lunes, 23 de octubre de 2023

Recuerdo aquella noche…

“I am not the only traveler

Who has not repaid his debt

I've been searching for a trail to follow again

Take me back to the night we met”


Nueve años después de prometer encontrarse en Viena y faltar a su palabra, Ethan Hawke le decía, henchido de amor y nostalgia a Julie Delpy en Antes del Amanecer, una de las frases más bonitas que he escuchado nunca frente a una pantalla: “recuerdo la noche que nos conocimos mejor que algunos años de mi vida”.


A mí me pasa exactamente lo mismo.


Recuerdo un pasillo largo que se extendía de este a oeste en un descampado casi deshabitado del sureste peninsular. El silencio lo copaba casi todo pues las horas a la que sucedieron los hechos eran altas y, al día siguiente, la gente responsable madrugaba para afrontar con fuerza su rutina diaria. Yo no era demasiado responsable por aquel entonces y venía de esconder cebollas en una de las habitaciones que solía frecuentar en el que fue, a todas luces, uno de los mejores años de mi vida en una de las mejores ciudades de cuantas he conocido. 



El silencio, repito, se hacía prácticamente total. Llegaba sudoroso, extasiado y con el corazón a mil revoluciones después de huir del pobre diablo que había sufrido la ira de un universitario aburrido, con todo el tiempo del mundo en su maleta y la desfachatez de quien conoció la vergüenza muy temprano pero la abandonó a su suerte poco después. No había nadie en aquel pasillo, nadie excepto ella.

Podría enunciar cada detalle del cuadro con tanta veracidad, con tal fehaciente precisión que, a día de hoy, me sigue maravillando que mi mente sea capaz de rememorar así la escena. Me cuesta recordar qué comí ayer y, sin embargo, mi cabeza tiene tan grabado a fuego todos los detalles de la escena que podría recomponer, sin ayuda ninguna, durante los treinta segundos que duró. Así que empecemos:


Comenzaba a hacer frío en una ciudad donde casi nunca lo hace. La luna brillaba con fuerza en un cuarto creciente precioso y un manto de estrellas acompañaban la postal. Las chicharras habían dejado de cantar pocos días antes, así que afuera reinaba la quietud interrumpida, de vez en cuando, por el sonido de algún vehículo despistado que surcaba ese asfalto enfriado por la noche. La vi aparecer a lo lejos, cruzándose en mi vida por obra y gracia de Dios, algo que tengo tan por seguro que nadie me podrá hacer cambiar de idea jamás. Sólo pudo ser un ser celestial, omnipotente y todopoderoso el que hizo aparecer a quien consiguió arrancarme el corazón y no devolvérmelo jamás.


Vestía de rosa, un color que, curiosamente casi nunca utilizó después. Su melena castaña caía un poco más abajo de sus hombros y sus piernas delicadas se entrecruzaban a cada paso con la elegancia de un felino. El ruido de sus zapatillas deportiva se mecía en el ambiente a cada paso mientras la suela de goma se agarraba a unas baldosas sucias y amarillentas. Nos miramos a lo lejos y ella esquivó pronto la mirada. Nos fuimos acercando el uno al otro después sin saber, sin tener la menor idea, de que era el primer momento del resto de nuestra vida. Segundo más tarde, sacó del bolsillo la llave de la habitación y la introdujo en el bombín justo en el momento en que nos cruzamos. Nos saludamos con un ‘hola’ mutuo, seco, formal y yo seguí de largo, maravillándome con su belleza de inmediato, con esa cara risueña, con esos ojos verdes, con esa piel tostada y con esa sensualidad que pocas veces he vuelto a ver jamás. No sé si ella me vio alejarme, sin tan siquiera se fijó en mí después, lo que sí tengo claro es que, meses más tarde, surgió una pasión tal que no creo posible que mi corazón vuelva a experimentar jamás. Nos quisimos tanto que, a veces, me entristece; y lo hace porque me destroza saber que no volverá a ocurrir nada parecido, que pasarán cincuenta, sesenta o setenta años y seguiré comparando todo mi amor con algo que fue excelso, irreal, místico y, tristemente, efímero. Y aunque probablemente la hice más perfecta con el tiempo de lo que jamás fue el castigo que ese mismo Dios me propinó por hacerme tan feliz como sólo se puede ser en las películas, fue recordarme cada día de lo que me quede entre ustedes que nunca, jamás, volveré a amar igual. 

lunes, 9 de octubre de 2023

Cómo la besaba

Permanecía con la mirada fija en una de las pantallas que se habían colocado en el convite para que los invitados no se perdiesen detalle alguno de lo que ocurría en la mesa nupcial. Decenas de amigos habían ido circulado frente a los novios para agasajarlos con presentes y cariños, con abrazos y besos, con buenos deseos y palabras sinceras; unos locos, incluso, habían paseado al Cristo de la Buena Muerte por el cielo del salón mientras la gente reía, bebía, charlaba y disfrutaba de un día de esos en los que todo gira en torno al sentimiento más importante de cuantos existen: el amor.

Él, repito, permanecía impertérrito observando el momento por el plasma colgado de la pared. Ahí estaba su amigo, de esos de toda la vida, de verano de balón y camiseta Teka con el tres de Roberto Carlos a la espalda. De los de los primeros botellones y las canciones de Bisbal, las buenas, claro, que son las antiguas.. como suele ocurrir ya con casi todo. El amigo que había trabajado junto a él, reído junto a él, estudiado, llorado, jugado y crecido. El amigo, por otro lado, que nunca se iba a casar y, si lo hacia, sería según sus propia palabras, con una chupa de cuero, vaqueros y la moto en la puerta esperando. Y ahí estaba ahora, haciéndolo con chaqué, regalando flores, arrodillado ante Dios y henchido de felicidad.



Lejos de parecer una recriminación, al chico que miraba a través del plasma le pareció tan bonito que, incluso, le agradeció en silencio el gesto a su amigo porque, de nuevo, volvía a atestiguar que cuando uno ama, cuando lo hace de verdad, no le importa pisotear sus estúpidos prejuicios por alegrar a la persona que ha elegido para pasar el resto de su vida. Y, creo, no hay definición más fiel, bonita y real del amor que esa: quitarse todo lo propio si es necesario para que tu mitad sea un poco más feliz.

Lo volvió a observar. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida, acongojada y sobrepasada por momentos y el chico de la corbata oscura, el que miraba a través del plasma, echó la vista atrás, más de tres décadas para ser exactos, sin poder encontrar un instante en que lo recordase más feliz. Estaba risueño, extasiado de amor, dubitativo, resplandeciente y dichoso. Miraba a su esposa por el rabillo del ojo, con dulzura, con deleite, con admiración y prestando atención en todo momento a que todo estuviese en su sitio, a que todo saliese bien… a que su día fuera perfecto.


Y cómo la besaba


Lo hacía con una suavidad inusitada, con el respeto más pulcro, con el cariño más maravilloso, con ternura y delicadeza, con pausa y calma, con la certeza de que esa mujer que vestía de blanco no era, en absoluto, una más sino que ya tenía delante, por obra y gracia del mismo Dios, a la única que había conseguido hechizarlo hasta el punto de vestir con corbata, posar para los fotógrafos y ponerse camisa y zapatos después de tantos años.


El día se fue sucediendo y llegó al final irremediablemente. Por medio, ojos azules, besos a escondidas, alcohol, música, mensajes por Instagram, la sensación de ridículo con textos que, quizá, nunca debieron ver la luz, auriculares con dedicatorias, resignación, calor, resaca, olor a whisky, vestidos rosas, miradas tristes, corazones cansados y chaquetas perdidas en lugares indecorosos. Una boda más, podrían pensar muchos; pero fue algo más que eso, fue la enésima constatación de la certeza más grande de cuantas han existido: que el amor es un sentimiento tan enorme que te hace mejor persona, menos egoísta y más propenso a dejar el orgullo de lado para hacer feliz durante el resto de tu vida a quien ya ha conseguido hacértelo a ti para siempre.