lunes, 22 de febrero de 2016

Cuando ella bailaba

Cuando ella bailaba el mundo se ralentizaba. Uno perdía la noción del tiempo, de la realidad, de lo que era onírico o tangible, verdadero o falso. Las horas no pasaban, los minutos se hacían años y uno quería quedarse allí por todos y cada uno de los que le quedasen por delante. Cuando ella bailaba las agujas se movían más lento, el tiempo parecía detenerse, la vida merecía la pena y sus piernas se convertían en tu condena.


Cuando ella bailaba la temperatura ascendía. Entrecerraba los ojos y dejaba volar sus caderas con las sensualidad de una tigresa paseando por en medio de una selva de acólitos perdiendo la cabeza por ella. La recuerdo meciéndose como una cuna, abrazada a una copa de vino en el centro del salón, olvidándose de los ojos libidinosos de todo aquel que la miraba. Cuando ella bailaba los grados se incrementaban, el invierno más crudo se convertía en una noche de verano, el hielo se derretía y el fuego todo, absolutamente todo, lo envolvía.

Cuando ella bailaba los hombres enloquecían. La observaban desde todos los puntos de vista: de arriba abajo, de norte a sur y de este a oeste. Se perdían en ensoñaciones eróticas y en fantasías acaloradas. Imaginaban un beso suyo, una caricia de sus manos, el sabor de su lengua en la boca, el tacto de su piel muriendo en las suyas. Cuando ella bailaba la gente soñaba, las mentes echaban a volar, los subconscientes creaban historias de pasión. Cuando ella bailaba el mundo se convertía en un lugar mejor.

Cuando ella bailaba a mí me daba por escribir. La recordaba con su vestido azul marino cayéndole por debajo de las rodillas y cincelando su cuerpo a la luz del neón, subida en esos tacones finos que parecían pegados al suelo. Sus labios rojos se marcaban en la copa de cristal y sus ojos verdes, de vez en cuando, lo hacían a fuego en los míos. Su pelo dorado cayendo sobre sus hombros, su espalda al aire y sus uñas sin pintar, su boca esperando la mía, y la mía muriéndose por dejarse besar. 
Cuando ella bailaba destrozaba corazones, abría heridas y cerraba noches frías, volvía locos a todos con cientos de fantasías, pero aunque ella bailase para todos, yo sabía que ella... era solamente mía.

domingo, 14 de febrero de 2016

Love Story y San Valentín

La frase más rotundamente falsa sobre el amor que he oído en mi vida se la escuché a Ali MacGraw en Love Story. Ella, entre lágrimas, le recrimina a Ryan O’Neal que le pida perdón: “el amor es no tener que decir nunca lo siento” sentenciaba aquella morena de ojos verdes que un día enamoró a medio mundo. Pero, como digo, nada más alejado de la realidad.


El amor es todo lo contrario, es decir siempre ‘lo siento’. Siempre. Incluso, en ocasiones, cuando llevas la razón. No cabe el egoísmo o la soberbia en un sentimiento tan puro como es el amor. Es precisamente la generosidad del que lo da todo sin recibir nada a cambio la piedra angular donde se sustenta cualquier relación amorosa. Entregarle todo a alguien aún a riesgo de que te lo robe y se marche a otro lugar. Regalarle tu cuerpo y tu alma a una persona para que haga con ellas lo que quiera, lo que le venga en gana. Olvidarte de ti para concentrarte en ella. Dejar, en definitiva, de ser tú para pasar a formar un ‘nosotros’. Enamorarte de alguien es el gesto más generoso de cuantos puede realizar el ser humano y es por eso por lo que es, sin duda alguna, el motor de la vida y la única razón de toda existencia.

Vivimos en una sociedad que se avergüenza cada vez más del amor, de ese amor romántico de película que intentamos dilapidar de nuestras vidas porque (hasta dónde habremos llegado, madre del amor hermoso) lo consideramos inapropiado. “Yo celebro San Valentín todos los días, no el 14 de febrero” es la frase que te apostillarán en cualquier bar de este desdichado país en los días posteriores y anteriores a la fecha actual. “Mira, tú lo que eres es gilipollas” creo que es la contestación más adecuada a semejante chorrada. Porque no, esa gente, que son los mismos que odian la navidad por ‘falsa’, no demuestran su amor ningún otro día o derrochan bondad durante otra época del año. Esa masa de anormalizados se encarga ya no sólo de aplacar sus propios sentimientos sino también de intentar humillar a los demás por tenerlos y creo, sinceramente, que el que es capaz de joderle la ilusión a otro es incapaz de demostrar cualquier expresión de afecto. San Valentín es malo por hortera, no por ser el día en que aprovechas una fecha para decirle a la mujer que amas cuánto la quieres o lo bonita que está.

Que el amor se demuestra a diario es una obviedad tan abrumadora que debería estar penado ir recordándolo cada 14 de febrero. Sin embargo, que haya un día para conmemorar el amor me parece tan maravilloso como que haya otro para hacerlo con las enfermedades raras, el cáncer, la amistad o la labor de las mujeres en la sociedad. Es un día para salir a cenar o quedarte en el sofá viendo una película, un día para regalar un detalle o no hacerlo, para tomarlo por especial o que únicamente te sirva para tener la excusa para desnudarla y llevártela a la cama, pero es una fecha que a este mundo tan repleto de odio, ruindad y malas intenciones le viene bien para, por un momento, recordarnos qué afortunados somos al tener a una persona que nos quiere, que nos da su vida a cambio de nada y que, por muchas veces que se equivoque, siempre es capaz de volver llorando a la puerta de casa para decirte que lo siente de corazón.

lunes, 8 de febrero de 2016

Relato de una noche de sábado o una mañana de domingo

El ‘click’ de un sujetador desabrochado fue, en este caso, el pistoletazo de salida a una carrera en la que no se medía el tiempo ni la velocidad, en la que no se premiaban largos recorridos ni se subían grandes puertos, sólo había que batir el record mundial de besos por minuto y dejarse en esa tarea hasta la última gota de sudor.


Sus manos buceaban por la espalda desnuda de ella memorizando cada centímetro cuadrado. La piel se le erizaba con el paso de las yemas de sus dedos y ella se estremecía sobre la cama aprentando con fuerza la almohaza a la que se aferraba. Le levantó el pelo por detrás de la nuca y comenzó a besarla repetitivamente mientras se deslizaba cuidadosamente hacia abajo, queriendo llegar tan al sur como le estuviera permitido. En un momento dado, y cuando hubo desgastado su boca contra esa curva lumbar mágica y el decoro apremiaba a no descender más, la apremió a darse vuelta para encontrarse esta vez con un ombligo que hizo suyo para siempre. 

Ascendió entonces de nuevo como un escalador en el Annarpurna: cuidadoso, precavido y excitado. Se detuvo en sus senos antes de ir a morir como un poseso a su cuello, donde la besó tan apasionadamente que ella no tuvo más remedio que gemirle suavemente en la oreja, dejando al descubriendo por completo su estado de éxtasis total, poniendo boca arriba sus cartas repletas de lujuria y lascivia y subiendo la temperatura de la habitación a la vez que lo hacía la de su cuerpo. Y entonces le suplicó que la besara otra vez, y luego otra... y luego otra más.

Sus labios se estrellaron con la fuerza de dos gigantes entrando en batalla. Ella lo asió hacia sí como si temiera que alguien pudiera venir a arrancárselo de las manos. Él dejó para otro momento toda compostura y la terminó de desnudar por completo. La banda sonora de la película no necesitó más instrumentos que sus labios chocando una y otra vez y la orquesta no cesó en su función durante tanto tiempo que, por un momento, pareció que habían conseguido lo imposible: detener las manecillas del reloj. Sin embargo, no lo consiguieron. Al menos no aquella noche de sábado que ya se había esfumado dejando tras de sí la estela de una mañana de domingo.

Y de las llamas de una pasión nunca vista las nacieron cenizas que daban por finalizado lo que por un instante pareció no tener final. Una vez más, el mundo los separaba para arrastrarlos a punta distintas, a lugares tan alejados como lejos se habían encontrado de todo ellos horas atrás. Pero de entre todas esas cenizas se dejaron ver unas ascuas que, aunque en primera instancia se confundían con las primeras, únicamente esperaban una excusa en forma de botella de vino por abrir o una nueva coincidencia del destino para encenderse como las mismas llamas del infierno. Y para eso ya faltaba un segundo menos… y ahora, uno menos que contar.

lunes, 1 de febrero de 2016

56 años y 2 días


El sábado 30 de enero mis abuelos celebraron su quincuagésimo sexto aniversario de bodas. Cincuenta y seis años casados. Repito: cincuenta y seis.

El año en que ellos se desposaron, España todavía no había acudido a ningún festival de Eurovisión, se estrenaba en los cines La dolce vita de Fellini, el hombre todavía seguía soñando con pisar la luna y el último entrenador despedido por el Real Madrid, Rafa Benítez, aún no había nacido.

Hace más de medio siglo que mis abuelos se conocieron y, si lo pensáis bien, que empezaron a crearme a mí. Sí, ya lo sé, algo pretensioso y narcisista por mi parte pensar en eso, sin embargo, así es. Es en estos momentos, en estos instantes ceremoniosos, remarcables y festejables cuando uno se empieza a dar cuenta de los inescrutables caminos que toma la vida. Es ahora cuando pienso qué hubiese pasado si no se hubieran encontrado en aquella fiesta de la que tanto presumen o si, tras la primera discusión, hubiesen decidido seguir caminos opuestos. No lo hicieron, por suerte, y ahí siguen, queriéndose como el primer día. Y aquí sigo yo, dedicándoles estas palabras. 

Cincuenta y seis años de besos y caricias, de amor incondicional, de matrimonio inquebrantable en las duras y en las maduras. Cinco décadas y media también de enfados y broncas, de rencillas y noches sin dormir, de riñas y momentos críticos… y seguro que de mucho más. Sin embargo, siguen juntos, el uno al lado del otro desde que mi memoria alcanza a recordar.

Hace poco me hablaban de mi, hasta el momento, única novela publicada. Me preguntaba una chica si todavía creía en ese amor que comencé a narrar con diecisiete años y yo, pensativo, le contestaba que no. “Era un adolescente enamoradizo… de eso hace mucho” le respondía con un sorna y desdén. Hoy me doy cuenta de que mentía, quizá no voluntariamente, pero sí, en el fondo le estaba diciendo una realidad de la que quiero apoderarme pero que no termina de ser cierta. Ni mucho menos. 
Porque la verdad es que que creo en ese amor inconmensurable y de película americana, aunque a veces trate de aferrarme a la idea de que no es así. Mi ser, mi yo más íntimo y mi forma de vivir esta vida, me llevan a hacerme jurar que es posible que alguien pueda pasar el ochenta por ciento de su vida amando a la misma persona un día tras otro; sin cansarse, sin aburrirse, sin hartarse y sin darse por vencido. En un mundo en el que uno de cada dos matrimonios acaba en fracaso es difícil de comprender, en una sociedad que tira tan rápidamente la toalla estas palabras no tienen mucho sentido pero, de repente, aparecen al lado tuyo alguien que te hace ver que el sentimiento más maravilloso que la naturaleza ha creado, el amor, sigue estando hoy más vigente que nunca. Y ahí tienen a mis abuelos para demostrarlo.

Cincuenta y seis años después Nélida y Roberto se siguen queriendo y, creo, ese es el legado más importante que dejarán a sus dos hijos y sus cinco nietos: que con constancia, valor, templanza y mucha mucha paciencia, el amor verdadero se hace eterno e imperecedero. Hay que regarlo todos los días, abonarlo de vez en cuando y cortarle las ramas que sobran, pero si te esfuerzas un poquito nunca se marchita, nunca se acaba, nunca, si es de verdad, se termina de ir. Jamás.

Así que desde la distancia de un ciberespacio infinito os mando mi más sincera enhorabuena, le grito al universo que estoy orgulloso de vosotros y os deseo otros cincuenta y seis años más demostrándole al mundo que el amor no se ha ido ni tiene intención alguna de marcharse. Y seguro que lo conseguís. Os quiero. Mucho. Muchísimo.