del momento para el niño y se asume, consciente o inconscientemente, que el recuerdo permanecerá en su memoria para siempre incluyendo en él, por supuesto, a quien les narra la historia. Los nervios se hacían patentes, los corazones comenzaban a bombear más rápidamente de lo acostumbrado y uno se agarraba a la estadística para intentar calmar cualquier atisbo de pesimismo: cincuenta y dos tardes en el Bernabéu, dos empates y cincuenta victorias. Qué podía salir mal con ese bagaje en la mochila.



Del antes tan sólo recuerdo bocadillos, cerveza, patatas fritas y sonrisas. Historias y leyendas, nombres míticos del Olimpo del balompié y tipografías de dorsales. Tantos recuerdos alrededor de una pelota como se hace imposible cuantificar y la certeza de que quien afirma que el fútbol es sólo un deporte tiene la misma idea de la vida que quien prefiere el invierno al calor del verano. 

Del partido, improperios y descalificaciones; el hormigueo en el estómago de quien intuye que la historia no acabará bien, de quien puede ver las tablas del barco astillándose contra las olas antes de que comience el temporal y de quien ha presenciado tanta desidia en multimillonarios hartos de títulos que entiende, antes de que suceda, de que hoy todo se termina, que la racha se acaba y de que el mundo, desde ahora en adelante, será un poquito peor.

Del desastre, tan sólo desazón. Hacía muchos, muchísimos meses que no sentía un nudo en el estómago como el que me provocó el cabezazo de Hugo Duro al fondo de la red. Fue lo más parecido a quedarme sin respiración a pesar de que mis pulmones se siguiesen inflando, lo más cercano a que el corazón dejase de latir aunque el bombeo fuese constante y lo más triste de las cosas menos tristes que he vivido en mucho tiempo, algo que vendría completar esa célebre frase valdanesca que reza eso de que "el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes". 

Recuerdo el silencio casi sepulcral que no se convirtió en tal por el murmullo de incredulidad que se formó por todo el coliseo blanco. En un segundo habíamos salvado al Valencia, le habíamos entregado la Liga al Barça y había presenciado en directo la primera derrota del Real Madrid en mis treinta y ocho años de vida. Dante no tenía ni idea de lo que era el infierno, estoy seguro de que yo, en ese preciso momento, lo habría descrito bastante mejor. 

Me eché las manos a la cabeza y me hundí en ellas apoderándose de mí un desasosiego tal que ni siquiera mis seres más queridos pudieron sacarme de allí. Se acababa una racha de la que nada tenía que ver pero de la que me sentía tan orgulloso como de pocas cosas en mi vida. Se abría una falla, una grieta tal en mi corazón como no hubiese creído posible. Todo había cambiado en una décima de segundo de tal manera que la vida se hacía otra a pesar de que yo, en teoría, era el mismo de antes. Una vida peor, bastante más triste, cruel y realista que la que había llevado hasta ese momento y que sólo podrá empeorar el momento en que Modric se retire y me convierta, por primera vez, en un tipo más viejo que cualquier jugador de la plantilla del equipo de mi vida. 

Volví sobre mis pasos, arrastrando mis zapatillas blancas por el asfalto mojado y perdiendo la mirada entre los rascacielos de la capital. Todo había cambiado y lo había hecho a peor. La escala de colores se había convertido en gris, los sonidos en estruendos y rechinares, los olores habían desaparecido y el futuro se antojaba decrépito y lúgubre. Todo cambió en tan poco tiempo que no dio tiempo a asimilarlo hasta que el reloj siguió su curso y la realidad, como siempre, me hizo comprender lo que en el fondo es la vida: un conjunto de rachas, para bien o para mal, que un día cualquiera se terminan y te hacen comprender que nada dura para siempre. 

lunes, 17 de marzo de 2025

Paz

"Me daba tanta paz..." - susurró al infinito antes de quebrarse frente a la copa de vino que hacía las veces de confidente en esa noche lluviosa del mes de marzo. Y tras el enésimo sorbo, ahogándose como antaño en ella, recitó un soliloquio que se perdió por entre las paredes perladas de la alcoba antes de desaparecer para siempre en las fauces de una noche que ni siquiera tuvo la decencia de prestarle atención. 

"Sus ojos anacarados cruzándose con los míos al despertar, sus labios custridos de vida que bañaba de tanto en cuando en un lápiz de cacao rosáceo, su pelo castaño que se tornaba dorado cada ciertos meses, sus manos delicadas, su voz quebradiza, su constelación de lunares en el pecho, sus dedos entremezclándose con los míos y todos esos 'te quiero' a los que por fin pude responder.

Fue mi Yalta, mi Versalles y mi París, la quietud tras la tormenta o el sonido de las chicharras inundando las noches de verano. Los cañonazos de la vida dejaron de tronar en mi interior con el primer beso en aquella noche estruendosa repleta de cerveza y pasión, de banderas azules y amarillas de países escandinavos. Los crímenes acaecidos en tiempos pretéritos encontraron perdón entre las yemas de sus dedos y todos los pecados anteriores fueron perdonados por una diosa que transformaba su piel del marfil de enero al bronce de mediados de julio con la misma facilidad con que mecía mi destino a su antojo.

Me daba paz como los jilgueros se la dan a las ardillas en el bosque o la brisa marina lo hace con la tez de quien va a la orilla a olvidarse de todo lo demás. Una paz que parecía inquebrantable, eterna, celestial; una paz que amansaba corazones y apaciguaba almas heridas en contiendas pasadas. 


Paz. La misma que encuentra el bebé en brazos de su madre, con la que te topas cuando has llorado tanto de dolor que no queda dentro de ti una lágrima más, la de Dios cuando acudes a Él con rezos sinceros, la de Bach y Verdi, la de las letras de libros repletos de polvo que, de repente, salen de una estantería y se vuelven a abrir. La paz eterna de quien sabes que te ha robado el corazón como el que le arrebata a un niño su bolsa de caramelos: sin oposición alguna y con el convencimiento de que no habrá fisuras en el plan.

Guarecerme entre sus senos antes de dormir o agarrarla por la cintura cuando el sol asomaba a lo lejos. Las mañanas de octubre donde tan sólo se escuchaban las gotas golpeando contra el cristal o las tardes de mayo cenando en aquella mesa minúscula de conglomerado; el recuerdo de las velas apagándose en las noches más frías por el contraste del hielo con el vaho de un cuarto de baño hechizado de pasión, Rioja y amor. 

Y cuando pensaba que el reinado de los Borgia había concluido y mi época de reloj de cuco acababa de comenzar, se marchó por la puerta sin avisar como suele ocurrir cada vez que los milagros entran en mi vida. Quizá fue por un trapo rojo humedecido en exceso, quizá porque así lo quiso la el destino o quizá, simplemente, porque el guerrero que ha batallado en el mismo infierno no es merecedor del sosiego al que sólo los dioses y los sabios son capaces de aspirar y que, por desgracia, muy pocos consiguen. 

miércoles, 29 de enero de 2025

Días tristes

"El invierno es una putísima mierda. Y de ahí no me baja ni Dios."


La melancolía se palpa desde primera hora de la mañana. El suelo húmedo, la niebla desparramada por el ambiente como un bote de sopa que se cae en la encimera de la cocina. Algunos creen que el primer golpe de frío viene cuando cruzas la puerta de casa pero en invierno llega mucho antes, en el preciso momento en que suena el despertador y sacas un dedo fuera del único resquicio de felicidad que tiene esta mierda de estación: el edredón. Ahí comienza la pesadilla y no termina hasta que vuelves de nuevo a él mucho tiempo después. 

Siempre hace frío. Siempre. Cuando sales de casa, cuando bajas por el ascensor, cuando sacas la basura, cuando te subes al coche y durante casi todo el viaje, exceptuando los cinco minutos en que consigues que la calefacción termine de calentar ese habitáculo infesto y cuando, después de media hora, eres capaz de alcanzar la temperatura idónea, has llegado al trabajo y te toca apearte para, efectivamente, volver a toparte con el frío. Y así en todas partes y durante todo el día... y hay gente a la que le gusta esto.

El cielo varía del gris antracita al plateado, pasando por un color perla y ceniza. Todo gris. Las calles están desiertas, desangeladas como una postal antigua de Chernóbil. Las sonrisas desaparecen al igual que las piernas y las faldas, que es como quitarle al mundo las tres mejores cosas que tiene. Las pieles son pálidas, las ojeras se acentúan y todo, absolutamente todo, se vuelve mustio y triste porque no hay época más triste que ésta y no hay gente más triste que a quien le gusta el invierno.

Pasear por el campo pasa de ser un placer rejuvenecedor a un padecimiento constante. Hay charcos, hay barro, hay hielo, los árboles se han secado, los pájaros no tienen ganas de cantar y hasta el sol, en las pocas ocasiones en las que se atreve a salir, lo hace con desdén y deseando volverse a la cama con premura. Las terrazas están desiertas y las sillas de éstas, mojadas; como los bancos del parque y no hay nada más desagradable que sentarte en un banco mojado. 

No hay bullicio en las calles, no hay vida en las plazas ni pelotas rebotando contra las paredes ni columpios en movimiento ni viejas en las puertas ni peonzas ni señoritas leyendo en las cafeterías. No hay amantes besándose sobre el césped ni gafas de sol ni guirnaldas ni noches eternas ni ganas de pasear. No hay ardillas trepando a los árboles ni música ni colas en los quiscos de gominolas. No hay más que una ciudad taciturna que vaga entre la neblina espesa que enlaza un día tras otro, que copa de monotonía una vida que rueda por inercia hasta una primavera a la que muchos le imploramos que, por favor, haga ya su aparición. Gente tachando los días como presos encerrados entre los barrotes de una prisión de hielo, tedio y sopor; hombres y mujeres apresados en la quietud y el desasosiego, en la tristeza infinita de unos días que duran poco pero que, extrañamente, se hacen eternos.  

Días tristes estos que tocan vivir. A nadie puede gustar enero ni siquiera a quien nació en él pero, como en esta vida hay gente para todo, cada año me toca lidiar con los que, al parecer, sí les gusta. Más tonto soy yo por caer en la trampa, por querer explicarle al ciego lo preciosa que es una puesta de sol o al sordo lo maravilloso que es pararse a escuchar cómo trinan los jilgueros. 

No hay poeta enamorado del frío ni amante de la vida que pueda decir que ésta es una época para vivir. No hay nada más alejado de la vida en el sentido en que yo la concibo que la muerte que trae consigo el invierno, que la tristeza que lleva aparejada enero y su lluvia ni la melancolía con la que uno afronta cada día, cada hora y cada segundo de lúgubre desolación de este solsticio repleto de desamparo, penumbra y aflicción. Pero, como siempre, existe un resquicio de esperanza en este horizonte negro que se antoja infinito: queda un día menos. Un día menos para que la vida vuelva a triunfar, el sol caliente y los cielos vuelvan a ser azules. Un día menos para volver a mirar con la soberbia de quien se sabe vencedor a todos los amantes de esta estación maldita que, gracias a Dios, ya queda menos para que finalice. 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Muerto en vida

Hace dos semanas que el cielo se desplomó sobre Valencia. Quince días de imágenes desgarradoras, de sonidos desesperantes, de testimonios que hielan la sangre, de barro y lodo, de lágrimas y desesperación, de pena, de angustia, de rabia y desolación.

He visto tantas cosas en mi vida que pienso que ya poco puede sorprenderme, que hay desgracias a las que me he acostumbrado de tal manera que me apena haber perdido cierta humanidad en ese aspecto. Lo que ayer te erizaba de pena la piel hoy pasa ya casi desapercibido y eso, con el paso de años, te va demonizando poco a poco hasta el punto de que a veces cuesta ver algo de ser humano en uno mismo. Sin embargo, hay días en que la vida te vuelve a hacer persona, te sacude de tal forma que vuelves a sentir hasta un punto que no creíste posible y el demonio impertérrito ante el mal ajeno se convierte en un hombre que se rompe con el dolor de los demás, que vuelve a la vida con una noticia y es ahí cuando uno siente que su alma no está tan perdida como creía. Ayer, a eso de las ocho y media de la tarde, yo volví a ser una persona frágil con lágrimas en los ojos y el corazón totalmente podrido de dolor.

"Se han identificado los cuerpos sin vida de los pequeños Rubén e Izán, de 3 y 5 años, desaparecidos en Torrent por la DANA" sería un titular ya de por sí suficiente para desgarrarte por completo. Pero, tristemente, había más: "los niños desaparecidos hace quince días cuando la fuerza del agua los arrastró mientras que su padre logró agarrarse a un árbol, donde permaneció cuatro horas".

No soy capaz, por mucho que lo intente, de poder comprender el dolor inhumano que ese hombre debió sentir durante esas cuatros horas. Me ha venido a la mente unas trescientas veces durante estas veinticuatro últimas horas lo que tuvo que soportar, lo que fue aquella sensación y la amalgama de desolación, impotencia y rabia que debió surgir en su interior. Lo imagino colgado de un árbol, empapado hasta las cejas de agua, barro y maleza, observando cómo la corriente se lleva consigo a sus dos pequeños. Lo veo llorando, bramando de rabia y de pesadumbre, enfrascado en una batalla interna entre la racionalidad que lo lleva a seguir agarrado de esa rama y un corazón maltrecho que lo anima soltarse para ir a una muerte segura en busca de sus niños. Lo veo destruido, muerto en vida, formando una diabólica contradicción entre un cuerpo que se acaba de salvar con un alma perdida que acaba de ser asesinada, que ha muerto en ese instante y que es perfectamente consciente de que jamás volverá a vivir. La imagen de los cuerpecitos perdiéndose en la oscuridad de la noche, la de sus manos soltándose, el grito seco de suplicio al hacerlo y cuatro eternas horas de soledad para recriminarse si se puedo hacer más. El tiempo pasando tan despacio que parece que jamás existió, el manto de una noche fría envolviéndolo todo, la lluvia golpeando con fuerza y el viento agitando las copas de árboles como ese mismo al que está sujeto. Si el infierno existe no creo que difiera mucho de lo que tuvo que ser esa estampa para aquel maltrecho corazón intentando salvar una vida que ya nunca más tendrá sentido.

Cuatro horas. Doscientos cuarenta minutos de terror, de una pena inmensa. El desconsuelo mezclado con el sonido de la corriente, el pavor al ver los coches chocando contra casas y árboles, el sabor del barro en la boca, el frío del ambiente acrecentándose por la ropa calada, la impotencias por bandera, la frustración de no haber podido hacer más, el odio a un Dios que te ha abandonado y se ha llevado consigo lo que más querías y tanto dolor dentro como jamás creíste que fuese posible sentir. Lo pienso, lo pienso y lo vuelvo a pensar y cada vez duele más, cada vez me hace más daño ese pavor ajeno que siento como propio y que, creo, cualquier puede hacer suyo. En todos mis años, de todas las historias que he escuchado en mi vida, no creo que haya muchas que más hayan marcado y me hayan hecho empatizar tan de cerca con un desconocido al que no pongo cara ni nombre pero al que no puedo más que intentar tratar como alguien cercano al que, ojalá, pudiera mandar fuerza en forma de palabras o de un cálido abrazo. Qué crudeza más grande, qué pena más inmensa y qué dolor incalculable causa en ocasiones la vida, tanto que ni las palabras pueden acercarte a él por mucho que uno lo intente, tanto que el despertar de un nuevo día ya no tiene sentido, tanto que una imagen te perseguirá para siempre y no te soltará jamás. Qué crudeza más grande debe ser seguir respirando sabiendo que moriste un día de lluvia donde la naturaleza te lo arrebató todo y te dejó vivo para que lo recuerdes eternamente. 

viernes, 1 de noviembre de 2024

Una gota

Supongo que todo tuvo que comenzar con una gota. Al final, si lo piensas bien, casi todo lo grande de esta vida empieza con un suspiro, con la levedad incrementándose poco a poco hasta hacerse magnífica. Una gota cayendo desde decenas de kilómetros de distancia y yendo a morir contra el parabrisas de un coche, contra las hojas de un árbol, contra el sombrero de un caballero o contra el alquitrán de algún camino recién asfaltado. Una gota.


Y luego, el infierno.


Intento ponerme en la piel de quien, de repente, comienza a ver un hilo de agua entrando por la rendija de su puerta. Corriendo, acude al cuarto de baño para coger algunas toallas que impidan el paso de la corriente pensando que pueda destrozarle la tarima, quizá la pintura de las paredes o algún mueble recién comprado pero sin imaginarse, porque quién sería capaz de hacerlo, que ese es el principio del fin, que ahí se acaba todo.


Me es imposible no sentir el pánico de esa pareja que, estando a punto de salir a recoger a los niños al colegio, se quedan sorprendidos de lo mucho que llueve. Observan, primero impactados, cómo las calles de un pueblo recóndito y repleto de quietud, se van llenando de agua poco a poco y luego, cuando el torrente de las montañas hace su aparición, el impacto pasa a ser pavor y las palabras de todos los días se transforman en rezos a un dios que parece haberte abandonado. Cómo puede cambiar tan rápido una vida, cómo puede ser la naturaleza tan cruel.



Barro y lodo, agua oscura portando consigo ramas, tierra, rocas y destruyendo todo lo que ve a su alrededor. Agua, la misma sustancia imprescindible que mantiene viva tus células es ahora la que te arranca la vida arrastrándote como un muñeco de trapo sin posibilidad alguna de hacerle frente. Fango y miedo, gritos de terror y llamadas de auxilio, pensamientos fugaces que se cruzan con un nivel que no deja de ascender, que ya casi te atrapa, del que no puedes escapar.


El pueblo del agua se ahoga y sus calles empedradas han quedado cubiertas de cieno. Las casas, arrancadas como si fuesen de paja; no queda rastro de sus fuentes, de su piscina natural, de las escalinatas que conducían a la plaza, de sus paredes blancas, sus árboles milenarios, la tenue luz de las farolas o las sonrisas de sus noches de verbena. Todo se ha perdido y tan sólo quedan el horror y la pena.


El horror de convivir con los muertos, de notar cómo el corazón se detiene con cada conteo de víctimas, con los testimonios de quien lo ha perdido todo, de quien brama de rabia porque la ayuda no llega o de quien muere de dolor porque la corriente se llevó consigo a quien más quería. 


Pena. Inmensa pena. Mensajes que encogen el alma, testimonios que hielan la sangre e historias que te vuelcan el corazón. Abuelos con el agua por las rodillas, bebés recién nacidos que no volverán a reír, muñecas repletas de barro que dan a entender que quien la portaba ya no está, padres llorando la peor de las pérdidas, hijos con la mirada perdida sin saber qué decir y tantas caras de desolación que la impotencia te abruma, que el desconsuelo se apodera de ti que el miedo te eriza la piel.


Rabia de ver a la peor calaña robando tiendas y saqueando comercios, como si no fuera poco para el autónomo que lo ha perdido todo ver cómo una panda de malnacidos le arranca de las manos lo poco que le queda. Qué curiosa es la vida y qué fácil saber, por otro lado, quién está en el lado bueno. Puentes abarrotados de gente con palas a la derecha de sus pantallas, escoria inmunda corriendo con móviles y botellas de cerveza a la izquierda. Ustedes deciden con qué se quieren quedar.


Miedo al volver a ser conscientes de la fragilidad de la vida, de lo rápido que todo puede desaparecer en un momento dado. Pavor a que tú pudieras haber sido uno de ellos y la melancolía de que los tuyos podrían estar ahí. Todas las emociones del ser humano que permanecen escondidas en la cotidianidad de los días, despiertan con toda la fuerza del mundo en situaciones como estas y te recuerdan que no eres nada y que estar aquí un segundo más es un regalo del cielo. Así que, joder, aprovéchalo. 



toda esa amalgama de sentimientos y emociones, de pensamientos y reflexiones comenzó con una gota de agua que luego pasó a ser un tifón. Pero también, con una gota empezó la esperanza de un pueblo que nunca deja a nadie atrás aunque sus gobernantes sí lo hagan. Cientos de personas desplazándose a donde el barro lo ocupa todo, a donde el agua lo abnega todo y a donde el miedo todo lo puede para dar esperanza a quien la perdió, para arrimar el hombro junto a quien ya no tiene fuerzas y para compartir con ellos lo poco que uno tiene.


Saldremos de esta, no os quepa duda… y convertiremos una gota de esperanza en una tormenta de generosidad y fraternidad como pocas veces se ha visto porque al final, como decíamos al principio, todo lo grande comienza con un suspiro, ya sea la peor de las tormentas o el más bello de los milagros. 





martes, 4 de junio de 2024

Cierra el colegio

 “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.

Será porque suelo hacerle caso a casi todo lo que Sabina reza en sus canciones, hace ya mucho, muchísimo tiempo, que no paso por el Colegio Cristo Crucificado de Elche de la Sierra. No recuerdo, sinceramente, la última vez que pisé el asfalto de su entrada ni me senté en uno de los bancos de su jardín, bebí agua de la fuente de su patio o me asomé por alguna de las cristaleras de sus clases. Sin embargo, a pesar de que los recuerdos de las últimas veces en que estuve allí permanecen borrosos como una noche de barra de bar, sigue floreciendo entre mis mejillas, cada vez que recuerdo los años de mi niñez, la sonrisa perenne de quien sabe que fue allí y no en otro lugar donde transcurrió la época más dichosa de mi vida.

El rumor de que el colegio cerraba había revoloteado por mis círculos más cercanos durante, quizá, demasiado tiempo. Hace tanto que lo vengo oyendo que creía que no ocurriría pero, una vez más, la realidad se ha adueñado de la vana esperanza que nos quedaba a todos los que amamos ese edificio de paredes blancas y maderas ocres. Así que hoy ya se puede decir que la escuela de mi infancia cierra sus puertas para siempre. Parece que ya no hay vuelta atrás.


Para todos los que somos parte de ese pequeño pueblecito del sur de Albacete es una malísima noticia. Para todos. Lo es porque tras ese anuncio todavía no oficial se cimienta una realidad que afecta a cada uno de los habitantes de esa zona despoblada y resentida: la gente no quiere (o no puede) vivir allí. No hay trabajo, no hay recursos, no hay inversiones, no hay niños y, por ende, no hay futuro. Ese horizonte negro y atemorizante se cierne cada vez con más fuerza sobre el cielo de la Sierra del Segura, uno de los lugares más cautivantes que existen en este país e incomprensiblemente uno de los menos conocidos… aunque ahora que lo pienso, quizá ese sea el inicio de todos los males.

“Cierran el colegio” es una frase que todavía soy incapaz de asimilar y únicamente me atrevo a escribir en este texto que les regalo, todavía no soy capaz de decirla en voz alta aunque ya me la haya repetido tantas veces en la mente que no sabría con exactitud cuántas han sido. Se van tantos años felices que se antoja imposible de poder resumir en tan poco espacio. Miles de tardes de balón y bocata, risas como en ninguna otra época de la vida; los primeros amores, las carreras con el kart de don Antonio, flores de las hermanas destrozadas a balonazos, veranos de globos de agua y besos a escondidas, regañinas, partes, bicis colgadas de largueros, estuches volando por las ventanas, moscardones, peleas, excursiones, goles, canastas y mochilas cargadas de tanto peso que hoy sería delito de lesa humanidad. Se van decenas de niños hechos hombres y mujeres bajo su tejado, fe ciega, amistad pura, tablas periódicas, continentes, fracciones, oraciones, notas musicales y la lección más valiosa que me enseñó toda la gente maravillosa que sentó en la mesa principal de las clases por las que pasé: que el amor de Dios es inmenso y eterno y que, por ello, el nuestro debe serlo también con los que nos rodean.

Se cierra a cal y canto una puerta negra de chapa y queda solitaria una encina centenaria que, quizá por su larga experiencia, comenzó a perder unos años atrás sus hojas por la pena de lo que sabía que se avecinaba. Se acaba el Student Book,  el olor a golosina y chocolate, las ortodoncias y el acné, las camisetas de fútbol, los cromos, las canicas, los tazos y el sonido de la campana que anunciaba el fin del recreo. Se dejarán de escuchar las risotadas de felicidad de unos niños repleto de ilusión y quedarán relevadas a un vacío melancólico que nada tiene que ver con lo que una vez fue una época extraordinaria. Qué auténtica lástima que lo que fue un recinto plagado de juventud hoy se haya convertido en un solitario paraje falto de carcajadas y gritos, de sabiduría y conocimiento, de aprendizaje de vida y de cariño por doquier.

Se cierra mi colegio y parece que esa etapa ya tan lejana se cierra hoy para mí también… si es que quedaba algún atisbo de ella. Sin embargo, los recuerdos permanecen, no hay llave alguna que pueda clausurar tantísima felicidad, no os quepa duda. Siempre habrá hueco para ellos en el corazón de los que fuimos tan afortunados de pasar por allí y se grabarán a fuego en el alma hasta el día en que nos marchemos para siempre. Porque al final, parafraseando también al Maestro: “la vida no se cuenta por minutos sino por momentos” y en ningún sitio he vivido tantos instantes increíbles como los que viví en ese colegio que me hizo el hombre que soy hoy en día y al que siempre le agradeceré la educación que me dio, los momentos que me regaló y la gente que me presentó.

domingo, 31 de marzo de 2024

Resurrección

Treinta y uno de marzo. El cielo se ha convertido en un manto grisáceo perenne, el aire se ha vuelto cada vez más gélido, las copas de los árboles se tambalean de un lado a otro y un río de agua limpia la calle desembocando, segundos después, en un alcantarillado de la plaza. Domingo de Resurrección y al chico le da por pensar de nuevo en ti, como viene haciendo cada segundo desde hace un tiempo, no demasiado, aunque ya parezca que ha transcurrido media vida. Te ve marchándote, no hace ni cinco horas, de la habitación después de sentarte en el colchón para despedirte con un delicado beso en la comisura de sus labios. Él, me cuenta, se quedó durmiendo un rato más en una cama que dejó de ser el lugar reconfortante que había sido durante todo el fin de semana porque tú ya no dormías en ella. No sabes cómo habla de ti, con qué dulzura, con qué respeto, con la vehemencia de un enamorado y la fascinación de quien ya ha descubierto que no quiere ni puede estar con nadie más. Aún permanece en su pecho el olor de tu perfume y el tacto de tu piel desnuda impregna todavía las yemas de sus dedos. Domingo de Resurrección: no sólo Dios ha vuelto a la vida, tú le has vuelto a traer de nuevo a la luz cuando parecía que todo era oscuridad.

La sonrisa que se antojaba borrada vuelve a aparecer en su rostro cuando ve la tuya, cuando te observa bailar en la cocina, cuando le embadurnas de crema la cara, te sonrojas con un piropo, te acaricia la planta de los pies o te coge la mano sin que te des cuenta. Sus ojos se vuelven vidriosos si se cruzan con los tuyos, si le arqueas una ceja o si te acurrucas en su pecho guareciéndote del frío de una primavera que parece no querer asomar todavía por el horizonte. En ellos vuelve a haber luz, vitalidad, ilusión y un cariño tan extremo como creía imposible tan sólo unas semanas antes. La gente lo nota, yo se lo he notado; ese estado de letargo, de embrujo, de cuento de hadas; la forma en que desmenuza cada detalle y el modo en que lo cuenta. No había visto tal grado de ternura en mi amigo en mucho tiempo y, estoy seguro, todo se debe a ti.


De nuevo  ha vuelto a pensar en el futuro más lejano y no se centra únicamente en lo que dura la noche. Ya no planea cómo huir de camas ajenas porque sólo quiere yacer en la tuya ni busca más cariño que el que tú le das. Me habla de ti con admiración y las palabras florecen en sus labios como pétalos de colores. Me detalla tus manos, me cuenta de un corte que te hiciste en el dedo haciendo vete tú a saber qué. Describe la textura de tu piel con tanta claridad que parece que yo mismo puedo sentirla. Me explica que te tocas mucho el pelo, que tienes la manía de impregnar con cacao tus labios, cosa que él detesta pero que, ni aún así, consigue que pueda pasar tres minutos sin besarte. Relata con tal detalle la curva que forman tus caderas que me sonroja levemente y me ha descrito ya tantos pormenores que, sin conocerte, te conozco más que a muchos conocidos. No sé qué le has hecho pero ha tenido que ser algo bueno. Muy bueno. Se le ve distinto, de un modo que, creo, nunca antes había visto. También es cierto que lo noto vulnerable y de la alegría que me da verlo así de feliz paso irremediablemente al pavor que me produce la posibilidad de que lo destruyas, porque conozco la historia de los hombres y no hay nada más peligroso que uno que se quita, por amor, la coraza que lo protegía... y, querida, créeme, de la de éste no queda rastro. Puedes hacer lo que te plazca con él, lo que te venga en gana y aunque ya le he implorado mil y una vez que vaya con cuidado él me asegura que está dispuesto a todo, que la armadura está arrancada y el corazón al descubierto para que se lo aplastes si esa es tu voluntad. Espero que no lo sea y, por eso, te escribo esta misiva en este Domingo de Resurrección: para decirte que nunca había visto tan feliz a mi amigo y para pedirte, por favor, que le dejes hacer de ti algo lo más parecidamente posible a ese estado de plenitud absoluta en que se ha introducido desde que te conoce

jueves, 8 de febrero de 2024

Calma

 “De todas las cosas que me gustaban de ella, que fueron muchas, 
lo que realmente llegó a enamorarme fue la calma que daba a un corazón, 
el mío, cansado de latir”

Recuerdo perfectamente sus palabras cuando, con el último sorbo del quinto Black Label con hielo, le pregunté qué era lo que más extrañaba de ella. Habían sido varias horas de confesiones y secretos, de chascarrillos, lágrimas, chistes e improperios y, finalmente, mis ojos lo habían visto abrirse como el pétalo de una amapola con el primer sol de marzo: cauto, ansioso y tremendamente frágil. 

Me hablaba de ella como quien lo hace de un Rembrandt o un soneto de Garcilaso, como ese madridista de bien que te describe al detalle, con pasión y detenimiento, la volea de Zidane en Glasgow desde que le llega el balón a Solari. Recordaba cada detalle y lo ampliaba hasta lo sobrenatural, dándole unos tintes mitológicos que, aunque uno sabía que eran pura ensoñación, quedaban tan bonitos que deseaba que realmente fueran ciertos.



”Me recostaba en su pecho y el mundo podía arder, ¿sabes?. El puto Nerón podría haber incendiado todas las calles de la ciudad en ese momento que nada me habría importado. Ahí me sentía en casa, cuando ella me acariciaba el pelo. Ese era mi hogar. Recuerdo cómo la acercaba a mí cuando se alejaba diez centímetros en la cama. La agarraba con fuerza hasta sentir su aliento en mi cara, como si tuviera pavor de que la oscuridad de la noche me la arrebatase. Me podía parar en seco en la calle a observarla y siempre, cada vez, me parecía más y más bonita. 
Tenía un vídeo de ella contoneándose de un lado al otro en un parque temático, esperándome mientras yo llegaba de vete tú a saber dónde, con unas botas altas y un vestido marrón ceñido, que te juro que no has visto nada igual en todos los días de tu vida. Hay un momento en él en el que se da cuenta de que la estoy grabando y sonríe de tal manera que enamoraría a cualquiera que lo viera, estuviera ciego, loco o viniese del maldito Saturno. Por eso lo borré hace ya tiempo: porque era imposible volver a verlo sin notar cómo se me quebraba el corazón.

Sus ojos se achinaban cuando sonrería, ese era otro problema. Ya podía haberte clavado un puñal en la espalda que si luego sacaba a relucir ese gesto le podías perdonar todo, incluso notando la hoja afilada rasgándote la columna. Creo que siempre ha sido consciente de su poder y por eso jugó tan bien conmigo, porque sabía desde el principio que tenía ganada la partida. 


Esa calma, macho, esa maldita calma. Me podía pasar días agarrado a ella, charlando, discutiendo incluso, que todo daba igual. Era mi cobijo, mi patria, mi templo y mi vida, llegó a ser tan importante que pensé que no habría nada más, que era imposible encontrar un sitio parecido donde guarecerme en la tempestad. Y es bastante probable que así sea. Fue el puerto, el faro, el barco y, luego, la sirena, la tormenta y las rocas. Todo. Nunca me he sentido tan en paz entre unos labios, nunca nadie me besó de tal forma que el tiempo pareciese detenerse y, creo, que lo hacía tan bien que desde que se fue el reloj no ha echado a andar aunque haga ya tanto de aquello que parezca que jamás ocurrió. Probablemente - dijo mientras tomaba el último sorbo antes de ponerse el abrigo y salir tambaleándose por la puerta hacia su casa - no mereciera que la quisiese tanto, pero ha valido la pena cada segundo de amor por haber disfrutado de una calma que, estoy seguro, jamás volveré a tener”.

miércoles, 24 de enero de 2024

Todo esto era campo

 “Sólo un loco celebra que cumple años”

Óscar Wilde


Treinta y siete. Es que es feo hasta el número. 
Con el sabor a amoxicilina e Ibuprofeno en la boca llegaron las doce de la noche. Supongo que una de las cosas que tiene ser ya un maldito viejo es, inevitablemente, enfermar con más asiduidad de lo que se hacía antes. No contento con una gripe que me mantuvo en la cama durante dos días no hace ni dos semanas, ahora han aflorado en mi garganta esas placas que de vez en cuando vienen a visitarme y consiguen hacerme sudar como si estuviese corriendo una media maratón. 

Estos días de reposo y caldo, de edredón y medicinas, me han servido, por otro lado, para volver a reflexionar, para llegar a ese punto de pausa y vista atrás que siempre me dan los últimos coletazos de enero antes, durante y después de que llegue el veinticinco. Y de todos esos pensamientos sale una agradable conclusión: cuantísima vida ha habido en estos treinta y siete y, joder, qué suerte la mía.

Cuento con los dedos de una mano las capitales europeas que me quedan por visitar y pierdo la cuenta de la cantidad de besos recibidos. Tantas noches de pasión como a muchos les seria imposible imaginar. Vino tinto, cerveza fría, migas, whisky, ron con miel; carmín en los cuellos de las camisas, aire puro invadiendo mi ser, paisajes de película y paseos entre kilómetros de quietud, naturaleza, canto de jilgueros y arroyos de agua cristalina. Playas de arena blanca, sonrisas que dejaban sin aliento, ojos claros, pieles oscuras, adrenalina, música clásica, silencio y paz. Reír hasta derramar lágrimas y llorar tanto que los ojos me cambiaron de color. Querer con tanta fuerza que arde el corazón, amar sobre todas las cosas porque uno ha comprendido que una vida sin amor es tan insulsa que no merece la pena ser vivida. 


Millones de páginas leídas, cientos de folios emborronados, miles de horas de cine, noches sin dormir, mañanas de resaca y tardes de abrazos, mimos y palomitas de maíz. El recuerdo eterno de ocho Copas de Europa… y todo lo que conllevaron. Recuerdos. Imagino que otra de las cosas de la vejez es que tu subconsciente trata de olvidar los malos y únicamente te acuerdas de aquellos que te hicieron tan feliz que no puedes evitar sacar a relucir esa otra frase de anciano que reza eso de
“cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y la verdad es que si, fueron muy buenos…para qué lo vamos a negar. 

El olor a regaliz y coche nuevo de papá, el sonido de la pelota rebotando contra la pared, el de la lluvia chocando contra los cristales del aula mientras mi cabeza viajaba a una distancia sideral de allí. Los veranos de piscina y parque, los inviernos de recreativos y pub; los amigos que se fueron y aquellos que llevas tan dentro de ti que ni un ciclón te los puede arrebatar. Amor. Tanto amor como le es posible albergar a un ser humano que cree en él desde que tiene uso de razón aunque haya veces en que cuanto más lo ansía más lejos se lo pone Dios. Pero también estos últimos meses de reflexión me han regalado otra conclusión al respecto: “quien disfruta de su soledad elige mejor su compañía y quien no puede estar solo elige cualquier cosa por desesperación. No se pierde lo que no tuviste, no se mantiene lo que no es tuyo y no puedes aferrarte a algo que no quiere quedarse”.  

Treinta y siete años atrás este veinticinco de enero. Hemos vivido plenamente una vida maravillosa y sólo queda dar gracias por ello. Por quien vino a enamorarte y se marchó un buen día sin avisar, por quien sí se quedó incluso en los momentos malos, por el abrazo incondicional de quien siempre está ahí y por tantos y tantos que te decepcionaron. Por todos ellos alzo mi copa porque si algo he aprendido en todo este tiempo es que se necesitan días de lluvia para poder disfrutar de los de sol y cielos azules. Gracias por todo lo vivido y seguiremos exprimiendo la vida como la misma vida nos deje hacerlo. 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Pero no quiero

No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. 
Puedo vivir sin ti…
pero no quiero”

Fueron dos toques de nudillo en la puerta de la casa de Mark Ruffalo (Jeff en Dicen por ahí) los que le llevaron a darse de bruces con una Jennifer Aniston (Sarah) derruida, triste hasta la extenuación y con unos ojos henchidos de llorar que me recordaron mucho al amigo sobre el que va esta historia. Mark la dejó entrar, evidentemente, y comenzaron a recriminarse todo lo malo que había habido entre ellos, que era mucho. Es curioso que, casi siempre que una relación no avanza, hay que explotar para volver a recomponerla o, quizá, para decir lo que llevamos tan adentro que de cualquier otra forma es casi imposible sacar fuera de ti. Y ella, con el corazón destrozado, el alma partida y la voz temblorosa, le dice la frase que encabeza este texto y que me parece tan impresionante como para pararme a pensar sobre ella y, por qué no, darle forma a la idea recordando aquel tipo de ojos verdosos que un día me contó su historia. Una historia que narró, más o menos, así:


Puedo vivir sin ti, no te quepa duda. Nadie se muere de amor, a nadie se le parte el corazón más que de forma metafórica y ni mi aorta ni mi cava quedarán taponadas por la tristeza. Mañana, Dios mediante, seguiré respirando, mi rutina diaria no variará en exceso, mis obligaciones estarán ahí y, con el paso de los días, las lágrimas provocadas por tu partida se convertirán únicamente en pena. Después, al cabo de unas semanas, en un nudo en el estómago; más tarde en melancolía, luego en resentimiento y, por último, en un recuerdo borroso que será taponado por otros besos perdidos bajo algún edredón de pluma. En definitiva: No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. Puedo vivir sin ti…

…Pero no quiero. 

No quiero imaginar un futuro en el que no sea tu boca la última que bese antes de irme a dormir. No quiero otras manos que me acaricien el pelo ni otros ojos que me miren con la dulzura de una niña después de sudar como adultos. No quiero discusiones con nadie más que contigo porque me he dado cuenta que prefiero discutir contigo a hacer el amor con cualquier otra. No quiero nuevas primeras citas, no quiero el nerviosismo del primer beso ni conocer la película o el color favorito de nadie más; quiero saberlo todo de ti, quiero que llegue el punto en que nos comuniquemos con una mirada y quiero discutir tan violentamente que, luego, cuando todo pase, que pasará, no quede otra opción que perdonarnos de la manera más pasional posible. No quiero inventarle apelativos a otra mujer ni olvidarme del sabor de tus labios, no quiero planes en los que no aparezcas ni un futuro sin ti, arremangada a mi lado. No quiero pasarme el resto de mi vida pensando lo bonito que pudo ser algo que jamás comenzó ni lo estúpidos que fuimos por no intentarlo, por no darnos la oportunidad que merecíamos pero que, por miedo, nunca sucedió. No quiero quedarme con la duda porque no hay nada peor en esta vida que no poder pasar página por un renglón incompleto. No quiero perderte sin tener la seguridad de que no eres tú la que está destinada a pasar el resto de los dias que me queden deambulando por aquí a mi lado. No quiero dejar ir a quien me hizo tan feliz como no soy capaz de alcanzar a recordar. 

“¿Y si ella sí quiere?” - le pregunté yo.

- “Entonces me marcharé con la conciencia tranquila porque yo sí lo intenté todo, absolutamente todo… y esa es la única manera que existe para no regresar jamás”. 

lunes, 11 de diciembre de 2023

Un corazón podrido de latir

“A este ruido, tan huérfano de padre
no voy a permitirle que taladre
un corazón, podrido de latir
este pez ya no muere por tu boca
este loco se va con otra loca
estos ojos no lloran más por ti”.


Qué bonitos tenía los ojos cuando lloraba. Era una cosa que siempre le había causado honda impresión de sí mismo cuando se bañaba entre lágrimas y dolor, cosa que, por suerte, no solía ocurrir cada poco tiempo. Se le aclaraba más de lo normal y con una facilidad pasmosa la suave línea verdosa que cerraba su iris por la parte inferior, tornándose de un azul claro, casi cristalino. Cuanto más fea se ponía su alma, más bonitos lo hacían sus ojos. Una de tantas contradicciones de la vida, supuso.

Encontró de nuevo consuelo en un vaso de whisky con hielo y en la tinta de un bolígrafo emborronando la hoja del calendario de noviembre que aún nadie había arrancado de la pared. “Qué solo está uno” - pensó - “cuando a mediados de diciembre todavía quedan vestigios de un mes que hace tanto que terminó”.


Lloraba de pena, de una de esas que te anudan el corazón. Lo hacía intermitentemente y a diferente ritmo e intensidad. Rezaba en voz alta para que ese Dios todopoderoso en el que tan fervientemente creía le ayudase pronto a pasar el mal trago y secase cuanto antes sus ojos y ese corazón, que diría el poeta, “podrido de latir”. Había vuelto a cometer un fallo garrafal que, cada media década más o menos, se producía. Había vuelto a abrirse de la única forma que acostumbraba en las contadísimas ocasiones en que lo hacía: de par en par. Y la cosa no había acabado muy bien. De nuevo vislumbró un futuro con hamacas y niños correteando, con peleas por quién pondría la música en el coche, por veranos de piscina e inviernos de migas jugando a cualquier juego de mesa; por guerras bajo las sábanas y tantos besos como su boca fuese capaz de producir. Había pensado en un salón repleto de gente en Navidad, en conversaciones hasta el amanecer, en orgullo mutuo y amor eterno, en confianza y respeto, en encontrar a esa mejor amiga con la que compartir lo poco que tenía y crecer junto a ella hasta el final de sus días. Había vuelto, en definitiva, a hacer lo único que nunca debería hacer un hombre que peca de romántico y que vive el amor con tanta intensidad: enamorarse. 

Y todo, claro, se había ido al traste.

Se fue la primera tarde que ella le dijo que no sentía lo mismo pero él se empeñó en no creerla. “Cambiará” - se dijo para sí - “haré que cambie”. Pero no lo consiguió. Nunca entendió que él no era suficiente y que, cuado no eres suficiente para alguien, la batalla está perdida de antemano. No fueron suficientes sus besos cálidos ni sus abrazos largos, estrecharla junto a sí con la fuerza de un tifón pidiéndole al oído que, por favor, no se alejase ni un milímetro. No bastó intentar asentar desde el principio los tres pilares en lo que toda relación sana ha de basarse: respeto, sinceridad y amor. No alcanzaron los viajes a castillos centenarios ni las copas de vino, ni las palabras bonitas ni las caricias, ni los secretos ni la promesa de que haría todo lo posible para estar junto a ella cuanto antes. No sirvió darlo todo por la sencilla razón de que ella jamás quiso recibir nada. No fue suficiente volver a querer tanto tiempo después ni hacérselo saber, ni esforzarse por cumplir lo que pedía, ni los planes futuros ni los momentos presentes. Simplemente no bastó.

Y en ese momento de pena intensa y dolor punzante decidió que cumpliría la última promesa que le faltaba: dejar un recuerdo de todo lo que le hizo sentir, que fue tan grande como el mismo mundo. Siempre quedarán guardados en su mente sus dos ojos achinándose al sonreír, la dulzura con la que le acariciaba el pelo cuando se recostaba en su pecho, sus labios, sus manos, la forma en que se apartaba cuando le rozaba el ombligo o esa mirada que le atravesaba el puto corazón cada vez que se quedaba fija en la suya. Quedará grabado a fuego el recuerdo de los abrazos largos, de las carantoñas, de ese nombre de cuatro letras que inventó para ella y que algún afortunado hará suyo en no mucho tiempo. Permanecerá en la retina un futuro que no existió porque cuando uno no está dispuesto a intentar amar ningún amor es posible y porque el rechazo duele, pero lo que mata cualquier cosa mínimamente salvable, mínimamente importante en este mundo es la indiferencia. Así que él, que había vivido los días más felices en mucho tiempo, se juró que no sería indiferente con alguien que lo había hecho tan dichoso y con la mano manchada de tinta azul terminó de garabatear una hoja de calendario homenajeando a quien le volvió a abrir el corazón aunque luego, involuntariamente, lo derruyese como un castillo de naipes. No era el momento o simplemente no era él, quien sabe; lo que sí tenia claro es que el cielo le había obsequiado con un regalo de nombre de canción, mirada de otro mundo y que lo había hecho tan feliz como a duras penas alcanzaba a recordar. Así que en el silencio de una noche de diciembre, siempre diciembre, le dio las gracias por todo lo bueno y se disculpó por no haber sido suficientemente para lo que ella merecía.



lunes, 23 de octubre de 2023

Recuerdo aquella noche…

“I am not the only traveler

Who has not repaid his debt

I've been searching for a trail to follow again

Take me back to the night we met”


Nueve años después de prometer encontrarse en Viena y faltar a su palabra, Ethan Hawke le decía, henchido de amor y nostalgia a Julie Delpy en Antes del Amanecer, una de las frases más bonitas que he escuchado nunca frente a una pantalla: “recuerdo la noche que nos conocimos mejor que algunos años de mi vida”.


A mí me pasa exactamente lo mismo.


Recuerdo un pasillo largo que se extendía de este a oeste en un descampado casi deshabitado del sureste peninsular. El silencio lo copaba casi todo pues las horas a la que sucedieron los hechos eran altas y, al día siguiente, la gente responsable madrugaba para afrontar con fuerza su rutina diaria. Yo no era demasiado responsable por aquel entonces y venía de esconder cebollas en una de las habitaciones que solía frecuentar en el que fue, a todas luces, uno de los mejores años de mi vida en una de las mejores ciudades de cuantas he conocido. 



El silencio, repito, se hacía prácticamente total. Llegaba sudoroso, extasiado y con el corazón a mil revoluciones después de huir del pobre diablo que había sufrido la ira de un universitario aburrido, con todo el tiempo del mundo en su maleta y la desfachatez de quien conoció la vergüenza muy temprano pero la abandonó a su suerte poco después. No había nadie en aquel pasillo, nadie excepto ella.

Podría enunciar cada detalle del cuadro con tanta veracidad, con tal fehaciente precisión que, a día de hoy, me sigue maravillando que mi mente sea capaz de rememorar así la escena. Me cuesta recordar qué comí ayer y, sin embargo, mi cabeza tiene tan grabado a fuego todos los detalles de la escena que podría recomponer, sin ayuda ninguna, durante los treinta segundos que duró. Así que empecemos:


Comenzaba a hacer frío en una ciudad donde casi nunca lo hace. La luna brillaba con fuerza en un cuarto creciente precioso y un manto de estrellas acompañaban la postal. Las chicharras habían dejado de cantar pocos días antes, así que afuera reinaba la quietud interrumpida, de vez en cuando, por el sonido de algún vehículo despistado que surcaba ese asfalto enfriado por la noche. La vi aparecer a lo lejos, cruzándose en mi vida por obra y gracia de Dios, algo que tengo tan por seguro que nadie me podrá hacer cambiar de idea jamás. Sólo pudo ser un ser celestial, omnipotente y todopoderoso el que hizo aparecer a quien consiguió arrancarme el corazón y no devolvérmelo jamás.


Vestía de rosa, un color que, curiosamente casi nunca utilizó después. Su melena castaña caía un poco más abajo de sus hombros y sus piernas delicadas se entrecruzaban a cada paso con la elegancia de un felino. El ruido de sus zapatillas deportiva se mecía en el ambiente a cada paso mientras la suela de goma se agarraba a unas baldosas sucias y amarillentas. Nos miramos a lo lejos y ella esquivó pronto la mirada. Nos fuimos acercando el uno al otro después sin saber, sin tener la menor idea, de que era el primer momento del resto de nuestra vida. Segundo más tarde, sacó del bolsillo la llave de la habitación y la introdujo en el bombín justo en el momento en que nos cruzamos. Nos saludamos con un ‘hola’ mutuo, seco, formal y yo seguí de largo, maravillándome con su belleza de inmediato, con esa cara risueña, con esos ojos verdes, con esa piel tostada y con esa sensualidad que pocas veces he vuelto a ver jamás. No sé si ella me vio alejarme, sin tan siquiera se fijó en mí después, lo que sí tengo claro es que, meses más tarde, surgió una pasión tal que no creo posible que mi corazón vuelva a experimentar jamás. Nos quisimos tanto que, a veces, me entristece; y lo hace porque me destroza saber que no volverá a ocurrir nada parecido, que pasarán cincuenta, sesenta o setenta años y seguiré comparando todo mi amor con algo que fue excelso, irreal, místico y, tristemente, efímero. Y aunque probablemente la hice más perfecta con el tiempo de lo que jamás fue el castigo que ese mismo Dios me propinó por hacerme tan feliz como sólo se puede ser en las películas, fue recordarme cada día de lo que me quede entre ustedes que nunca, jamás, volveré a amar igual.