Había vuelto a sacar del armario su sudadera blanca favorita,
con una mezcla de tristeza encubierta por la decadencia inevitable del verano y
unos tintes de altanería del que estrena ropa nueva. Las noches comenzaban poco
a poco a enfriarse y los últimos días de agosto apremiaban a los amantes a
correr, a darse toda la prisa del mundo por robar ese último beso veraniego que
tan bien sabe, que tan bien sienta, que tan adentro se guarda por los restos de
los días de tu vida. Porque el que besa en verano no lo olvida jamás, por mucho tiempo
que pase. Es algo que todo el mundo conoce.
Arrancó el coche y recorrió carreteras desiertas, alumbradas
por los focos del vehículo y una enorme luna llena que resplandecía en lo más
alto del firmamento. “La última antes de que llegue el otoño” pensó mientras un
pinchazo de congoja recorrió su cuerpo durante un segundo interminable. "De nuevo tristeza y calles vacías se ciernen sobre mí, de nuevo frío y mangas largas, de nuevo bares desiertos y atardeceres tempranos, lluvia y hojas caídas".
A ella la vio apenas un par de minutos después de apagar el motor. Había recorrido medio pueblo andando mientras él, cuidadosamente aparcado, la observaba por el retrovisor sin quitarle ojo. Caminaba pausada, deslizándose por el asfalto de la calle principal con el móvil en la mano, intentado recorrer esos últimos metros finales sin parecer preocupada o nerviosa, tímida o retraída. La luna la iluminaba mientras terminaba de transitar los últimos coletazos de la calle principal. Él se juró que sería imposible verla otra vez así de bonita, aunque no tardaría mucho en descubrir que, de nuevo, se equivocaba.
No se han inventado números suficientes para contar los
besos que aquella noche de agosto se repartieron bajo una luna llena que, de
nuevo, volvía a acoger en su seno a dos amantes que no deseaban otra cosa que
eso, comerse a besos toda la noche. No les importó el pasado, el presente o el
futuro, sus gustos distintos, sus vidas paralelas, su forma de haber querido o
el amor que vendría después; ese lugar deshabitado y alumbrado por los rayos
de una compañera lejana pero tremendamente cómplice les bastaba y les sobraba.
Se tenían uno al otro, sus labios no pedían más que un beso más, sus manos
no deseaban más que una nueva caricia, sus pieles no se podían ni se querían
despegar y el mundo, tantas veces cruel, sesgado y manchado de mil y una
penalidad, pareció el lugar más maravilloso de cuantos se conocieron, se
conocen y se conocerán. Y entonces, mientras el sonido de unos besos se perdía en el vasto campo de esa tierra fértil y llena de vida, comprendieron una cosa incuestionable: al final de este largo camino llamado vida sólo cuentan los besos que has dado, no los que pudiste dar y se te escaparon. Y ellos, esa noche maravillosa, se dieron todos los que quisieron, todos los que pudieron y todos los que necesitaron.