Sus ojos verdes se clavaron en
los míos una noche fría de invierno… y no se terminaron de marchar jamás.
Acompañaba su mirada con una
sonrisa tibia, tímida y, por momentos, guarecida bajo la manta que nos cubría a
los dos. Sus ojos verdes me miraban y los míos no podían hacer otra cosa que
mirarlos, como dos esclavos presos de su amo o dos luceros que giran alrededor
del astro rey. Ellos, mis ojos, se quedaron durante horas petrificados cuando
los alcanzaban los suyos, hechizados por la magia de un verde aceituna que los
embrujaba con un conjuro más fuerte de lo que jamás había conocido antes y
nunca más conocería después. Luego, un segundo más tarde del primer contacto, ella entornó los suyos suave y delicadamente esperando un beso que, por supuesto, no tardó
en llegar. Mis labios rozaron los suyos, acompasados por un éxtasis que me
hacía querer atraerla lenta e irremediablemente hacia mí, como si alguien allá
afuera pudiera robármela, llevársela sin que me diese cuenta para no volver a
traérmela jamás. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a dejar que
ocurriese.
Sin embargo, nadie tocó la puerta
esa noche para reclamarla como propia y yo aproveché la ocasión para hacerla
mía para toda la eternidad. Guerreé con su boca y ella lo hizo con la mía hasta que los
primeros rayos de sol de la mañana nos encontraron desnudos en la habitación.
Sus mejillas se enrojecían, su piel aumentaba de temperatura y sus ojos, sus
preciosos ojos verdes, se entreabrían de vez en cuando como queriendo
asegurarse de que todo aquello no era un sueño y de que, tal y como le había
prometido, el engaño se había consumado y era tan real como el frío invierno
que golpeaba con vientos huracanados y copos de nieve tras la ventana.
Y así, entre caricias, abrazos y
el tacto de su pelo dorado enredándose en mis manos, con el brillo de su mirada
dando luz a un alma opacada por la oscuridad, nos cogió el alba por sorpresa. Y
el calor se convirtió en frío y la luna dejó paso al sol, y mis sábanas
quedaron huérfanas y mudas esperando de nuevo a unos ojos que quizá nunca
debieron llegar pero que, como les decía al principio, una vez arribaron no
se terminaron de marchar jamás.