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jueves, 14 de noviembre de 2024

Muerto en vida

Hace dos semanas que el cielo se desplomó sobre Valencia. Quince días de imágenes desgarradoras, de sonidos desesperantes, de testimonios que hielan la sangre, de barro y lodo, de lágrimas y desesperación, de pena, de angustia, de rabia y desolación.

He visto tantas cosas en mi vida que pienso que ya poco puede sorprenderme, que hay desgracias a las que me he acostumbrado de tal manera que me apena haber perdido cierta humanidad en ese aspecto. Lo que ayer te erizaba de pena la piel hoy pasa ya casi desapercibido y eso, con el paso de años, te va demonizando poco a poco hasta el punto de que a veces cuesta ver algo de ser humano en uno mismo. Sin embargo, hay días en que la vida te vuelve a hacer persona, te sacude de tal forma que vuelves a sentir hasta un punto que no creíste posible y el demonio impertérrito ante el mal ajeno se convierte en un hombre que se rompe con el dolor de los demás, que vuelve a la vida con una noticia y es ahí cuando uno siente que su alma no está tan perdida como creía. Ayer, a eso de las ocho y media de la tarde, yo volví a ser una persona frágil con lágrimas en los ojos y el corazón totalmente podrido de dolor.

"Se han identificado los cuerpos sin vida de los pequeños Rubén e Izán, de 3 y 5 años, desaparecidos en Torrent por la DANA" sería un titular ya de por sí suficiente para desgarrarte por completo. Pero, tristemente, había más: "los niños desaparecidos hace quince días cuando la fuerza del agua los arrastró mientras que su padre logró agarrarse a un árbol, donde permaneció cuatro horas".

No soy capaz, por mucho que lo intente, de poder comprender el dolor inhumano que ese hombre debió sentir durante esas cuatros horas. Me ha venido a la mente unas trescientas veces durante estas veinticuatro últimas horas lo que tuvo que soportar, lo que fue aquella sensación y la amalgama de desolación, impotencia y rabia que debió surgir en su interior. Lo imagino colgado de un árbol, empapado hasta las cejas de agua, barro y maleza, observando cómo la corriente se lleva consigo a sus dos pequeños. Lo veo llorando, bramando de rabia y de pesadumbre, enfrascado en una batalla interna entre la racionalidad que lo lleva a seguir agarrado de esa rama y un corazón maltrecho que lo anima soltarse para ir a una muerte segura en busca de sus niños. Lo veo destruido, muerto en vida, formando una diabólica contradicción entre un cuerpo que se acaba de salvar con un alma perdida que acaba de ser asesinada, que ha muerto en ese instante y que es perfectamente consciente de que jamás volverá a vivir. La imagen de los cuerpecitos perdiéndose en la oscuridad de la noche, la de sus manos soltándose, el grito seco de suplicio al hacerlo y cuatro eternas horas de soledad para recriminarse si se puedo hacer más. El tiempo pasando tan despacio que parece que jamás existió, el manto de una noche fría envolviéndolo todo, la lluvia golpeando con fuerza y el viento agitando las copas de árboles como ese mismo al que está sujeto. Si el infierno existe no creo que difiera mucho de lo que tuvo que ser esa estampa para aquel maltrecho corazón intentando salvar una vida que ya nunca más tendrá sentido.

Cuatro horas. Doscientos cuarenta minutos de terror, de una pena inmensa. El desconsuelo mezclado con el sonido de la corriente, el pavor al ver los coches chocando contra casas y árboles, el sabor del barro en la boca, el frío del ambiente acrecentándose por la ropa calada, la impotencias por bandera, la frustración de no haber podido hacer más, el odio a un Dios que te ha abandonado y se ha llevado consigo lo que más querías y tanto dolor dentro como jamás creíste que fuese posible sentir. Lo pienso, lo pienso y lo vuelvo a pensar y cada vez duele más, cada vez me hace más daño ese pavor ajeno que siento como propio y que, creo, cualquier puede hacer suyo. En todos mis años, de todas las historias que he escuchado en mi vida, no creo que haya muchas que más hayan marcado y me hayan hecho empatizar tan de cerca con un desconocido al que no pongo cara ni nombre pero al que no puedo más que intentar tratar como alguien cercano al que, ojalá, pudiera mandar fuerza en forma de palabras o de un cálido abrazo. Qué crudeza más grande, qué pena más inmensa y qué dolor incalculable causa en ocasiones la vida, tanto que ni las palabras pueden acercarte a él por mucho que uno lo intente, tanto que el despertar de un nuevo día ya no tiene sentido, tanto que una imagen te perseguirá para siempre y no te soltará jamás. Qué crudeza más grande debe ser seguir respirando sabiendo que moriste un día de lluvia donde la naturaleza te lo arrebató todo y te dejó vivo para que lo recuerdes eternamente. 

miércoles, 24 de enero de 2024

Todo esto era campo

 “Sólo un loco celebra que cumple años”

Óscar Wilde


Treinta y siete. Es que es feo hasta el número. 
Con el sabor a amoxicilina e Ibuprofeno en la boca llegaron las doce de la noche. Supongo que una de las cosas que tiene ser ya un maldito viejo es, inevitablemente, enfermar con más asiduidad de lo que se hacía antes. No contento con una gripe que me mantuvo en la cama durante dos días no hace ni dos semanas, ahora han aflorado en mi garganta esas placas que de vez en cuando vienen a visitarme y consiguen hacerme sudar como si estuviese corriendo una media maratón. 

Estos días de reposo y caldo, de edredón y medicinas, me han servido, por otro lado, para volver a reflexionar, para llegar a ese punto de pausa y vista atrás que siempre me dan los últimos coletazos de enero antes, durante y después de que llegue el veinticinco. Y de todos esos pensamientos sale una agradable conclusión: cuantísima vida ha habido en estos treinta y siete y, joder, qué suerte la mía.

Cuento con los dedos de una mano las capitales europeas que me quedan por visitar y pierdo la cuenta de la cantidad de besos recibidos. Tantas noches de pasión como a muchos les seria imposible imaginar. Vino tinto, cerveza fría, migas, whisky, ron con miel; carmín en los cuellos de las camisas, aire puro invadiendo mi ser, paisajes de película y paseos entre kilómetros de quietud, naturaleza, canto de jilgueros y arroyos de agua cristalina. Playas de arena blanca, sonrisas que dejaban sin aliento, ojos claros, pieles oscuras, adrenalina, música clásica, silencio y paz. Reír hasta derramar lágrimas y llorar tanto que los ojos me cambiaron de color. Querer con tanta fuerza que arde el corazón, amar sobre todas las cosas porque uno ha comprendido que una vida sin amor es tan insulsa que no merece la pena ser vivida. 


Millones de páginas leídas, cientos de folios emborronados, miles de horas de cine, noches sin dormir, mañanas de resaca y tardes de abrazos, mimos y palomitas de maíz. El recuerdo eterno de ocho Copas de Europa… y todo lo que conllevaron. Recuerdos. Imagino que otra de las cosas de la vejez es que tu subconsciente trata de olvidar los malos y únicamente te acuerdas de aquellos que te hicieron tan feliz que no puedes evitar sacar a relucir esa otra frase de anciano que reza eso de
“cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y la verdad es que si, fueron muy buenos…para qué lo vamos a negar. 

El olor a regaliz y coche nuevo de papá, el sonido de la pelota rebotando contra la pared, el de la lluvia chocando contra los cristales del aula mientras mi cabeza viajaba a una distancia sideral de allí. Los veranos de piscina y parque, los inviernos de recreativos y pub; los amigos que se fueron y aquellos que llevas tan dentro de ti que ni un ciclón te los puede arrebatar. Amor. Tanto amor como le es posible albergar a un ser humano que cree en él desde que tiene uso de razón aunque haya veces en que cuanto más lo ansía más lejos se lo pone Dios. Pero también estos últimos meses de reflexión me han regalado otra conclusión al respecto: “quien disfruta de su soledad elige mejor su compañía y quien no puede estar solo elige cualquier cosa por desesperación. No se pierde lo que no tuviste, no se mantiene lo que no es tuyo y no puedes aferrarte a algo que no quiere quedarse”.  

Treinta y siete años atrás este veinticinco de enero. Hemos vivido plenamente una vida maravillosa y sólo queda dar gracias por ello. Por quien vino a enamorarte y se marchó un buen día sin avisar, por quien sí se quedó incluso en los momentos malos, por el abrazo incondicional de quien siempre está ahí y por tantos y tantos que te decepcionaron. Por todos ellos alzo mi copa porque si algo he aprendido en todo este tiempo es que se necesitan días de lluvia para poder disfrutar de los de sol y cielos azules. Gracias por todo lo vivido y seguiremos exprimiendo la vida como la misma vida nos deje hacerlo. 

lunes, 9 de octubre de 2023

Cómo la besaba

Permanecía con la mirada fija en una de las pantallas que se habían colocado en el convite para que los invitados no se perdiesen detalle alguno de lo que ocurría en la mesa nupcial. Decenas de amigos habían ido circulado frente a los novios para agasajarlos con presentes y cariños, con abrazos y besos, con buenos deseos y palabras sinceras; unos locos, incluso, habían paseado al Cristo de la Buena Muerte por el cielo del salón mientras la gente reía, bebía, charlaba y disfrutaba de un día de esos en los que todo gira en torno al sentimiento más importante de cuantos existen: el amor.

Él, repito, permanecía impertérrito observando el momento por el plasma colgado de la pared. Ahí estaba su amigo, de esos de toda la vida, de verano de balón y camiseta Teka con el tres de Roberto Carlos a la espalda. De los de los primeros botellones y las canciones de Bisbal, las buenas, claro, que son las antiguas.. como suele ocurrir ya con casi todo. El amigo que había trabajado junto a él, reído junto a él, estudiado, llorado, jugado y crecido. El amigo, por otro lado, que nunca se iba a casar y, si lo hacia, sería según sus propia palabras, con una chupa de cuero, vaqueros y la moto en la puerta esperando. Y ahí estaba ahora, haciéndolo con chaqué, regalando flores, arrodillado ante Dios y henchido de felicidad.



Lejos de parecer una recriminación, al chico que miraba a través del plasma le pareció tan bonito que, incluso, le agradeció en silencio el gesto a su amigo porque, de nuevo, volvía a atestiguar que cuando uno ama, cuando lo hace de verdad, no le importa pisotear sus estúpidos prejuicios por alegrar a la persona que ha elegido para pasar el resto de su vida. Y, creo, no hay definición más fiel, bonita y real del amor que esa: quitarse todo lo propio si es necesario para que tu mitad sea un poco más feliz.

Lo volvió a observar. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida, acongojada y sobrepasada por momentos y el chico de la corbata oscura, el que miraba a través del plasma, echó la vista atrás, más de tres décadas para ser exactos, sin poder encontrar un instante en que lo recordase más feliz. Estaba risueño, extasiado de amor, dubitativo, resplandeciente y dichoso. Miraba a su esposa por el rabillo del ojo, con dulzura, con deleite, con admiración y prestando atención en todo momento a que todo estuviese en su sitio, a que todo saliese bien… a que su día fuera perfecto.


Y cómo la besaba


Lo hacía con una suavidad inusitada, con el respeto más pulcro, con el cariño más maravilloso, con ternura y delicadeza, con pausa y calma, con la certeza de que esa mujer que vestía de blanco no era, en absoluto, una más sino que ya tenía delante, por obra y gracia del mismo Dios, a la única que había conseguido hechizarlo hasta el punto de vestir con corbata, posar para los fotógrafos y ponerse camisa y zapatos después de tantos años.


El día se fue sucediendo y llegó al final irremediablemente. Por medio, ojos azules, besos a escondidas, alcohol, música, mensajes por Instagram, la sensación de ridículo con textos que, quizá, nunca debieron ver la luz, auriculares con dedicatorias, resignación, calor, resaca, olor a whisky, vestidos rosas, miradas tristes, corazones cansados y chaquetas perdidas en lugares indecorosos. Una boda más, podrían pensar muchos; pero fue algo más que eso, fue la enésima constatación de la certeza más grande de cuantas han existido: que el amor es un sentimiento tan enorme que te hace mejor persona, menos egoísta y más propenso a dejar el orgullo de lado para hacer feliz durante el resto de tu vida a quien ya ha conseguido hacértelo a ti para siempre.

jueves, 29 de junio de 2023

Amor a la camiseta

Ha vuelto a llegar a mis manos, en estos primeros días de verano, un vídeo de Marcelo Bielsa, el famoso e icónico entrenador de fútbol y uno de esos tipos que pontifica y sienta cátedra para algunos aficionados de este maravilloso deporte, en el que habla sobre el sentimiento de pertenencia a un equipo y la necesidad de que éste sea el de la tierra a la que uno pertenece. 

Nunca le tuve demasiada tirria al bueno de Bielsa a pesar de que muchos lo quieren aupar a un pedestal futbolístico al que por méritos propios no pertenece. Sin embargo, de esa galería mística de personajes con halos de superioridad dentro de la corriente del guardiolismo y la falsa humildad, lo prefiero a los Cappa, Lillo o incluso Valdano. Al menos él sí ha ganado títulos importantes.

Como decía, ha vuelto a caer en mi poder una entrevista suya en el que se indigna frente a un periodista por la mercantilización e internacionalización del fútbol: “¿Cómo vamos a estar contentos de ver en Rosario, mi ciudad, a un chico con la camiseta del Real Madrid o ir al África y ver a otro con la del Bayern de Munich?. El amor tiene que ser con lo propio, con lo del lugar, con lo que está al alcance de la mano”

 

Y un fragmento en el que me tocan al Real Madrid y al concepto del amor, claro, no podía quedar sin respuesta. Así que no, querido Marcelo, no lleva usted razón en absoluto.

El amor no conoce de raciocinio ni sabe de distancias o colores, no entiende de reglas ni conoce limite alguno. Ni temporal, ni físico, ni geográfico. Impedir que un chico de Rosario lleve la camiseta del Real Madrid (o de cualquier otro equipo) es no entender muy bien ni de lo que va el fútbol ni de lo que va el amor, porque ambos, por resumir un poco, van de lo mismo: de algo que transciende los límites de lo racional y entra de lleno en el maravilloso mundo de lo pasional.

Allí todo es un maravilloso caos, nada tiene sentido pero, a la vez, todo encuentra y bebe de él. El amor es tan incomprensible, fascinante y alejado de cualquier regla que es por eso que mueve montañas, sana heridas y te hace mejor personas. He conocido, a través de las redes sociales, a decenas de madridistas de Colombia, Argentina, Venezuela o Costa Rica que sienten más adentro del corazón al Real Madrid que cualquier pipero que tuvo la suerte de heredar un abono del estadio y, sin embargo, lo abandona quince minutos antes de que finalice cada partido para no pillar demasiado lleno el metro. Gente que supera las más duras penalidades y ahorra media vida para gastarse su dinero cruzando el océano para ver a once tipos jugar al balón en el Bernabéu. Gente que conoce la historia, que vibra con cada partido, sufre o llora de emoción y vive el Real Madrid a miles de kilómetros de distancia sintiendo "ese escudo redondito con muchas Copas de Europa" más que muchos que viven en Concha Espina o Padre Damián. ¿Cómo decirles a ellos que no pueden amar lo que aman porque no les pertenece, porque les es ajeno, por algo tan banal y relativo como la distancia? Sería como negarle a un hombre el hecho de amar a otro o decirle a una mujer que no puede querer a quien profesa una religión diferente o posee una tonalidad de piel distinta. ¿Quiénes somos nosotros para pontificar sobre el amor, sobre algo tan divino, tan apartado de cualquier aspecto mínimamente lógico, tan alejado del cerebro y tan pegado al corazón? Amar no es matemático, no es sensato y, en muchos casos, no es ni siquiera sano; pero no podemos controlar lo que amamos, lo que nos abraza y penetra con tanta fuerza en el alma que ni sabemos por qué, ni para qué; pero nos hace tan felices que estamos dispuestos a morir por esa sensación y todo lo que conlleva.

Tener que ser del equipo de tu ciudad es tan absurdo como tener que enamorarte de tu vecina porque amar es algo tan caótico, circunstancial, relativo y espontáneo que es imposible buscarle explicación y conseguir que ocurra racionalmente. 

Nadie sabe en qué momento de su vida se va a hacer de un equipo de fútbol como tampoco nadie conoce el instante en que se enamorará, pero si algo me ha enseñado la vida es que ambas cosas ocurren una sola vez y, normalmente, ocurren con tanta fuerza que, tengan ustedes por seguro, dejan una huella tan marcada en el corazón que es imposible que vuelvan a suceder igual.

jueves, 16 de marzo de 2023

En el momento oportuno

“El amor no es difícil porque tengas que encontrar a la persona adecuada. El amor, el verdadero amor, es tremendamente complicado porque tienes que encontrar a la persona adecuada… en el momento oportuno”

Qué complejo se antoja, si lo llevamos a la esfera puramente estadística, encontrar la certeza de que pasará por nuestras vidas el ser humano expresamente creado para ser nuestro  perfecto complemento en un mundo de más de ocho mil millones de personas. La inmensa mayoría de toda esa gente jamás deambulará a menos de quinientos kilómetros de distancia de donde nosotros nos encontramos y en un ínfimo porcentaje de ese mísero tanto por ciento que sí lo hará, es de recibo pensar que la mayor parte no tendrá impacto suficiente en nuestras vidas para llegar a sentir un mínimo cariño hacia ellos. Qué difícil, pues, afirmar que entre los pocos cientos de personas con lo que coincidiremos en alguna ocasión habrá una que te abrace con tanta fuerza el alma que tengas la convicción absoluta de que no necesitas de nadie más.

Y ni siquiera encontrando eso es suficiente.

Porque incluso sabiendo que es ella y no otra la persona con la que quieres pasar cada minuto del resto de tu vida, necesitas, en primer lugar, que sienta lo mismo por ti y, en segundo, coincidir en el mismo punto en el momento idóneo, en ese en el que ambos estéis pensando en lo mismo, preparados para lo mismo, buscando lo mismo, queriendo lo mismo y dispuestos a darlo todo por el otro. Pues no os engañéis, no hay amor sin darlo todo al igual que no lo hay sin que te lo den cuando más lo necesites.

Así que, de repente, sin tú casi quererlo, el mundo te sitúa en un tren que sale tarde de la estación y te pone al lado de quién creías que ya nunca llegaría y, entonces, como el chico analógico en una era digital que siempre fuiste, tu mente divaga por realidades paralelas y multiversos varios para acabar, antes de la primera estación, imaginándola (como diría Loriga) “curando con Betadine las heridas de los hijos que nunca tendréis”. Ves su pelo dorado enredándose entre tus dedos mientras lo acaricias en el jardín de esa casa que no existe, bajo los últimos rayos de sol de una tarde de verano que nunca llegará. Su nariz juguetea con la tuya tras los besos que no surgirán y sus mejillas se enrojecen de calor tras pasar toda una tarde empapando de sudor el edredón de la cama. Todo es tan real en tu imaginario como quimérico más allá, pero por un instante eres feliz y, quizá, eso sea suficiente para ti aunque luego todo se emborrone hasta el punto en que dudas si alguna vez fue siquiera posible.


Nada que sea bueno fue fácil y lo que llega fácil, créanme, no es bueno. 
Hay cosas que llegan para quedarse y otras que tu corazón sabe con la misma certeza con la que afirmarías que mañana saldrá el sol que hubieran sido eternas en otro momento, en otro lugar o, quizá, en otra vida. Y es ahí, cuando la realidad golpea con dureza, cuando por fin entiendes que no será, cuando tu alma cruje de pena y rabia de dolor, cuando todo parece dejar de tener sentido y la brújula que hasta hace nada marcaba con claridad el norte, no para de dar vueltas y vueltas sin detenerse en un maldito punto. Es ahí, en el momento que comprendes que quisiste demasiado y ya no volverás a querer igual, cuando el mundo se detiene, el futuro se enmaraña y te das cuenta de que los tiempos son tan importantes como la forma y el fondo.

En un segundo te ves en el andén suplicándole al cielo que el tren no llegue nunca a destino para que ella no se marche lejos y al siguiente te apeas de él sin saber que, pocos días después, no volverás a mirar esos ojos pardos que te hacían temblar ni tendrás cerca, de nuevo, la única boca que no quieres dejar de volver a besar. Y ahí la vida te enseña una valiosa lección: tan importante es coincidir con la persona a la que amas como llegar a tiempo para evitar que ella haya dejado de hacerlo.

martes, 10 de enero de 2023

Tic tac

Tic tac

A lo lejos, quien aporrea con melancolía las teclas de este ordenador, puede vislumbrar la trigésimo sexta vela en una tarta, crepitando en una habitación oscura y solitaria, a la espera de armarse del suficiente valor para insuflar aire y apagarla junto al resto de sus compañeras mientras pide el mismo deseo que lleva años sin cumplirse.

Tic tac

Tiende a formarse también en su cabeza la imagen de un enorme reloj de arena que, poco a poco, deja caer sus granos a un recipiente inferior cada vez más lleno. Es recurrente y, extrañamente, cada vez rebosa más, como si su mente le fuese alertando sin él darse cuenta, que el tiempo pasa y no vuelve. El depósito va colmando y él, haciendo cuentas, entiende que quizá haya pasado ya el ecuador de una vida que transcurre tan deprisa que parece que comenzó ayer.

Tic tac

Lo decía Jonathan Rhys-Meyers en aquella escena de los Tudor y hoy, vagando de nuevo en pensamientos y memorias, viene a recordárselo él a ustedes: cada segundo cuenta. Probablemente se lo tomen a slogan publicitario o a mensaje de película de domingo tarde, pero no hay nada más cierto, nada más real ni verídico que asimilar que nos queda un segundo menos que hace un segundo y ahora, casi sin quererlo, otro menos que hace dos. La triste realidad de quien comienza a ser consciente de que las arrugas de su cara irán acrecentándose y las canas que peina su barba sólo tendrán a multiplicarse. 

Tic tac


No hace mucho, como el señor mayor que está a punto de ser, se lo comentaba entre copas a un grupo de chavales de esos con granos en la cara, vitalidad incesante, sonrisa tímida y mucho por vivir. “Si te llama un amigo para tomar una cerveza, ve”, “Si te invita una chica a su casa, ve”, “Si tu padre te pide comas con él, ve” porque llegará un día en que ya no hagas planes con tus amigos, las chicas dejen de fijarse en ti y tu padre se haya marchado a un lugar donde sólo podrás recordarlo con rezos. Ellos lo miraban obnubilados, como lo hacía él cuando tenía su edad con los pelmazos que me repetían lo mismo que ahora les narra. Y ahí, en sus caras, veía realmente el ciclo de la vida en todo su esplendor y comprendía que los viejos que ya no están tenían tanta razón como la tiene él ahora. Y esos chicos también lo entenderán algún día.

Tic tac

Porque nada importa más que las pequeñas cosas: las mañanas de frío rompiendo en tu cara mientras comienzas la subida a una montaña o los abrazos de la ronda cuando llegas al bar donde te esperan los tuyos. El primer beso o el momento de certeza manifiesta en que sabes que no querrás otros de una boca diferente. Acostarte tarde leyendo o el sonido de la primera copa de vino que nunca suena igual que las demás. Un gol en el campo, que siempre son mejores que en la tele; el sabor del perfume en el cuello de una bonita mujer, el olor a primavera o quedarse tumbado contando estrellas en la oscuridad de un cielo de verano. Despertar en el calor del edredón, bañarse en las aguas del mar de noche, el amargor de un sorbo de whisky que siempre tiende a evocar un pasado mejor y atrae al final de tus lagrimales la gota de pena más azul que nadie puede imaginar cuando has consumido media botella y recuerdas lo que te prometiste no volver a recordar.

Tic tac

Algunos minutos perdidos leyéndome y otros que perdí yo escribiéndole a ustedes. Esos, los de tinta y pluma, los disfruté como casi siempre que vago en el océano infinito de palabras queriendo abrirme de una manera que, quizá, de otra forma no sé hacer. Si alguna vez me echan en faltan recurran a estas letras para recordarme porque aquí está todo lo que soy. Y si en alguna ocasión quisieran consejo tan sólo quédense con éste: lo único que vale la pena, lo que de verdad cala y por lo que hay luchar, es por exprimir el tiempo de ese reloj de arena que no para de desgranar. Vive, coño, vive… de la manera que quieras y te hinche el corazón, pero no consientas que las manecillas se detengan un día sin haber tenido tantos momentos intensos que seas incapaz de recordarlos todos.

Tic tac 

martes, 7 de junio de 2022

El amor que no se va

Charlaba el otro día con un amigo, sentados frente a la barra del bar y con dos quintos de cerveza en la mano, que es como se producen el noventa por ciento de las conversaciones interesantes de esta vida, sobre el amor que no se va. Ahí estábamos los dos, en paralelo, mirando el cristal de la botella, arrancando poco a poco la etiqueta, creyéndonos griegos de la antigüedad, divagando del afecto, filosofando sobre la efímera existencia y abriéndonos en canal una vez más ante otra voz quebradiza y una lengua que se trastabillaba un poco más con cada nuevo viaje al botellero del barman.

Le definí ese concepto, el del amor que no se va, a mí manera; y lo hice como un conjunto de recuerdos que se quedan ahí, perennes en la memoria y que la vida, el destino, Dios, el universo o como queráis llamarlo, te los va devolviendo a cuentagotas cuando menos lo esperas y, sobre todo, cuando menos lo necesitas. Ya lo dice Second en esa famosa canción: hay alguien ahí arriba que se lo está pasando en grande a mi costa.

Una camiseta estampada, un café solo sin azúcar que alguien pide en la misma barra de ese mismo bar; la foto de una coleta dorada en la fiesta de graduación, un pañuelo de flores en la cabeza, un gol en Copa de Europa o la enésima noche que se aparece en sueños sin saber tú muy bien porqué, son sólo algunos ejemplos. Aquel vestido amarillo, los zapatos de tacón de Zara, el achinar de unos ojos al sonreír, las manos más bonitas que recuerdas, el sonido de tu nombre resonando en tu memoria como sólo ella lo decía o, quizá, el saber que aunque pasen los años no volverás a amar igual; son algunos otros.

Esos pequeños detalles inconfundibles, los que no se borran, los que querrías, en ocasiones, poder eliminar pero ya eres incapaz por muchos años que pasen; forman ese amor que no se va y que ya no es tangible, ni material ni tan siquiera pudiera parecer que real; pero sigue existiendo con tanta fuerza dentro de ti que se hace más real que muchas de las cosas que te rodean en la vida. Todo eso, que podría resumirse con esa frase de película que rezaba algo así como “recuerdo aquella noche mejor que muchos años de mi vida”, es el amor que no se va o, si quieren hacerlo un poco más cursi, la certeza de que podrías recordar, después de tanto tiempo, dónde se hallaba cada puto lunar de su pecho aunque seas absolutamente incapaz de acordarte qué has desayunado esta mañana.

Es el argumento definitivo para los que piensan que el amor verdadero no existe, que un clavo saca otro clavo y que cualquier otra persona que venga después tendrá la misma trascendencia en tu vida que la que te la puso patas arriba cuando se cruzó en tu camino. Todo patrañas, todo embustes, todo falacias. Porque tan bien sabes, querido lector, como lo sabía aquel amigo en la barra y como lo sé también yo, que poca gente pasará por tu lado causándote un amor tan puro, grandioso e imperecedero como lo pueden hacer dos o tres personas en el tiempo que te toque rodearte de mortales. Y esa gente, la que no se va nunca aunque esté ya en la otra punta del mundo, es a la que en el fondo, hay que estarle agradecidos, porque te han dado algo que casi nadie más te dará en todos los días que te queden por aquí: el haber expuesto tu corazón tanto y a la vez con tanta fuerza que, cuando marches a la otra vida y te pregunten qué valió la pena de ésta, le dirás con una sonrisa y el alma henchida de pasión a quien quiera recibirte allí: "ella, el amor que nunca se terminó de marchar del todo aunque hace ya demasiado que se me fue de al lado".

martes, 29 de marzo de 2022

A la guerra por amor

Qué difícil se antoja abordar un tema tan delicado como el del que hoy vengo a opinar. Sí, porque qué sería de esta sociedad moderna si no hubiera quien, como yo, tuviese la necesidad imperante de opinar de todo, seguramente sin tener idea de nada, y pretendiese emprender, encima, un asunto tan farragoso en poco más de folio y medio.

Así que, como no creo que salga demasiado bien, vayamos cuanto antes al lío. Y que sea lo que Dios quiera.

 

El tortazo que antes de anoche Will Smith propina a Chris Rock. La excusa perfecta para hacer mi enésimo alegato al amor tradicional y, por qué no decirlo, incondicional; sentimiento en extinción en estos tiempos que corren. Tristemente para todos. 

Urge empezar el escrito diciendo una obviedad que, sin embargo, hay que recalcar bien desde el principio para no llevar a error: la violencia está mal. Este eslogan, tan lógico como real, tan cursi y lleno de matices, debería, por otro lado, ser el inicio de toda ponencia sobre cualquier tema que se hiciera en el mundo. Sin embargo, esperando que el coeficiente intelectual de mis lectores sea algo mayor que el del usuario tipo de Twitter y demás redes sociales, me gustaría sobreentender que eso es compartido por todos. Sí, Will Smith tuvo mejores opciones ante el ataque gratuito a su esposa que subir a darle un guantazo a quien se metía con ella. Sí, podría haber dado un discurso ejemplar y haber dejado mal a su compañero de profesión delante de trescientos millones de persona y el planeta tierra en su totalidad (seguramente en su totalidad no porque siempre hay un roto para un descosido) lo habría llevado en volandas hacia el cielo del bienquedismo. Sí, actuó mal. Sí, pudo hacerlo mejor… PERO (¡ay! esa maldita preposición) ni siquiera WIll Smith es perfecto y, por el contrario, sí es humano. Porque ahí radica todo el secreto del debate: en que su reacción es totalmente humana y es por eso por lo que debería encontrar entendimiento por parte de todos nosotros.

Porque aunque el ser humano es racional no deja de tener un componente animal que, por mucha estupidez que nos quieran hacer creer, nunca se nos irá del todo. Hay un instinto de protección innato en él, una fuerza superior que te lleva a enfrentar situaciones límites cuando uno de los tuyos es atacado, cuando tu gente se ve en peligro o cuando alguien intenta hacerles daño. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con el machismo, por mucho que las retrasadas de corazones púrpuras nos lo quieran meter con calzador, sino con un instinto de protección inherente a la especie, no sólo al género masculino. Porque al igual que es encomiable que Will saliese a defender a su esposa, lo habría sido que ella saliese a defenderlo a él de un ataque. O a sus hijos. O a sus padres. O a sus amigos. No se trata de hombre a mujer, sino de ser querido a ser querido, de ese equipo que formas con (en este caso) tu alma gemela y que te hace ir a la guerra en cualquier momento si ella (o él) se ve envuelto en un follón. Sea con quien sea, dure lo que dure y cueste lo que cueste. En mi idea del amor, no hay muestra más grande de ello que jugártelo todo, aunque sea de la manera errónea en que Will actuó, por quien quieres más que a nada. 

Por otro lado, la libertad de expresión, que es uno de los bienes más sagrados en los que creo y firmemente pienso que cualquiera puede decir lo que quiera sin ningún tipo de restricción. Creo que la basura puede demostrar que lo es haciendo chistes sobre ETA, sobre la enfermedad de otra persona o, como en este caso, sobre un complejo que puede tener totalmente turbada a una mujer. Lo que también creo es que no soy quién para juzgar si la madre de una víctima del terrorismo pierde los papeles cuando alguien cuenta un chiste sobre su hijo asesinado, si el hermano de un chico con cáncer le parte la cara a quien se ríe de éste o si Will Smith sube al escenario a abofetear a quien, ante media humanidad, ha abochornado a la madre de sus hijos. Y lo digo porque quizá yo no tuviera el valor para hacerlo, pero me sentiría totalmente orgulloso de mi esposa si ella lo hiciese por mí.

Y, por último, en un tema de tal calado hay que hablar también de quien intenta sacar rédito político de ello. Ya no es racismo, pues son dos negros los que están inmersos; no puede ser clasismo, ya que son dos multimillonarios; así que sólo nos queda recurrir al machismo para volver a meter en la cabeza de los anormales que nos votan que todo esto viene dado porque los hombres somos malísimos, las mujeres se pueden defender solitas, el heteropatriarcado lo copa todo y toda esa sarta de soplapolleces que, por desgracia, van calando cada día más. Y no, ni los hombres somos malísimos ni las mujeres (ni los hombres) nos podemos defender solos. Porque cuando la situación te supera, cuando te atacan sin esperarlo o simplemente cuando te hieren de tal forma que no eres capaz de reaccionar, siempre es bueno saber que tienes alguien al lado que está esperando para salir en tu defensa. Sin importar su sexo, sin importar su edad, religión o raza; sólo que te quiere y está aguardando que el enemigo pegue el primer tiro para salir de la trinchera a comenzar a disparar también. Y, tened claro una cosa: si alguien está dispuesto hacer eso por ti, no lo dejes ir muy lejos.

domingo, 30 de mayo de 2021

XXXIII

Han pasado cuatro meses desde el momento en que llegué tarde a la puerta de un aula donde todo un Director general daba su discurso de bienvenida, hasta hoy, cuando otra de madera de roble y pomo de hierro se cerraba dejando tras de sí dos días de sonrisas, alcohol y amor a borbotones. Cuatro meses tan bonitos que los considero ya media vida y que han sido tan fugaces que me han parecido diez segundos.

En ese tiempo he ganado mucho, probabemente más de lo que merezco, a nivel profesional y, sobre todo, personal; pero por encima de cualquier cosa soy consciente de que me llevo una familia que hoy, mientras se despedía con lágrimas en los ojos y la silenciosa sensación de “y si no lo vuelvo a ver” me ha regalado tanto que, por mucho que me suelan sobrar las palabras en el día a día, hoy se me hace difícil de explicar.

Lo siento en el estómago, eso sí; en el hueco de pena que nació al mediodía y que se acrecienta con los mensajes que se van sucediendo en el móvil. Lo siento en el pecho, desde que unos ojos marrones se clavaron en los míos junto a un abrazo largo de despedida, con un sobre de azúcar que no olvidaré o la imagen del carbón de la barbacoa que no termina de encenderse. También, con el de un tipo que es tan parecido a mí que me cuesta entender cómo la vida no nos había presentado antes, el del madridismo exacerbado de Alcázar de San Juan o el de un bonachón de cuarenta y tantos años que me ha vuelto a recordar que hay personas que nacen única y exclusivamente para que las demás las quieran. El pasado precioso que de repente volvió, la ternura de una niña que aún no sabe atarse sola los zapatos pero que ya tiene más clase que Luka Modric vestido de blanco. La lección aprendida de que nunca es tarde para conseguir tus sueños, el sabor dulce de una conversación bajo las estrellas y la sencillez de quien entiende que la vida no es más que eso: una cerveza bien fría con los tuyos, un beso de una bonita mujer y una victoria del Real Madrid. Gracias a todos porque habéis conseguido que mi corazón haya desteñido desde el rojo que fue hasta un azul eléctrico que ya siempre será.

Y al final, una lección que me enseñó hace tiempo la vida: no se marcha quien se va lejos, sino quien se olvida para siempre. Así que os pido, a todos y cada uno de vosotros, que no dejéis que muera todo el amor que nos hemos profesado, que hemos ido ganando con el paso de las horas entre tosidos y miradas cómplices, que aquí tenéis un hermano de padres diferentes, un amigo eterno y alguien que tiene claro desde hace mucho tiempo que que está a disposición de los suyos cuando lo necesiten... y creedme, vosotros ya sois mi equipo para el resto de los días que me queden por pasar por aquí, la élite de la élite y la excelencia hecha grupo. Gracias, de corazón, por tanto a cambio de nada. Gracias, de corazón, por hacerme sentir uno más. No me olvidéis nunca.

Por siempre juntos, pase lo que pase.

lunes, 4 de enero de 2021

Llorar

Llevo reflexionando varios días sobre eso de llorar. Qué cosa esa, ¿eh? No puedo encontrar otra acción humana que utilicemos, consciente o inconscientemente, tanto cuando nos colma la alegría como cuando nos invade la pena más grande. Es un acto extraño en sí: expulsar pequeñas gotas de agua por los ojos. Si te paras a pensar es raro de cojones. Puedes estar meses sin hacerlo o pasar una semana entera sin poder parar. Te provoca ansiedad y alivio, rabia o felicidad, te impulsa a abrazarte con fuerza a la primera persona a la que encuentras o te hace mandar a la mierda al que menos lo merece.

Hacía meses que no lloraba. Y eso que el año ha sido propicio para ello. Mi madre siempre dice que llorar “libera toxinas” y yo creo que aguantar demasiado las lágrimas ennegrece el corazón y estoy seguro de que ambos llevamos parte de razón. No soy docto en la materia para saber los efectos físicos, anatómicos o biológicos que trae consigo llorar, pero sí lo he hecho las suficientes veces para saber que es purificador para el alma, que te regenera por dentro y que es una parte muy importante del impulso que uno necesita para salir del pozo cuando se ha tocado el fondo.

A mí se me aclara mucho el iris y se me enrojece a rabiar la esclerótica (bien sabe Dios que lo he tenido que buscar en Google), se me quedan los ojos de un verde clarísimo que dura muy poco y me salen unas bolsas azules horribles para compensar. Además, me he dado cuenta de que produzco una pena inmensa a quien me mira cuando lloro, quizá por la expresión que se me queda o, quizá, porque no acostumbro a llorar en público. Vete tú a saber.


Aunque no lo hago con frecuencia, nunca lo he visto como algo de lo que hay que avergonzarse, más bien lo encuentro tierno, algo que no haces delante de todo el mundo, que evitas todo lo posible hasta que te encuentras con esa persona en la que confías tan plenamente que tu propio cuerpo te anima a romperte allí mismo frente a ella. Ahí te dejas llevar y, entonces, sale rebosante ese torrente de pena que presionaba con fuerza la frágil presa de tu orgullo. Cada uno necesita su tiempo, eso es cierto, pero no es menos cierto que el caudal siempre termina remitiendo y, al final, la corriente se seca como un afluente en verano. Y entonces, casi sin darte cuenta, el dolor parece haber remitido. Seguramente no desaparezca en un tiempo, probablemente el depósito vuelva a llenarse pronto y haya que vaciarlo una o mil veces más, pero ese mecanismo divino (porque no tengo dudas de que Dios está detrás de todo eso) te hace soportar el desconsuelo cuando crees que no puedes más, cuando el amor de tu vida se te escapa una fría noche de diciembre, suspendes un examen importante, se marcha un ser querido o te das cuenta de que ese amigo del alma en realidad no lo era tanto.

Cuando el dolor atenaza tu espíritu y de nada sirven las palabras o el consuelo, sólo nos queda llorar. Y eso es mucho, muy sano y revitalizante. De hecho, cada vez estoy más convencido de que es un de los gestos más bellos del ser humano. Llorar al ver por primera vez a tu hija recién nacida o al despedir a tu padre, por amor o porque piensas que ese corazón roto no volverá a latir, por un premio que no esperabas o por una desilusión de no haberlo ganado tras mucho esfuerzo. No importa el motivo sino la lección: cuando la vida te lleva al límite de lo soportable, tú mismo puedes dar un paso más, decir “aquí estoy, soy vulnerable, lo reconozco, pero mi propio cuerpo me va a ayudar a pasar este bache” y recordar o, al menos intentarlo, que tras la tempestad viene la calma y que hasta las lágrimas de mayor pena, tarde o temprano, se convierten en otras de tremenda felicidad.

martes, 29 de diciembre de 2020

2020

Se marcha el año de las lágrimas de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las mentiras  para arañar un mísero voto, de las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco, la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un 2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y amor por doquier.


Sin embargo, concluye también un año en el que volví a leer tanto como lo hacía en la facultad. El año de Javier Aznar, Francesco Piccolo, Gistau (Dios lo tenga en su gloria), Julia Navarro, Federico, Juan Gómez Jurado y alguno que me dejo por ahí. Y el mío, por qué no decirlo también. Se marcha la época en la que más he valorado a la gente, a la de verdad, a esa que está ahí siempre, pase lo que pase, y nunca se va. Un 2020 que significó el fin de una vida y que inicia para mí otra, el del fin de un proyecto y el principio del nuevo, el que me ha hecho pararme en la cima a respirar hondo y sentir el aire entrando por mis pulmones, purificador, limpio y repleto de esperanza. Tiempo de meditación y pizza, reflexionar sobre lo que quiero y sobre a quién quiero: entender, si es que había algo que quedaba por entender, qué es lo importante y qué es trivial, qué es lo que me llena y qué lo que me da exactamente igual. Cerveza alemana y vinos de calidad, asados, muchos meses sin whisky y luego uno riquísimo para celebrar la vida y que aquí seguimos, disfrutando del mayor regalo con el que nadie nos ha podido obsequiar. Este será el año de la reforma de casa, de la Liga sin público que, al final, siempre acaba ganando el mismo, porque por mucha pandemia que venga el Madrid es lo más grande que hay, hubo y siempre habrá. Un año con lágrimas de pena pero también de felicidad, el de prometerme que no le volvería a decir nunca todo lo que la quiero y, claro, tener que retractarme luego, porque la quiero tanto que no puedo dejar de decírselo. Solomillos con salsa a la pimienta, un invierno de enhorabuenas, niños que vienen y padres que, tristemente, se van. Al final este año, con todo lo malo que ha sido, nos enseña una valiosa lección: que la vida, aunque parezca a veces oscura, es un camino donde siempre termina saliendo el sol. La esperanza puede con la pena, el amor con todo lo demás y cada segundo que pasamos es una dádiva que deberíamos aprovechar.

Os deseo toda la felicidad del mundo en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.

lunes, 10 de febrero de 2020

Gistau

En el día en que Jabois, Bustos, Reverte y compañía salen a escribir sobre el tristemente fallecido David Gistau, a uno casi le da apuro sentarse a hacer lo mismo para rendirle homenaje desde este humilde blog. Sin embargo, había que hacerlo.

Fue Paco González en la COPE quien me transmitió la muerte de David. Estaba en casa de mi madre cenando con ella cuando comunicó la noticia y en ese instante únicamente salió de mí un “no me jodas” tan sincero como melancólico. Ella, mi madre, me preguntó quién era ese tal Gistau y eso me da una triste idea de lo mal que está el periodismo nacional, su audiencia y de lo poco que sabemos valorar lo bueno que tenemos en este país.

David Gistau, para todos aquellos que, como mi madre, no lo conocieran, ha sido uno de esos referentes del madridismo underground que hasta no hace mucho era la corriente ideológica que más se acercaba a mi forma de pensar. Junto a él, a Jabois, Hughes y un largo etcétera, viví la época más bonita de mis treinta y tres años de madridismo, los años que más blanco me sentí (y eso es mucho decir), que más apasionadamente viví el fútbol y, aunque sea por mera coincidencia, que más feliz he sido en líneas generales. Pero David era mucho más que mourinhismo y fútbol. Muchísimo más.

Era un tipo con aspecto bonachón y una voz que engatusaba. Decía las palabras adecuadas siempre que había que decirlas y eso ya es más de lo que se puede decir del noventa y nueve por ciento de la humanidad. Hablaba como un hombre culto, porque lo era, y siempre que él salía en una tertulia era absolutamente imposible cambiar de emisora porque te enganchaba, te hacía prestarle atención y, si lo seguías el tiempo necesario, te causaba una devoción absoluta. Tenía barba poblada y pesaba unos cuantos kilos de más. Me gustaba imaginármelo bebiendo cerveza y soltando improperios en las gradas del Bernabéu o leyendo un artículo de algún tuitero con una media sonrisa. Hablaba sentando cátedra, le tenía miedo a la muerte y escribió tantas cosas bonitas que me sería imposible enumerar.

FOTO: Jotdown

Sentía una terrible y sana envidia cuando Reverte subía fotos con él y con Manuel Jabois en alguna cena. Juro que hubiese dado mucho de lo que tengo por haber sido testigo de alguna de ellas porque de ahí únicamente se me hubieran quedado grandes recuerdos, cosa que, según he ido cumpliendo años, me he dado cuenta que es lo más importante que podemos gestar en esta aventura llamada vida. Los imaginaba hablando de libros, de fútbol, de mujeres y de vivencias y sólo podía desear con todas mis fuerzas estar allí con ellos, aunque fuese en la mesa de al lado escuchando atentamente sin decir nada. Ya en 2015 lo apunté en un tuit: “Si me muero sin haber pasado una tarde de cervezas con Gistau podéis decirle a mi familia y amigos que mi vida jamás estuvo completa”. Ayer se marchó sin que pudiera decirle todo lo que admiraba y sí, tengo la sensación de que esa espinita la llevaré siempre conmigo.

No hace un mes que fui a Madrid por última vez y le escribí a Hughes y al propio Jabois suplicándoles esa cerveza. Eran las mil, íbamos todos medio borrachos y ambos contestaron que, joder, haber avisado antes. Con toda la razón del mundo. Pero yo seguiré encabezonado con ello, con poder desvirtualizar a esas plumas que tanto admiro, a esa raza de periodistas que escriben sobre su existencia y la de los demás haciéndote parte de ellas, emocionándote y maravillándote, transportándote de la quietud de una vida ya alejada de esa profesión pero que, inevitablemente, siempre será propia. Porque, como decía, si algo tengo claro en este camino, es que uno se hace mejor persona cuando se rodea de gente válida, culta, inteligente y que vive la vida como si fuera a morir mañana. Que esa gente que te culturiza con anécdotas y experiencias, que te hace reír y que, en definitiva, te hace ser mejor persona, es la que tienes que amarrar con fuerza o hacer lo posible para meterla en tu vida. Y David Gistau, sin duda, era uno de esos.

Descansa en paz, ídolo, y ten por seguro que, por mucho que pase el tiempo, no te vamos a olvidar jamás.