Se marcha el año de las lágrimas
de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas
canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las
mentiras para arañar un mísero voto, de
las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de
queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco,
la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las
despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se
necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni
besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o
un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los
seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de
tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la
sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del
rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito
virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de
las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad
absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían
pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un
2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década
donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa
gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que
llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y
amor por doquier.
Sin embargo, concluye también un
año en el que volví a leer tanto como lo hacía en la facultad. El año de Javier
Aznar, Francesco Piccolo, Gistau (Dios lo tenga en su gloria), Julia Navarro, Federico,
Juan Gómez Jurado y alguno que me dejo por ahí. Y el mío, por qué no decirlo
también. Se marcha la época en la que más he valorado a la gente, a la de
verdad, a esa que está ahí siempre, pase lo que pase, y nunca se va. Un 2020
que significó el fin de una vida y que inicia para mí otra, el del fin de un
proyecto y el principio del nuevo, el que me ha hecho pararme en la cima a
respirar hondo y sentir el aire entrando por mis pulmones, purificador, limpio
y repleto de esperanza. Tiempo de meditación y pizza, reflexionar sobre lo que
quiero y sobre a quién quiero: entender, si es que había algo que quedaba por
entender, qué es lo importante y qué es trivial, qué es lo que me llena y qué
lo que me da exactamente igual. Cerveza alemana y vinos de calidad, asados,
muchos meses sin whisky y luego uno riquísimo para celebrar la vida y que aquí
seguimos, disfrutando del mayor regalo con el que nadie nos ha podido
obsequiar. Este será el año de la reforma de casa, de la Liga sin público que,
al final, siempre acaba ganando el mismo, porque por mucha pandemia que venga
el Madrid es lo más grande que hay, hubo y siempre habrá. Un año con lágrimas
de pena pero también de felicidad, el de prometerme que no le volvería a decir
nunca todo lo que la quiero y, claro, tener que retractarme luego, porque la
quiero tanto que no puedo dejar de decírselo. Solomillos con salsa a la
pimienta, un invierno de enhorabuenas, niños que vienen y padres que,
tristemente, se van. Al final este año, con todo lo malo que ha sido, nos
enseña una valiosa lección: que la vida, aunque parezca a veces oscura, es un
camino donde siempre termina saliendo el sol. La esperanza puede con la pena,
el amor con todo lo demás y cada segundo que pasamos es una dádiva que
deberíamos aprovechar.
Os deseo toda la felicidad del mundo
en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos
que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis
ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.