El sonido de las primeras gotas
de vino chocando contra el cristal de la copa, el ronroneo de la turbina del avión que te duerme y te arropa, chasquear de los labios de mi boca con tu boca o los gemidos de pasión
aquella noche en que, con las yemas de mis dedos, te conseguí volver completamente loca. Los acordes de una
guitarra española o la melodía de un saxofón, el rugido de un tigre o el
chirriar de los muelles del colchón, la risa de una rubia en esa residencia de
estudiantes, la melodía melancólica de la música de antes, el silencio de una
habitación que guarece a dos amantes o el crujir del cuero de tus pantalones, esos que te quedan como un guante.
El olor de un automóvil a
estrenar, el de la gasolina o el de la espuma del mar; el de una habitación
vieja o el de la chica que me amó un día y se fue para no volver jamás. El de
un jersey recién lavado, el del champú en tu pelo todavía mojado, el que
desprende un hombre con el corazón destrozado, el de la pizza salida del horno
o el del pan recién horneado, el que uno no echa de menos hasta que lo ha
perdido o bien ese otro que no extraña hasta que se lo han robado.
La visión de tus piernas morenas
andando por la acera, la de tus labios rojos o el contonear de tus caderas. La
hebilla de tu sujetador desabrochándose mientras mi corazón se acelera, la del
amanecer o la del atardecer, siempre que sea a tu vera. El mar azul desgarrándose
contra el sol que se esconde y la imagen del primer ‘te quiero’ al que un ‘yo
también’ responde. El color blanco ondeando sobre un estadio, las luces de la
ciudad desde el extrarradio o las fotos junto a ti, esas en las que todo el
mundo me dice que son en las que más felicidad irradio.
El gusto vistiendo que siempre
tuviste y el de tu cuello, que aún queda en mi lengua desde el día en que te
fuiste. El del café recién molido, el de los bombones, la comida de mamá o el
amargor de no haberme ido contigo. El del whisky impregnando mi garganta, pero
el del bueno, el que no se toma ni con CocaCola ni con Fanta. El de un domingo
de película guarecidos bajo una manta, el de tu boca besándome despacio, ese que
tanto me gusta, ese que tanto me encanta. El del chocolate con leche, el asado
argentino, el de la cerveza bien fría o el de una buena botella de vino. El de
los abrazos que se fueron y el del que dijo que vendría más tarde, y al final nunca vino.
El tacto de tu piel desnuda, el
de tu boca cuando la mía besa olvidándose de las palabras, volviéndose muda.
El de la seda o el algodón, el apretar tu cintura hacia mi pantalón. Sentir la
suavidad de tus manos, el ardor de cuerpo, notar cómo se pasan las horas y, sin
embargo, todavía nos queda mucho tiempo. El del césped recién regado, el de la
arena y el hormigón armado, el de las esperanzas del futuro y los recuerdos del
pasado, el de tantas veces que memoricé tu anatomía y, a pesar de todo este tiempo, todavía no se me ha olvidado. El del saber que vagas por ahí en otros brazos,
en otras camas, en otras vidas y sentir que aquí, donde yo estoy, la mía se
queda sola, acongojada, triste, mustia y completamente desangelada.