lunes, 18 de diciembre de 2017

La culpa es tuya

La estupidez humana ha sido un elemento de estudio desde que el hombre es hombre. Aunque no ha tenido la consideración de ciencia, todos y cada uno de los grandes pensadores de la historia se han parado a reflexionar sobre ella porque, esto es algo que no podemos obviar, todos y cada uno de ellos ha tenido que convivir, a su manera, con sus más acérrimos seguidores.

Durante siglos, desde la antigua Grecia hasta nuestros tiempos, la imbecilidad ha sido una rama fundamental de debate para filósofos, científicos o escritores. Desde Einstein con su celebérrima “sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana… y de la primera no estoy muy seguro” hasta Albert Camus pasando por Goethe, Voltaire o Quevedo. En nuestros días, tengo a Pérez Reverte como el estudioso (o el soportador, más bien) más docto de la bobería, que es, aunque a veces parezca lo contrario, universal e inmutable. Y es que a veces, en un ataque de patriotismo, tiendo a creer que la mayor tasa de tontos por metro cuadrado está bajo las fronteras de este país, pero por suerte para mí, internet me demuestra a diario que la simpleza supina está bien repartida por el mundo y que, si me apuran, a nosotros, los españoles, nos ha tocado ‘solamente’ una ínfima cantidad de la misma.

Esta reflexión que encabeza el texto viene dada por la gran cantidad de ejemplos que, a diario, me vengo encontrando sobre esa misma estupidez de la que os hablo, la mala baba, la envidia o un conjunto peligrosa de todas ellas. Nunca antes el ser humano había progresado tanto, jamás la especie tuvo tanto poder, tanta información al alcance de la mano y tanto conocimiento desparramado como en la época que nos ha tocado vivir y, estoy seguro que a pesar de ello, el planeta tierra no ha visto más cantidad de anormales por metro cuadrado que los que hoy lo pueblan. La analfabetización de antaño ha ido degenerando en algo mucho peor, en una especie de subnormalidad profunda, enquistada y parece ser que incurable, que se da sobre todo en jóvenes nacidos en los años 90 y 2000 y en la progresía bienquedista que los ha traído al mundo. Ellos son el verdadero mal de una sociedad occidental que lo mismo consigue mandar una sonda espacial a Marte que generar un debate sobre si una persona se puede disfrazar de indio para carnaval sin ofender a ningún colectivo. 


En la gala de Los Goya de 2017, Dani Rovira, que había sido de nuevo designado presentador, apareció con tacones para homenajear a todas las mujeres de la industria cinematográfica nacional. La idea, para mí hortera y superficial, fue absolutamente criticada por el feminismo rancio de este país como también lo fue, meses después, un tuit que escribió acerca de la lencería de Intimissimi. Más tarde, no tardaron en caer en las garras de ese movimiento que una vez fue loable pero que hoy en día está regido por auténticas déspotas, otras mujeres como Concha Velasco, Paula Echevarría o Blanca Suárez. Asistíamos ante la primera gran contradicción de este mundo gobernado por la opinión pública: el feminismo atacando a las propias mujeres por tener una concepción distinta del propio feminismo. Y así nos encontrábamos con la paradoja de que el movimiento que intenta proteger al sexo femenino acorrala a mujeres trabajadoras, que han llegado donde están por méritos propios y sin darle cuentas a nadie, y las dejaba en manos de la majadería pijoprogre de un mundo donde uno ya no puede opinar sin ofender a nadie o sin que nadie se sienta ofendido por la opinión de uno.

Otro de los episodios que más me han llamado la atención, fue el que protagonizó el marido de la actriz israelí Gal Gadot, que ha interpretado a Wonder Woman en la última película de la Warner, y que daba a conocer al mundo un conocido activista LGBT. El hombre subía a las redes esta fotografía donde el esposo salía con una camiseta muy divertida al lado de su mujer.

Pocas horas más tarde, cientos de mujeres clamaban contra ella por utilizar un lenguaje sexista y que minusvaloraba al resto del sexo femenino. El tuitero, con más de cien mil seguidores, tuvo que borrar la imagen y pedir perdón.

He tenido que ver decenas de ejemplos similares a lo largo de este 2017 que termina, el último, ayer mismo. Antoine Griezmann compartía en su cuenta de Instagram esta fotografía disfrazado de GlobelTrotter. ¿Un jugador de baloncesto negro? Qué ofensa más grande, debieron pensar el atajo de borregos que, como lobos cubiertos por el manto del anonimato, se lanzaron sobre él para tacharlo de racista. Pocas horas después, el jugador del Atlético de Madrid borraba la fotografía y también pedía perdón.


Lo que realmente me fastidia de todas estas historias que os cuento, no es que haya en este mundo un par de decenas de millones de subnormales repartidos a lo largo y ancho de la geografía. No me enervo por pensar que puede haber tanto retrasado mental de bolsillo lleno y cabeza vacía, de esos que únicamente se tienen por preocupar por tuitear desde casa o jugar a la Play Station, de la hoz y el martillo en la habitación y el Iphone X en el bolsillo o de los que dan lecciones de feminismo a mujeres que llevan cincuenta años dejándose los cuernos encima de un escenario. No me molesta eso en absoluto. Lo que realmente me toca la moral, lo que hace que me cabree hasta extremos insospechados es que Rovira, Suárez, Etura, Velasco o Griezmann caigan en el juego de esa caterva de cerriles que los acosan, que los insultan y los desprestigian. Me destroza pensar que la recua sea más fuerte que el individuo y consiga que todos ellos borren sus fotografías o reculen en sus declaraciones para contentarla, eso es lo que me enfada de verdad. Porque un mentecato de dieciséis años (raramente encontrarás anormales de ese tipo con setenta) tiene todo el derecho a decir tonterías desde la habitación de la casa de sus padres, pero no podemos consentir que esas necedades que suelta se conviertan en el único credo posible. No debemos y no podemos. Que el feminismo del “machete al machote” le gane la batalla al que lucha por equiparar salarios es una aberración que no podemos tolerar, que no podemos aguantar. Que la lucha por los derechos de los negros que lideraron los Malcom X o los Luther King de turno degenere en que Griezmann no pueda disfrazarse de jugador de baloncesto me parece un insulto abrumador a gente que se dejó la vida por lo que realmente importaba. Y ahí todos tenemos culpa, todos y cada uno de los que callamos ante esa gentuza para no quedar mal, para caerle bien a todo el mundo y no crear crispación. Así que dejémonos de buenismo y plantémosle cara de una vez y para siempre a esa corriente estúpida que quiere llevar la razón absoluta y que oprime a los que no piensan como ellos, que no siente como ellos y que no actúa como ellos. Porque si al final la anormalidad se impone no habrá sido culpa de los millones de anormales que pueblan las calles, habrá sido del noventa y nueve por cien de gente normal que, aún sabiendo que tenían razón, no hicieron nada para remediarlo.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

La encontré

La encontré riéndole a la vida con una cerveza en la mano mientras el sol de un otoño que comenzaba a despuntar se entremezclaba con los rizos de su pelo. La encontré sentada, con las piernas cruzadas y con el meñique estirado como si fuese a beber el té, la encontré tan bonita que, cuando creía que me moría, de repente y, casi sin darme cuenta, comencé a nacer.

La encontré degustándose de pequeñas cosas: resguardarse del frío bajo el edredón o en el vapor de un plato de sopa caliente; en el sabor de una copa de vino o en el aroma de un buen café. Vislumbrando los planes del mañana o recordando los que hicimos ayer; buscándole, como siempre hace, el lado positivo a una vida que ella ve de color de rosa y yo, cuando estoy a su lado, también. La encontré cuando todo se hacía oscuro y desde ese momento empecé otra vez a ver.

La encontré desnuda en mi cama poco tiempo después y me empeciné en contar los doscientos cincuenta lunares que tiene grabados en la piel. Dibujé un mapa con todos ellos y, uno a uno, los memoricé. Y ahora, de lo único que estoy seguro algunos meses después, es que podré olvidarme de cualquier cosa en esta vida menos del sitio donde los dejé.
La encontré cuando la noche se hacía más opaca que nunca y en vez de quejarse por no ver la luna, ella se sentó conmigo a ver amanecer.


La encontré un día por vicisitudes del destino en el pasillo de un edificio viejo de piedra, hormigón y escayola. La encontré tan guapa que, incluso hoy, no sé cómo pude armarme de valor para decirle ‘hola’. Cruzaba de un bloque a otro como si se tratase de una pasarela, zigzagueando sobre las baldosas bajo el contonear de sus caderas. La encontré rodeada de libros, películas y velas, de inciensos, toallas, vestidos y cajas de madera. Dos ojos del color de la avellana, las manos más frágiles que se han creado y un lunar en la cara del que hace tiempo que estoy absolutamente apresado. La encontré un día que parecía a todas luces normal, y desde entonces no volverá a haber días normales nunca más.

La encontré hace tanto que ni me acuerdo y siempre ha estado aquí conmigo aunque muchas veces, estoy de acuerdo, ha estado más lejos de lo que habría querido. La encontré hace mucho y mucho hace que la tengo, pero tengo que decir que nunca la había visto con los ojos que ahora la miro y nunca quise mirarla, hasta ahora, con estos ojos que tengo. Pero, ahora que la tengo, ahora que la he encontrado y ahora que la miro como nunca antes la había mirado, puedo decir, alto y claro, que no hay día en que no le agradezca al cielo que la haya puesto aquí a mi lado, que no hay día en que no piense que es lo más maravilloso que me ha pasado.