Los cielos nacen y mueren encapotados
y casi no se ve la luz del sol entre tanta nube gris. El agua ya no es cristalina
en la piscina y apenas se observa gente tumbada en el césped. Los bares siguen
abarrotados por las noches, de lunes a domingo, por románticos que se niegan a
creer que todo esto vaya a terminar. La cerveza sigue fluyendo por los grifos
helados y las copas chocan entre sí brindando por los que vinieron de lejos,
por los que acaban de llegar y, sobre todo, por los que ya no están. Las gafas
de sol se guardan en la guantera de los coches y las sonrisas parecen
esconderse también porque, a la vuelta de la esquina, la dicha y la alegría se
tornan monotonía, frío y tristeza de nuevo.
Me indigna profundamente que haya
gente que no piense que el verano es la época más feliz del año. Yo, siempre
que tengo que defenderlo, me limito a decir lo mismo: cerveza, pieles morenas y
desnudas, sol y calor corporal, ¿qué más le puedes pedir a la vida? A mí no se
me ocurre nada. Pero es que, además, están las palmeras de la playa, los
chiringuitos, las verbenas y los amaneceres en lugares insospechados. La fruta
fresca y el bar, los amigos que están lejos y, de repente, vienen a pasar unos
días contigo. El levantarse tarde y el dormirse más tarde aún; los primeros
besos y los que no volverán, los errores más maravillosos de tu vida y la sensación
única de que el día que estás viviendo no se volverá a repetir. El verano es
como una fiesta que no termina… aunque ya quede poco para que llegue a su fin.
Se acaban los pantalones cortos y
las camisas de lino, las bermudas y el acento inglés en la costa. Se acaban,
gracias a Dios, las camisas de manga corta y los pantalones pirata, pero se van
con ellos el contraste de ese pelo dorado que se tiñe de blanco, con el de tus
muslos oscurecidos por los rayos de sol, y eso es demasiado bonito como para
dejarlo ir sin llorar un poquito. Se acaba, hasta el año que viene, los platos
de caracoles y las guirnaldas en los balcones de la plaza, las sandalias y las
uñas de colores chillones, las señoronas tomando el fresco en las puertas de
las casas y los niños buscando su primer beso escondidos en lo más recóndito
del parque. Se acaban los mojitos, el mercado de fichajes, la necesidad
apremiante de besarnos a cada instante y el olor a felicidad constante. Se
acaba el verano y con él se terminan dos meses donde todo irradia luz, donde se
escucha música a todas horas y donde el mundo parece menos oscuro y un poquito
mejor lugar para estar. Se termina el verano y volvemos a la época de lluvias,
abrigos y noches largas y repletas de oscuridad; de anocheceres a las seis de
la tarde, el frío, los abrigos de pluma sintética y las bufandas. Se va
marchando agosto y nadie lo puede detener, apenas tres tristes días para
convencerlo, aunque me parece que hay pocas posibilidades de ello. Nos
tendremos que conformar con lo que nos deja cada año: un puñado de buenos
recuerdos que siempre quedarán presentes y que, como pasa casi siempre, serán
mucho mejor con los años de lo que lo fueron ayer.