Entró al bar acaparando todas las
miradas, como siempre había ocurrido desde que él podía recordar. Taconeaba firme,
decidida y con la vista fija en la mesa donde la esperaban, como queriendo
evadirse de los ojos de los curiosos, de los pensamientos libidinosos a los que
ya estaba más que acostumbrada y que parecía que no terminaban de agradarla del
todo.
Llevaba un vestido azul que se
ceñía a su cuerpo de una manera tal que era imposible apartar los ojos de una
silueta que se contoneaba con una distinción nata, con esa mezcla de
naturalidad y sensualidad sólo al alcance de unas pocas. La tela se estrechaba
desde la cima de la rodilla y casi se podía atisbar el tacto de su piel, o al menos eso desearon las dos docenas de hombres que la devoraron con la mirada en aquel restaurante. Incluido él, por supuesto.
Se sentó en una mesa lejana pero
sus ojos no pararon de mirarla en todo momento, desgranando cada detalle de ese
espectáculo que acababa de transformar una noche más en el principio de todas
sus noches, de todos sus días, de cualquier relato que pudiera empezar después.
Sus ojos irradiaban elegancia y
brillaban bajo los focos con una magnificencia que dejaba pocas dudas al
espectador de la naturaleza señorial de lo que él recordaba como una chica que,
de repente, se hizo mujer en algún lugar lejano y sin que se diese cuenta. Sus labios se humedecían de vez en cuando en el vino de una copa que no
se terminaba de vaciar jamás. Sus manos, frágiles como las de una niña, se
entrelazaban nerviosas de un lado al otro sin saber dónde parar. Su cuerpo se
mecía pausando el tiempo, como si de un diapasón se tratase, hacia adelante y
hacia atrás, acompañando el ritmo del tintineo de cubiertos o de las risotadas
de un grupo de amigos que volvía a reencontrarse una vez más. Sobre ella se
escribía la partitura de la velada, cada nota sonaba a su alrededor, cada
compás empezaba y terminaba en su vestido azul.
El chico estuvo tentado de pedir
un bolígrafo al camarero para inmortalizar sobre papel todos los detalles de la
escena, pero pronto cambió de opinión. Comprendió que no era necesario, que la
trascendencia de aquel instante quedaría manchada por la tinta y que las palabras,
aunque fueran conducidas por la inspiración colosal del momento, no podrían
compararse a lo que su mente, días después, magnificaría para su deleite
personal. Así que prefirió no perder el tiempo entre versos, palabras o figuras retóricas y siguió
allí exprimiendo cada detalle de una postal que, más pronto que tarde, debía
llegar a su fin.
Y, finalmente, ella se marchó.
No sin antes volver a acaparar
los piropos mudos que un ejército de hombres parecieron querer gritar pero que, al final, quedaron en
el tintero para jamás ver la luz. Él, por su parte, siguió bebiendo durante
toda la noche sin dejar escapar la imagen de ese vestido azul que entró en
tropel en su vida y se negó a volver a salir. Porque siempre le quedaría eso:
la encomiable tarea de encontrar las palabras adecuadas para dejar constancia
que, de vez en cuando, aparece de entre la nada una mujer que te deja sin
aliento, que te eriza la piel, que es capaz de hacer que una inspiración que
parecía dilapidada vuelva a resurgir como la lava de un volcán. Y para eso, queridos amigos, para que una noche más se convirtiera en el principio de todas las noches, sólo hizo falta un sonrisa preciosa, unos ojos que te atrapan y un cuerpo de locura encerrado bajo llave en las entrañas de un bonito vestido azul.