La besaba tan bien que ella tardó un buen rato en darse cuenta de que
la estaba desnudando. Cuando se percató de que sus manos ya habían desabrochado
dos de los tres botones de su vaquero, pensó que era demasiado tarde como para
resistirse. Así que se dejó llevar. Y no se arrepintió.
Sus lenguas guerreaban en una batalla sin cuartel que únicamente se
detenía cuando él, de vez en cuando, abandonaba la boca para comenzar a besarle
el cuello con una dulzura inusitada. Mientras ella se relamía como una gata, él
se deslizaba por debajo de la camiseta y la apretaba con pujanza contra sí,
intentando despertar una llama que, sin saberlo, hacía ya tiempo que había
prendido con fervor bajo la piel de una amante que dejó de lado la mesura y la
compostura para volverse fiera, salvaje y, por minutos, totalmente irracional.
Ella gemía y se retorcía como un muelle a punto de saltar sobre su eje,
estrujando con fuerza los dedos de sus pies y acariciando la cabellera de un
hombre que, poco a poco, iba descendiendo más y más hacia el instante donde
tendría que desprender con su boca la traba en forma de botón que suponía
la última barrera para dos seres que ardían por dentro y por fuera y que
buscaban desquitarse de cualquier prenda de vestir para aliviar ese calor
sofocante que los atenazaba. Aunque probablemente sólo conseguirían lo
contrario.
Las camisas volaron por los aires y los pantalones se perdieron entre
las sábanas antes de que el primer suspiro de pasión se hiciese ensordecedor en
el cuarto. Los cristales, empañados; las sábanas, húmedas; los amantes,
excitados. Y toda una noche para hacer realidad cualquier fantasía imaginable.
El sudor comenzaba a supurar por los poros y, por un momento, el radiador
que había calentado la habitación horas antes se antojó inservible. Los dedos
resbalaban por unas pieles que, a pesar de la temperatura casi hiriente del
cuarto, conseguían erizarse como si estuvieran bajo cero. Los besos se hacían
eternos y las bocas recorrían cada centímetro de sus anatomías, cada milímetro
de sus seres, cada recodo de un terreno vasto y por explorar. El aliento de uno
se mezclaba con el del otro y el segundo se lo devolvía a la primera de nuevo.
El vino aún manchaba los labios de ambos y, cuando no era así, la botella, que
se encontraba semi desnuda y casi vacía en la mesita, los volvía a embarrar del
néctar que los había hecho fluir de pasión como tantas veces sucedió antes y
tantas otras sucedería después. Y así pasaron unas horas que se convirtieron en
minutos como por arte de magia.
La mañana los cogió desnudos y el sol bañó con su luz una despedida
mucho más mustia que la escena que la luna había visto tiempo atrás. Ella se
marchó por la puerta mientras él quedó exhausto sobre el colchón. Se miraron
por última vez jurándose, curiosamente sin decir nada, que no sería la última.
Había demasiado que explicar y muy pocas palabras, había demasiado que gritar
sin un hilo de voz, demasiado que sentir con tan poco corazón, demasiado que
vivir y tan poca vida pero, sobre todo y ante todo, quedaba todavía muchísimo
por disfrutar y para eso, a buen seguro, sí que habría tiempo. Todo el del mundo, toda una vida... y mucho más.