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martes, 7 de junio de 2022

El amor que no se va

Charlaba el otro día con un amigo, sentados frente a la barra del bar y con dos quintos de cerveza en la mano, que es como se producen el noventa por ciento de las conversaciones interesantes de esta vida, sobre el amor que no se va. Ahí estábamos los dos, en paralelo, mirando el cristal de la botella, arrancando poco a poco la etiqueta, creyéndonos griegos de la antigüedad, divagando del afecto, filosofando sobre la efímera existencia y abriéndonos en canal una vez más ante otra voz quebradiza y una lengua que se trastabillaba un poco más con cada nuevo viaje al botellero del barman.

Le definí ese concepto, el del amor que no se va, a mí manera; y lo hice como un conjunto de recuerdos que se quedan ahí, perennes en la memoria y que la vida, el destino, Dios, el universo o como queráis llamarlo, te los va devolviendo a cuentagotas cuando menos lo esperas y, sobre todo, cuando menos lo necesitas. Ya lo dice Second en esa famosa canción: hay alguien ahí arriba que se lo está pasando en grande a mi costa.

Una camiseta estampada, un café solo sin azúcar que alguien pide en la misma barra de ese mismo bar; la foto de una coleta dorada en la fiesta de graduación, un pañuelo de flores en la cabeza, un gol en Copa de Europa o la enésima noche que se aparece en sueños sin saber tú muy bien porqué, son sólo algunos ejemplos. Aquel vestido amarillo, los zapatos de tacón de Zara, el achinar de unos ojos al sonreír, las manos más bonitas que recuerdas, el sonido de tu nombre resonando en tu memoria como sólo ella lo decía o, quizá, el saber que aunque pasen los años no volverás a amar igual; son algunos otros.

Esos pequeños detalles inconfundibles, los que no se borran, los que querrías, en ocasiones, poder eliminar pero ya eres incapaz por muchos años que pasen; forman ese amor que no se va y que ya no es tangible, ni material ni tan siquiera pudiera parecer que real; pero sigue existiendo con tanta fuerza dentro de ti que se hace más real que muchas de las cosas que te rodean en la vida. Todo eso, que podría resumirse con esa frase de película que rezaba algo así como “recuerdo aquella noche mejor que muchos años de mi vida”, es el amor que no se va o, si quieren hacerlo un poco más cursi, la certeza de que podrías recordar, después de tanto tiempo, dónde se hallaba cada puto lunar de su pecho aunque seas absolutamente incapaz de acordarte qué has desayunado esta mañana.

Es el argumento definitivo para los que piensan que el amor verdadero no existe, que un clavo saca otro clavo y que cualquier otra persona que venga después tendrá la misma trascendencia en tu vida que la que te la puso patas arriba cuando se cruzó en tu camino. Todo patrañas, todo embustes, todo falacias. Porque tan bien sabes, querido lector, como lo sabía aquel amigo en la barra y como lo sé también yo, que poca gente pasará por tu lado causándote un amor tan puro, grandioso e imperecedero como lo pueden hacer dos o tres personas en el tiempo que te toque rodearte de mortales. Y esa gente, la que no se va nunca aunque esté ya en la otra punta del mundo, es a la que en el fondo, hay que estarle agradecidos, porque te han dado algo que casi nadie más te dará en todos los días que te queden por aquí: el haber expuesto tu corazón tanto y a la vez con tanta fuerza que, cuando marches a la otra vida y te pregunten qué valió la pena de ésta, le dirás con una sonrisa y el alma henchida de pasión a quien quiera recibirte allí: "ella, el amor que nunca se terminó de marchar del todo aunque hace ya demasiado que se me fue de al lado".

martes, 18 de enero de 2022

Pequeñas grandes cosas

Las sábanas planchadas, sin una sola arruga y recién puestas en la cama; el chocolate con leche, la brisa rompiendo en la cara, el mar de fondo o la cerveza fría en una tarde de verano. El primer beso que tanto anhelabas, una derrota del Barça, despertarte asustado porque llegas tarde al trabajo y darte cuenta de que aún te quedan unas cuantas horas por dormir. Los partidos de Champions, sonrojar con un piropo, una abrazo cálido cuando rompes a llorar o un cruce de piernas de una chica con minifalda. Las pieles tostadas, mojar pan en el huevo frito, meterte en una piscina helada en pleno julio o cruzar la línea de meta de un maratón.

Un té con leche muy caliente en una fría tarde de invierno, el vacío que te deja en el estómago terminar un buen libro, o una serie mítica o, por qué no, esa película maravillosa que no te cansas de ver. La sonrisa de Desiré Cordero, un regate de Vinicius, comprarte una camisa bonita o el azul de un cielo totalmente descubierto contrastando con el verde del campo en una primavera que comienza a nacer. 

Pisar charcos con botas de agua, la noche anterior a un viaje, lanza piedras para que reboten sobre un lago, un mensaje que ya no esperabas o, quizá, ese que llevas años esperando y que acaba de llegar. El vino tinto, el carmín en los labios, la satisfacción del trabajo bien hecho o una noche entera sin dormir de tanto amar. Las manzanas jugosas, las olas rompiendo contra las rocas, la tarta de la abuela, la adrenalina de una final, cruzarte con una chica preciosa por la calle o que alguien se acerque a decirte algo bonito al oído.

Dormir en un avión, guarecerse bajo el edredón, amanecer en la playa aunque esté prohibido o cómo ella se pasea únicamente con unas bragas y tu camisa por el parqué de la habitación. El sirope de chocolate o las palomitas en el cine; visualizar un jaque mate con tres jugadas de antelación. Ludovico Einaudi, el sonido del primer líquido saliendo de la botella, un labrador que se acerca a que lo acaricies o que te despierten a besos una mañana de domingo.  

La nueva de Bond o preguntarse cómo lo hace Mónica Bellucci para seguir igual tantos años después. La noche estrellada, los cuellos vueltos o la imagen que tengo grabada a fuego en la mente de ella con la camiseta del Madrid. Un moscoso en medio de un puente, beber leche directamente del tetrabrik, un bocadillo de jamón con tomate con el pan recién tostado, el olor a su perfume o unos ojos azules clavándose en los tuyos. Un paseo bajo la luna llena, dormir al sol en una hamaca y que te digan que te quieren tanto que están dispuestos a morir por ti.

El gol de Ramos en Lisboa, Toledo de noche, Buenos Aires de día y cualquier día del año perdido en Madrid. Una falda con flores, las medias negras, un ‘te he echado de menos’ o arreglarse a conciencia para ir a una boda. El norte de España, el sur de Albacete, la semana de las fiestas del pueblo o soñar que besabas a alguien al que jamás podrás besar. Querer con tanta fuerza que pienses que no puedes querer más, la pizza de mamá, el “nene, ponte más lentejas que no me has comido nada” de la abuela y el llanto de un bebé recién nacido retumbando en el hospital. La puerta de llegadas del aeropuerto, una buhardilla en  Montmartre, la fontana Di Trevi, las calles de Praga o el cielo anaranjado por un sol que se marcha a dormir. Tu pelo aclarándose en verano, ese vestido amarillo, lo bien que te queda la albiceleste que te regalé, una partida de Trivial o la certeza de que aunque pasen los años y parezca que lo has vivido todo, aun queda mucho por vivir y, sobre todo, por aprender.

martes, 13 de abril de 2021

Besos

"Del sabor del caramelo o de la miel más pura, dulce momento de paz y ternura. 

Quién no lo ha probado, no puede decir que ha vivido, 

porque ese instante fugaz, suave y delicado 

es la vida en un suspiro”.

Y todo se reduce a eso: los besos que se han dado, las personas que se han besado y los momentos previos al beso. Pasarán los años y ni la casa ni el coche, el armario o el título que cuelga de tu habitación valdrán nada en absoluto; quedarán en tu mente marchita las noches sin dormir, los llantos de pena y alegría, los abrazos, la cerveza con amigos y el recuerdo de los besos que diste, los que se te escaparon y los que te hacen tan feliz que, si no los tuvieras cerca, nada tendría sentido alguno.

Así que besa con toda tu alma, con toda la fuerza, con la mayor de las purezas o el ímpetu más salvaje. Besa. Como si todo se fuera a ir a la mierda mañana, como si el mundo terminara. Besa. Con tantas ganas que te duelan los labios, con tanta calma que el tiempo se detenga, con la ilusión de la primera vez y con el amor por bandera. En la mejilla, en la frente, en el pecho, por encima del esternón; por debajo de una falda, de pie, junto al mar o debajo de un edredón. Besa despacio o con tanta pasión que notes cómo va creciendo por dentro un fuego abrasador. Besa en la boca, besa mucho y déjate besar; besa sin freno, sin pausa, sin rubor; besa con tantas ganas que notes cómo se te para el corazón.

Que nunca te sobren en la cartera, que no llegue el momento en que quieras sacarlos y te des cuenta de que esa persona a la que tanto ansías besar ya no está, se ha ido y no va a regresar. No hay nada más triste en esta carrera llamada vida que echar tanto de menos a alguien que recuerdes el último beso que le diste durante el resto de tus días y lo rememores una y otra vez porque ya no está para darle otro nuevo.

Así que presta atención a lo que te digo en este día mundial del beso:

Arrepentirse, de poco y, si hay que hacerlo de algo, que sea de los besos que no diste, de esos que dejaste en el tintero por miedo, por vergüenza, por el qué dirán o, peor aún, porque mañana habrá tiempo de sobra para darlos. Que no quede nunca “debí haberla besado” porque eso duele más, mucho más, que lo que te arrepientes de haber dado.

viernes, 2 de marzo de 2018

Crecer

Hoy me acordaba de una de las primeras mentiras que le decía a mi madre en aquella infancia maravillosa que quedó tan atrás que casi se me ha borrado por completo de la mente. Me obligaba la tipa a lavarme los dientes cada noche, cosa que a mí me tocaba mucho las narices. La mentira en cuestión venía cuando ella asomaba la cabeza por la puerta de mi habitación y me preguntaba si me los había lavado a lo que yo, un día y sin saber muy bien porqué, contesté que sí cuando en realidad no lo había hecho. Recuerdo que, para consolidar el engaño y que no me pillase, me echaba pasta dental con los dedos y la esparcía por mis dientes para que, si se le ocurría olerme el aliento, pensase que efectivamente me los había cepillado. Hoy, como os cuento, recordaba esa época en la que era tan sumamente imbécil que gastaba más tiempo en encubrir una mentira que hacer las cosas bien, todo por orgullo, todo por cabezonería, todo por, efectivamente, esa imbecilidad infantiloide que todos conocemos. Y hoy, recordando aquello, me he dado cuenta de que cuando tus padres te decían que eras un auténtico tonto del culo, no se equivocaban lo más mínimo.
 
Cuando creces empiezas a pensar y, sobre todo, empiezas a comprender. Comprendes la preocupación de tus progenitores, el toque de queda, el “lávate los dientes” y todo lo demás. Empiezas a entender lo que es quitarte tú para dar al que tienes al lado porque has comprendido que si todavía sigue a tu lado es que realmente merece la pena. Te das cuenta de que todo aquello que decían era verdad y que, aunque vas teniendo una idea de lo que va siendo la vida, todavía no tienes puta idea de lo que realmente es. Empiezas a valorar más un domingo comiendo guarrerías en la cama que un sábado por la noche bebiendo alcohol en una discoteca. Te jode perder tiempo viendo una mala película y ya ni prestas atención a los comentarios de gente que hace tanto tiempo que dejó de merecer la pena que, por supuesto, no merece la pena hacerle el caso que no merece.

Crecer es cambiar la noche por el día, el garrafón por un buen vino tinto e imaginarte con una chica por el resto de los amaneceres que te queden por aquí. Crecer es intentar por todos los medios que el Madrid no te joda un fin de semana si pierde aunque, muchas veces, no puedas conseguirlo. Crecer es abrirte el corazón de par en par aún a riesgo de que vengan a apuñalártelo sin piedad. Es aprovechar más el tiempo, degustar más las cosas buenas, inspirar más hondo y más frecuentemente de lo que lo hacías antes porque ya empiezas a darte cuenta de lo afortunado que eres por el simple hecho de estar aquí, en esta maravillosa vida, respirando aire puro. Crecer es dejar de creer que eres fundamental para la existencia del universo y comenzar a asimilar que no eres más que un peón descabezado en la caja de un tablero de ajedrez que no te necesita para jugar la partida. Disfrutar de las vivencias y recordarlas en cada reunión, añorar a los que ya se fueron y empezar a ir a más entierros que bodas. Verte cambiando pañales o suplicarle a los cielos que aparezca de la nada la mujer que esté dispuesta a morir por ti, a matar por ti, a quitarse todo para que a ti no te falte de nada y a entregarte su corazón, su vida y su alma por el mero hecho de que esté tan enamorada que no le importe lo que tú hagas con ellos. 


Crecer es el trabajo que todos hemos venido a hacer en esta vida, nuestra tarea final, nuestro sino o razón de ser. Crecer física, mental y, sobre todo, espiritualmente. Dejar de ser los imbéciles que engañaban a su madre con la pasta de dientes para aportar a esta obra de teatro llamada vida el mejor papel que podamos hacer, aunque no nos dejen más que levantar el telón y permanecer calladitos entre bambalinas. Crecer, queridos míos, es lo más increíble que nos puede ocurrir y de eso no te das cuenta hasta que ya has crecido lo suficiente como para entender que, por muchas cagadas que vayas cometiendo día a día, por muchas que hayan venido y otras que estén por llegar, nada merece más la pena que cagarla una y otra vez, porque es señal inequívoca de que todavía te queda mucho por hacer aquí... aunque sea seguir cagándola hasta el día del juicio final.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Luna llena

Había vuelto a sacar del armario su sudadera blanca favorita, con una mezcla de tristeza encubierta por la decadencia inevitable del verano y unos tintes de altanería del que estrena ropa nueva. Las noches comenzaban poco a poco a enfriarse y los últimos días de agosto apremiaban a los amantes a correr, a darse toda la prisa del mundo por robar ese último beso veraniego que tan bien sabe, que tan bien sienta, que tan adentro se guarda por los restos de los días de tu vida. Porque el que besa en verano no lo olvida jamás, por mucho tiempo que pase. Es algo que todo el mundo conoce.

Arrancó el coche y recorrió carreteras desiertas, alumbradas por los focos del vehículo y una enorme luna llena que resplandecía en lo más alto del firmamento. “La última antes de que llegue el otoño” pensó mientras un pinchazo de congoja recorrió su cuerpo durante un segundo interminable. "De nuevo tristeza y calles vacías se ciernen sobre mí, de nuevo frío y mangas largas, de nuevo bares desiertos y atardeceres tempranos, lluvia y hojas caídas".

A ella la vio apenas un par de minutos después de apagar el motor. Había recorrido medio pueblo andando mientras él, cuidadosamente aparcado, la observaba por el retrovisor sin quitarle ojo. Caminaba pausada, deslizándose por el asfalto de la calle principal con el móvil en la mano, intentado recorrer esos últimos metros finales sin parecer preocupada o nerviosa, tímida o retraída. La luna la iluminaba mientras terminaba de transitar los últimos coletazos de la calle principal. Él se juró que sería imposible verla otra vez así de bonita, aunque no tardaría mucho en descubrir que, de nuevo, se equivocaba.


Se subió a su coche con una sonrisa hechizante. Sus ojos brillaban en la noche como el faro al que el náufrago se ve irremediablemente condenado a navegar. Le obsequió con un beso en la mejilla y él, obcecado con aquella boca que llevaba deseando besar tanto tiempo, le giró la cara estrellando los labios contra los suyos. Ella intentó esquivarlo… pero ya era demasiado tarde.

No se han inventado números suficientes para contar los besos que aquella noche de agosto se repartieron bajo una luna llena que, de nuevo, volvía a acoger en su seno a dos amantes que no deseaban otra cosa que eso, comerse a besos toda la noche. No les importó el pasado, el presente o el futuro, sus gustos distintos, sus vidas paralelas, su forma de haber querido o el amor que vendría después; ese lugar deshabitado y alumbrado por los rayos de una compañera lejana pero tremendamente cómplice les bastaba y les sobraba. Se tenían uno al otro, sus labios no pedían más que un beso más, sus manos no deseaban más que una nueva caricia, sus pieles no se podían ni se querían despegar y el mundo, tantas veces cruel, sesgado y manchado de mil y una penalidad, pareció el lugar más maravilloso de cuantos se conocieron, se conocen y se conocerán. Y entonces, mientras el sonido de unos besos se perdía en el vasto campo de esa tierra fértil y llena de vida, comprendieron una cosa incuestionable: al final de este largo camino llamado vida sólo cuentan los besos que has dado, no los que pudiste dar y se te escaparon. Y ellos, esa noche maravillosa, se dieron todos los que quisieron, todos los que pudieron y todos los que necesitaron.

lunes, 1 de febrero de 2016

56 años y 2 días


El sábado 30 de enero mis abuelos celebraron su quincuagésimo sexto aniversario de bodas. Cincuenta y seis años casados. Repito: cincuenta y seis.

El año en que ellos se desposaron, España todavía no había acudido a ningún festival de Eurovisión, se estrenaba en los cines La dolce vita de Fellini, el hombre todavía seguía soñando con pisar la luna y el último entrenador despedido por el Real Madrid, Rafa Benítez, aún no había nacido.

Hace más de medio siglo que mis abuelos se conocieron y, si lo pensáis bien, que empezaron a crearme a mí. Sí, ya lo sé, algo pretensioso y narcisista por mi parte pensar en eso, sin embargo, así es. Es en estos momentos, en estos instantes ceremoniosos, remarcables y festejables cuando uno se empieza a dar cuenta de los inescrutables caminos que toma la vida. Es ahora cuando pienso qué hubiese pasado si no se hubieran encontrado en aquella fiesta de la que tanto presumen o si, tras la primera discusión, hubiesen decidido seguir caminos opuestos. No lo hicieron, por suerte, y ahí siguen, queriéndose como el primer día. Y aquí sigo yo, dedicándoles estas palabras. 

Cincuenta y seis años de besos y caricias, de amor incondicional, de matrimonio inquebrantable en las duras y en las maduras. Cinco décadas y media también de enfados y broncas, de rencillas y noches sin dormir, de riñas y momentos críticos… y seguro que de mucho más. Sin embargo, siguen juntos, el uno al lado del otro desde que mi memoria alcanza a recordar.

Hace poco me hablaban de mi, hasta el momento, única novela publicada. Me preguntaba una chica si todavía creía en ese amor que comencé a narrar con diecisiete años y yo, pensativo, le contestaba que no. “Era un adolescente enamoradizo… de eso hace mucho” le respondía con un sorna y desdén. Hoy me doy cuenta de que mentía, quizá no voluntariamente, pero sí, en el fondo le estaba diciendo una realidad de la que quiero apoderarme pero que no termina de ser cierta. Ni mucho menos. 
Porque la verdad es que que creo en ese amor inconmensurable y de película americana, aunque a veces trate de aferrarme a la idea de que no es así. Mi ser, mi yo más íntimo y mi forma de vivir esta vida, me llevan a hacerme jurar que es posible que alguien pueda pasar el ochenta por ciento de su vida amando a la misma persona un día tras otro; sin cansarse, sin aburrirse, sin hartarse y sin darse por vencido. En un mundo en el que uno de cada dos matrimonios acaba en fracaso es difícil de comprender, en una sociedad que tira tan rápidamente la toalla estas palabras no tienen mucho sentido pero, de repente, aparecen al lado tuyo alguien que te hace ver que el sentimiento más maravilloso que la naturaleza ha creado, el amor, sigue estando hoy más vigente que nunca. Y ahí tienen a mis abuelos para demostrarlo.

Cincuenta y seis años después Nélida y Roberto se siguen queriendo y, creo, ese es el legado más importante que dejarán a sus dos hijos y sus cinco nietos: que con constancia, valor, templanza y mucha mucha paciencia, el amor verdadero se hace eterno e imperecedero. Hay que regarlo todos los días, abonarlo de vez en cuando y cortarle las ramas que sobran, pero si te esfuerzas un poquito nunca se marchita, nunca se acaba, nunca, si es de verdad, se termina de ir. Jamás.

Así que desde la distancia de un ciberespacio infinito os mando mi más sincera enhorabuena, le grito al universo que estoy orgulloso de vosotros y os deseo otros cincuenta y seis años más demostrándole al mundo que el amor no se ha ido ni tiene intención alguna de marcharse. Y seguro que lo conseguís. Os quiero. Mucho. Muchísimo.

domingo, 25 de octubre de 2015

Domingo

Sólo hay algo más triste que la mañana de un lunes: el anochecer de un domingo.

La gente siempre recurre al retemblar del despertador del primer día de la semana para volcar sobre él su mal humor, para injuriar durante toda la mañana recordando lo bien que se estaba en la terraza del bar, en el comedor de aquel restaurante o, simplemente, bajo las sábanas de la habitación. Sin embargo, ese instante es sólo la culminación de horas y horas del lamento mudo en el día de antes, de un pensamiento que te acompaña durante toda la jornada del domingo y que, aunque no lo escuches, no para de susurrarte al oído ese "disfruta, que esto se acaba" que tantísimo dolor produce.

El domingo es el día nacional de la resaca, de los partidos de fútbol y del sofá. Es el día en que más horas se duerme, el día en que se hacen juramentos vanos sobre qué cosas no volveremos a hacer o el momento en que más paellas, cocidos o lentejas se comen en todas las casas de este país. Uno intenta disimular el amargor del whisky en la lengua de alguna boca engañada la noche anterior. Se bebe tanta agua por hora que cualquier médico de cabecera podría llegar a tildarlo de peligroso. Se ama mucho, ya sea física o metafísicamente, y se sueña más con lo que se ama de lo que normalmente se suele hacer. La necesidad de cariño se torna apremiante y se escriben los mensajes más bonitos de la semana, los más sinceros, los más profundos, los más lujuriosos y los más románticos. Aunque después podamos arrepentirnos de ello.
El domingo nace como el último día de libertad plena y muere volviéndote a traer la desolación de la monotonía diaria. La belleza de la mañana contrasta con el desánimo que supone ver esconderse el sol tras el horizonte, ahora, una hora antes de lo acordado... Para joder más la marrana. 


Los pensamientos, envueltos en un manto de redundancia, regresan a tu cerebro recordándote ese informe inconcluso que quedó en la mesa del despacho, la bronca del jefe que está por llegar, las largas colas de coches que habrá que aguantar y la enorme cuesta de cinco días que se avecina a pocas horas vista. Las sonrisas del viernes van quedando opacadas por las caras largas y llega un instante, a eso de las diez y media de la noche, que las conversaciones se enmudecen y únicamente se consigue escuchar el sonido de la televisión, la radio o el tráfico del exterior. El languidecer de un domingo es, con creces, el momento más melancólico de la semana. 

Por eso, una vez, alguien me aconsejó que al domingo había que encararlo con calma, con templanza y con meticulosidad. Que ese día sagrado se regía por una norma clara y concisa: "no pisar la calle y disfrutar de todo lo que te hace feliz”. Que había que guarecerse bajo una manta con un par de buenas películas, una botella de agua y, si tienes mucha suerte, agarrado a la cadera de una bonita mujer. Me dijeron que a Dios había que honrarlo disfrutando de las cosas más bellas de la vida y creo fervientemente que es uno de los mejores consejos que me pudieron dar.
Mañana, lunes, volveremos a ser almas en pena desfilando hacia la rutina pero, mientras tanto, disfrutemos de un domingo más que se nos va. No perdamos de vista que este domingo nunca volverá y tampoco que, por suerte, otro distinto está a sólo seis días de camino. Quizá eso sea lo mejor que nos da la vida: la certeza de que, casi siempre, tenemos una segunda oportunidad.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Mireia

Seguramente el primer día que me tiré (o más bien, me tiraron) a una piscina, ella todavía no había nacido. Tres años y unos cuantos cientos de días nos separan a ella y a mí en el tiempo, junto a medio millar de kilómetros en la distancia. O incluso más. Creo, sin embargo, que nos une una pasión por el agua que no todo el mundo posee, puesto que una de las grandes diferenciaciones que existe en la vida es la que clasifica a los seres humanos en ‘de secano’ o ‘de regadío’; y ella y yo somos, claramente, de la segunda categoría.
Siempre cuento, henchido de orgullo, que Mireia Belmonte fue a la primera deportista que entrevisté en esa época lejana en la que el periodismo no sólo no me causaba la repulsión de la actualidad sino que, pobre de mí, todavía creía esa burda mentira de que “es la profesión más bonita del mundo”. Ya saben ustedes, la ignorancia de la juventud.

Recuerdo aquel día como si de ahora mismo se tratara. Yo hacía prácticas en una de las grandes radios deportivas del país y nadie por aquel entonces conocía a una sirena de ojos azules y preciosa sonrisa que acababa de proclamarse campeona del mundo junior en Río de Janeiro. Uno de los redactores llegó con un teletipo y me dijo: “Antonino, llama a esta chica que acaba de ganar la medalla de oro y hazle unas cuantas preguntas. Que no dure mucho, para meter un par de cortes en la ronda”. 


Antes de iniciar la llamada, comencé a bucear en el inmenso ciberespacio para encontrar alguna información sobre esa niña de dieciséis años que acababa de lograr el más preciado metal en su categoría. Apunté los que más me llamaron la atención, no pensaba consentir que, en mi primera entrevista, algún error de contraste pudiera hacerme quedar mal.
Más tarde, y con toda la información bien ordenada, marqué el teléfono de su entrenador que todavía conservo en la agenda más por morriña que por cualquier fin laboral o social. Un señor contestó y, rápida y educadamente, me presenté diciendo mi nombre y desde el medio que llamaba. En poco menos de medio minuto, la voz risueña y casi rota por la felicidad de una niña que acababa de comenzar la carrera más prometedora de la natación española, se ponía al aparato.
Comenzamos a hablar. No descarto que yo fuera el primer periodista que la felicitaba tras su logro porque me contestaba incrédula a cada pregunta, emocionada ante cada elogio que le profería, embriagada de agitación por haberse coronado como la mejor después de tantísimo trabajo.

Y nos pusimos a charlar.  

Los pocos minutos que me habían pedido se alargaron más de la cuenta. Yo le hablaba del pasado y del futuro, pero ella se concentraba más en el presente. Lo degustaba como un dulce, como un vaso de agua en una tarde cálida. No quería pensar en más, sólo deseaba agarrarse a ese instante mágico que estaba viviendo y a mí, por supuesto, me pareció más que bien. Recuerdo su risa nerviosa, sus tartamudeos de emoción, sus palabras entrecortadas por el júbilo. Si alguna vez me pidieran que definiese la felicidad, podría ejemplificarla perfectamente en esa conversación que duró hasta que su entrenador, su manager o quien fuera aquel tipo que no paraba de decirle que cortase, que había más medios que atender, consiguió convencerla. Me dijo: “me tengo que ir” y recuerdo perfectamente contestarle con un “ha sido un placer hablar contigo, ojalá que pueda llamarte mil veces más por las próximas mil medallas que ganes”. Respondió con un “gracias” que me pareció tan sincero que me juré que así sería. 

Pero no fue.

Esa fue la última ocasión que hablé con la sirena de Badalona. Seguramente ella ni lo recuerde, pero eso tampoco me importa porque a mí no se me olvidará jamás. Y cada vez que la veo tocar el final de la piscina, en cada ocasión que la observo a través del plasma sonreír empapada en gloria y triunfos, a mí me levanta también una mueca de gozo. No puedo evitar acordarme de esa charla que tuvimos hace ya tantos años y pensar que, en el fondo, yo llevaba razón. Porque aunque nunca volví a hablar con ella, las mil medallas que le vaticiné parece que se están cumpliendo, y pocos se alegran más por ello que yo. Enhorabuena, campeona.


jueves, 9 de octubre de 2014

La Princesa Prometida

Desde hace un par de años hacia acá, me suelo poner mucho más emotivo con las efemérides (y el paso del tiempo en general) de lo que nunca creí posible. Como un viejo que pasea por el centro de la ciudad con la mirada perdida y el pensamiento de "todo esto antes era campo", veo con nostalgia el movimiento de las agujas de un reloj que hace tiempo que creo que va mucho más rápido de lo que nos quieren hacer creer. Por eso, fechas tan señaladas como la de hoy me hacen volver a echar la vista atrás hacia mis años de niñez, hacia esos días de balón, mochila, cartas de amor, películas y pijama. 
Cuando me enteré de que un nueve de octubre como el actual La Princesa Prometida cumplía 27 años, supe que el letargo casi absoluto al que he sometido mi blog durante esta última época debía desaparecer en una entrada/homenaje a la que, sin duda, fue una de las películas más importantes, revisionadas y maravillosas de mi infancia.

Sin ser La Princesa Prometida una película espectacular ni en el aspecto estético ni en la profundidad de sus personajes o, incluso, en la trama en general, siempre ha estado presente en las listas de clásicos más valorados de la historia del cine. Yo mismo la introduje sin dudarlo en mi lista de las cien mejores, más por la ternura y el romanticismo que despierta que por cualquier aspecto dramático o interpretativo. Porque esa película es mucho más que noventa y ocho minutos de cine, muchísimo más. Para mí, la historia de Westley y Buttercup, de Íñigo, Fezzic o el Príncipe Humperdinck, es el último cuento de hagas llevado a la gran pantalla, el último resquicio del cine de aventuras de un tiempo en el que aún creíamos que todo era posible.

Una historia de piratas, príncipes malvados, magia y países muy muy lejanos. El cuento por excelencia, una narración que cautiva a grandes y, sobre todo, a los más pequeños de la casa. Con los Acantilados de la locura o el Pantano de fuego, nombres con fuerza y gancho, de esos que inventabas con tus amigos cualquier fin de semana. Con curanderos que reviven muertos y espadachines que buscan venganza. Con gigantes bonachones o asesinos de seis dedos y con una banda sonora digna de elogio. Pero, sobre todo, La Princesa Prometida es una historia que enaltece el sentimiento por excelencia, que encumbra y glorifica al ingrediente por antonomasia de todos los cuentos de hadas: el amor. Desde aquel primer 'Como desees' hasta el beso final que supera a cualquier otro, pasando por el rescate a la chica secuestrada o la lucha a muerte con Vizzini; siempre es por amor. Como no podía ser de otra manera.

Y como para no enamorarse.

Porque mención a parte merece ella, Buttercup. No puede haber hombre que ronde ahora la treintena que no se enamorase perdidamente de Robin Wright en esa época, es metafísicamente imposible. Veintiuna primaveras tenía por aquel entonces y ya encandilaba a cualquiera con esos ojos azules y esa melena dorada. Incluso ahora, cuando uno la observa en su papel de mujer fatal en House of Cards, sigue entreviendo aquella fragilidad ya escondida entre algunas arrugas y que nos hicieron desear tantas y tantas veces que el mundo fuera un poco menos real y se pareciera más a esa historia maravillosa, única y exclusivamente para poder soñar que sería posible conquistarla.


Veintisiete años han pasado ya desde su estreno, los mismos que tengo yo. Mi infancia, adolescencia y madurez han ido pegados a una película que no dejo de ver cada cierto tiempo, porque al volver a verla vuelvo a hacerme niño casi sin darme cuenta. Y es ahí cuando me pongo en el pellejo de un jovencísimo Fred Savage e imagino que yo soy el muchacho al que su abuelo le narra el cuento. Después me convierto en el pirata Roberts y más tarde busco vendetta junto a Íñigo Montoya para, finalmente, notar como ese escalofrío vuelve a surcar mi cuerpo cuando rememoro un beso que, como cuenta la película, superó finalmente a cuantos se dieron antes y se darán después.


miércoles, 27 de agosto de 2014

El viaje a la playa

Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la carretera. 
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste, una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se recostaría durante horas cuando llegase a su destino.

Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.

El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más, cayendo en las malévolas redes femeninas  y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.


miércoles, 18 de junio de 2014

El tiempo

Lo dijo Jonathan Rhys-Meyers en la que sin duda alguna fue la lección más valiosa que nos enseñaron Los Tudor, y os lo repito yo en una tarde cualquiera del mes de junio:
De todas las virtudes que el hombre posee, hay una que jamás se recupera y que, por tanto, es la más preciada de todas: el tiempo.

Perder el tiempo es insultar al mundo, decirle claramente que no te interesa lo que puede ofrecerte aunque, curiosamente, no hay nada más allá de lo que él tiene para ti. Aburrirse y dejar correr el reloj debería estar penado con cárcel, con cien latigazos en la espalda o con una tarde visionando cine español. Tantas cosas por ver, tocar, oler y degustar que parece un sacrilegio el quedarse quieto en el mismo sitio, dejar en la estantería los cientos de libros que todavía nos quedan por leer u obviar la posibilidad de ver una buena película. Tantas carcajadas por soltar, tantas lágrimas que derramar, tantas tardes que exprimir y tantos besos por robar, que se hace grotesco dejar que la arena vaya cayendo poco a poco del otro extremo de esa gran máquina del tiempo que va contando el nuestro, el que nos queda por pasar bajo las paredes de este lugar llamado tierra.


La vida pasa y lo que parece una eternidad se va tornando más y más efímero. A mí, sin ser excesivamente mayor, me comienza a pesar ver que los jugadores de fútbol ya no son contemporáneos míos y, los que lo son, están casi al borde del fin de sus carreras deportivas. Una estupidez que, sin embargo, contiene un mensaje que no me es indifirente.
Empieza, por otro lado, a ser una dura losa distinguir, entre la realidad que lo opaca todo, un leve destello que se va apagando y que, si te esfuerzas y entrecierras los ojos, alcanzas a entrever que son los sueños que una vez tuviste y que ya se están consumiendo por haberlos dejado escapar. 

El tiempo transcurre sin descanso mientras lees estas líneas melancólicas aunque con un mensaje de esperanza. Esa magnífica contradicción que reza que, aunque las horas siguen su curso, todavía quedan algunas por delante para volver a intentarlo. Aún es posible que esos luceros que una vez brillaron como el propio sol vuelvan a resplandecer como entonces, dándole vida a aquella fantasía que tiempo atrás juramos que haríamos y nunca nos atrevimos a realizar. Aún queda margen para visitar ese lugar alejado, para alcanzar esa meta perdida o para luchar por encerrarte bajo las mismas sábanas con esa mujer que consigue erizarte la piel con cada taconear de sus piernas. 
No es tarde, todavía no. Que el tiempo nos pierda a nosotros pero que jamás lo perdamos nosotros a él. Quizá sea esa otra lección que tantas veces hemos oído pero dejamos marchitar. Exprime cada segundo, no lo dejes escapar.

martes, 14 de enero de 2014

La previa del beso

De todos los momentos maravillosos que nos regala la vida, la previa del primer beso ocupa, sin duda, un espacio especial en el pódium. No habló del beso en sí, de ese primer contacto entre los labios de una pareja que, tras mucho desearlo, consigue unirse por fin en el acto de cariño más universal que se conoce. Yo vengo a ahondar en el momento preliminar, en ese instante de incertidumbre anterior en el que te encuentras a poco más de cinco centímetros de su boca y sabes al noventa y nueve por ciento que sí, que la vas a besar. Sin embargo, ese segundo encierra en sí mismo un ínfimo porcentaje de fracaso, una leve posibilidad de error en lo que parece un trabajo concluído, que lo hace tan especial. Y ahí, sin duda, reside todo su encanto... en el temor a fallar.


Porque el hombre necesitan de la duda y el miedo como del comer, por eso ese instante emociona tanto. Ahí te encuentras, cientos de miles de palabras después, con una mujer al borde del abismo que la separa de la ensoñación y el engaño que tú le has creado entre copas y verborrea, del punto en que decide que no, que no está preparada, que es tarde o que está cansada. Puedes ver la meta a lo lejos y la línea de fondo acercándose más y más, pero todavía existe riesgo de que tropieces y caigas. Un movimiento brusco, y ella puede asustarse como un cervatillo al escuchar el sonido de una escopeta; demasiado lento y, quizá, le dé tiempo a reaccionar ante tus patrañas. Ojalá existiera una licenciatura para ese breve periodo de tiempo, tendría, a buen seguro, mucha más utilidad que la de periodismo.

Pero volvamos a lo que nos acontece. 

Como decía: allí la tienes, frente a ti, parcialmente ruborizada porque has conseguido que llegue a una situación que ella probablemente ni se imaginaba. Y sí, parece que también lo desea. Comienzan las caricias, las miradas y los susurros (pocas cosas hay más maravillosas que un susurro existen en el mundo) y, poco a poco, te acercas a ella. Sus ojos te miran y una media sonrisa se dibuja en su cara. La red está echada y ahora, por desgracia, sólo queda rezar. Pero nadie sabe por qué, un ángel de ese calibre no huye despavorido, sino que se queda quieto esperando tus labios y, no contenta con eso, los recibe de buena gana y les devuelve el beso. Su mano se pierde por detrás de tu cabeza y comienza a acariciarte el pelo con suavidad. Ahí comienza el ósculo como tal, ese gesto del que tantos libros se han escrito y que tan merecidamente ha sido llevado a la gloria por poetas mucho más doctos que yo. Pero hoy, en esta fría noche de invierno que ya se aproxima a su fin, quise dejar constancia de uno de los grandes olvidados por la literatura mundial y que merecía un homenaje. Y es que, amigos, sólo hay una cosa mejor que el instante previo al primer beso: todos los que vienen después.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Meritocracia

La edición digital de la RAE (e imagino que tampoco la edición en papel) no recoge el significado de la palabra ‘meritocracia’. No es algo que me extrañe, puesto que aquella institución que antaño presumía de ser ‘fija, dar brillo y esplendor’ se ha asentado en la conformidad del que se ve entronado por sus méritos pasados y ha caído en el ostracismo y en la incompetencia que atestiguan acepciones como ‘almóndiga’, ‘sociata’ o ‘pepero’, recientemente aceptadas.

La Real Academia de la lengua española es sólo un ejemplo más de una corriente que se antepone a aquella palabra acuñada por Michale Young en 1958 y que viene a inculcar una nueva forma de entender la sociedad, la economía, el deporte y la vida misma. La meritocracia es la forma de gobernar cualquier institución que se basa principalmente en que las posiciones más altas de los organigramas estén ocupados por los mejores. Esta concepción se asienta en valores como el esfuerzo y la constancia, la profesionalidad y el trabajo diario. No entiende de pasado sino de presente; y deja el futuro condicionado por el hoy y no por el ayer. Es la ley que impide que el niño rico de papá sea gerente de la empresa a pesar de su patente incapacidad, o que Ana Botella llegue a ser alcaldesa de Madrid con esebochornoso nivel de inglés. La meritocracia no premia las cualidades físicas o intelectuales inertes en el ser humano desde el momento de su nacimiento, sino que se fija en el esfuerzo del que, siendo más limitado en cualquiera de esas facetas, consigue superar al primero con tesón y tenacidad.

En España, la meritocracia llegó a conocerse hace relativamente poco. Fue una prensa culta e instruida, alejada de las tertulias deportivas y los diarios más sensacionalistas, la que la fue introduciendo paulatinamente en una sociedad reacia a aceptarla. ¿Cómo explicarle a un español que el trabajo es lo importante y que el esfuerzo es fundamental para la superación diaria? ¿Cómo hacerle ver a un estudiante cuyo único propósito es conseguir una plaza para ser funcionario que se puede aspirar a más en la vida? ¿Cómo instruir a una población que ha tenido catorce ediciones de Gran Hermano en que son los médicos, arquitectos e ingenieros los verdaderos héroes a los que intentar parecerse?, un difícil trabajo para un complicado país.

La meritocracia, sin embargo, da sus frutos. Tienen ustedes el ejemplo más clarividente en los dos países del planeta que la usan en sus instituciones gubernamentales (en mayor o menor medida), Finlandia y Singapur. El primero es, en proporción, una de las naciones más desarrolladas de toda la Unión Europea. El segundo ha pasado de ser la renta per cápita más baja del planeta a comienzos del siglo pasado a ser, hoy en día, la tercera del mundo más elevada.

Diego López saca una mano prodigiosa en el clásico Real Madrid-Barcelona


Acabo ya mi alegato de una mañana cualquiera donde quise dejar constancia en un blog en el que nunca (o casi nunca) se habla de nada serio, de que otra forma de gobernar un conjunto de personas (pues la sociedad en cualquiera de sus facetas no deja de ser eso) es posible. Los más madridistas de la sala echarán de menos un nombre en concreto en un texto llamado así, ‘Meritocracia’, y ha sido con él con el que he querido cerrar este pasaje recordando que fue él el que nos instruyó en todo este barullo filosófico. Decía José Mourinho: “Quizá aquí (en España) la gente no está preparada para que los jugadores sean iguales. Yo busco la meritocracia, y eso consiste en que el que esté mejor preparado, juega”. Qué grandes fuiste José, y cuánta razón llevabas.

martes, 5 de noviembre de 2013

Mis cinco nuevos héroes

"Hay que ser un puto genio o estar tremendamente mal de la cabeza para salir de fiesta una noche y robar una llama de un circo, sólo caben esas dos posibilidades en la ecuación". Aristóteles

Llevamos ya un par de días comentando en las redes sociales la espectacular noticia que ha hecho tambalear los cimientos de las noches de borrachera a nivel mundial. Han sido cinco franceses de aspecto normal y amplias sonrisas los que han cambiado para siempre el color de la fiesta planetaria. Ellos, estos cuatro individuos más el fotógrafo que prefirió permanecer en el anonimato, son los culpables de que desde ahora hasta el fin de los tiempos el listón de las barbaridades nocturnas haya subido tres o cuatro peldaños en la escala. A partir de este momento, cuando un grupo de jóvenes se reúna para hacer botellón en cualquier parque del continente y el alcohol comience a hacer mella en sus cuerpos, ya no tendrán sentido las llamadas con número oculto a mujeres, ni las fotografías de culos peludos, ni tan siquiera el celebérrimo juego de cartas 'Oh Dios mío, ¿por qué me has abandonado?' (que otro día explicaré por aquí). Siempre quedará en el recuerdo, esa historia irrepetible que se ha coronado en el TOP mundial de momentos épicos de la humanidad por debajo de la invención de Internet y la rueda y muy (pero que muy) por encima de la conquista de la luna.

Los cuatro genios y la llama. F-O-T-Ó-N

Durante la pasada madrugada me he estado cuestionando profundamente una serie de interrogantes que paso a enumerar para que vosotros, libremente, deis vuestras opiniones:

1- ¿Merece la pena jugarse el tipo, el dinero y hasta la dignidad por robar una llama una noche de borrachera?
2- ¿Es necesario cargar con antecedentes policiales tu ficha personal aún a sabiendas que eso te impedirá ejercer en el futuro muchos empleos públicos?
3- ¿Le has merecido la pena a estos chavales pasar un rato en el calabozo por ser los primeros en lograr esta singular proeza?
4- ¿Ha sido rentable avergonzar a sus familias y saber que a partir de ahora serán señalados por la calle o siempre que salgan de fiesta, como les ha ocurrido a otros grandes personajes de la humanidad como éste, ese o aquel?
5- ¿Pregunto todo esto únicamente porque me jode profundamente que ninguno de la foto sea yo?

Como os decía, después de una profunda meditación he llegado a la conclusión de que todas y cada una de las respuestas a estas cinco preguntas son un 'sí' y que estos chicos, lejos de ser unos vulgares delincuentes, son unos putos genios a los que venerar, admirar y dar las gracias por el momento maravilloso que nos han hecho pasar al resto del planeta tierra. Sois grandes franchutes, allá donde estéis.


(Vídeo en franchute donde se mustra al animal en cuestión)