El calor irrumpe en cada rincón
de la vieja Europa y los rayos de sol pegan con toda su fuerza en los tejados
de las casas y sobre los campos de trigo. El cielo es más azul y los
termómetros están al borde del colapso. Mientras todo eso ocurre, las gotas de
sudor empapan las sábanas de una cama triste, mustia y abandonada por un
amor que, en alguna ocasión no tan lejana, se hacía patente en ella con la
fuerza de un tifón.
No había estaciones en ese tiempo pretérito porque no había
ni horas, ni días, meses o minutos, sólo estábamos ella y yo, como parecía que
siempre había sido y siempre, por los siglos de los siglos, iba a seguir
siendo. Lástima que la vida no te deje siempre elegir cómo acaban las historias,
lástima que todos los veintisiete de junio lo tenga que recordar.
Ahora todo ha cambiado aunque,
contradictoriamente, todo siga igual. El mismo armario de pino y la misma mesa
adornan esa habitación que tantas caricias vio, que tantos besos escuchó y de
la que tantas y tantas noches de pasión fue testigo. La pared sigue blanca, a
la ventana le cuesta cerrarse como antaño y la maldita cisterna del baño sigue
dejando escapar el agua. “A ver si la arreglo de una puta vez”, repito una noche tras otra… pero al final jamás lo hago porque quizá, y sólo quizá,
ese ruido que tanto aborrece sea ya lo único que me queda de ella.
Todo sigue igual que cuando
aquella mujer de ojos verdes y piel oscura moraba por aquí, sin embargo, ya
nada es lo mismo. Su ropa no puebla el armario ni su fragancia se huele en los
pasillos. Aquellos zapatos talla treinta y ocho de Zara hace tiempo que
desaparecieron como lo hizo ella en una fría noche de diciembre: para no volver
nunca más. Ya no queda rastro de sus vestidos ni del maquillaje o el secador
del pelo, ni del cepillo de dientes rosa o las manchas de carmín en mis labios.
Ya no hay baños de espuma en el cuarto de aseo, ni copas de vino ni sonrisas
cómplices. Ya nadie me dice que me levante a cerrar la ventana porque la
despierta el frío de la mañana, ni me pide por favor que la abrace porque si no
es imposible dormir. Todo quedó tan lejano que seguro que ella, este
veintisiete de junio, no se acuerda de nada aunque yo no pueda pensar en nada
más. Y esa es, probablemente, la peor condena a la que estoy sometido durante el
resto de los días de mi vida y, muy especialmente, los días como hoy: a
rememorar los mejores años que tuve, el tiempo en que mi corazón con más
fuerza retumbó, los meses y los días más felices y la forma en que todo se
terminó. Roma nunca volverá a ser la capital de Italia ni yo un simple
enamorado más, porque al final los recuerdos te transforman el alma y el amor
que se fue, aquel que fue tan grande que tu pecho a duras penas lo soportaba, te
hizo un hombre nuevo aunque infinitamente peor.