Campos embarrados, nubes violáceas, golondrinas en el cielo y olor a hierba mojada. Carreteras infinitas que conectan pueblos moribundos que se aferran a la vida como el náufrago a merced de un mar embravecido lo hace con un flotador. Allá donde el tiempo no transcurre, donde el reloj se quedó encallado en épocas pretéritas de armaduras, enaguas, coronas, cruces, cruzadas y espadas. Campos de Castilla, Ribera del Duero, paisajes grisáceos, encinas, murallas, lacayos, barricas de roble y tierra por labrar.
Las campanas de las iglesias tan sólo repiquetean para ahuyentar a las cigüeñas que anidan sobre ellas y ni siquiera eso consiguen. Las calles están desiertas, las farolas apenas alumbran y tan sólo humean un par de chimeneas de las cientos que se alcanza a otear. Huele a leña, incienso y soledad. Las viejas se guarecen en el brasero y los jóvenes, si es que queda alguno por allá, se refugian en el sabor del vino para ahogar sus penas, para rezarle a cualquier dios que pueda escucharle una plegaría de desesperación que desgarra el alma y pide auxilio para salir de una vida de arado, sarmientos, frío y quietud.
No deja de llover durante el día y por la noche las gotas golpean con dureza el techo de la buhardilla. Las tejas aguantan las embestida con tesón, como llevan haciendo tantos años que uno ya ha perdido la cuenta y lo hacen hasta que los pájaros, madrugadores, trinan anunciando el nuevo día y un pequeño descanso de sol con unos rayos tenues que amenazan con pronto desaparecer. El frío ennegrece los paisajes rociando con un gris platino el horizonte y dándole tonalidades oscuras a lo que en no mucho tiempo serán verdes prados repletos de trigo, cebada y vid. Y ahí, en la tierra del desconsuelo y la soledad, en el lugar milenario que parece haber sido abandonado a su merced, nace un néctar maravilloso hecho por el hombre con el único propósito de acercarse un poco más a Dios.
Su amargor atrapa, engancha como una droga y abre los poros del alma como un soplo de aire lo hace con el ahogado. Su color se asemeja al de la sangre porque no hay bebida más pasional; su olor transporta a Castilla, su tacto amilana y su cuerpo enamora casi como el de una bella mujer. "El vino siembra poesía en los corazones" dijo el poeta que describió el infierno al detalle y bien sabe Dios que no es por casualidad, porque allí, en el mismismo abismo, rodeado de ascuas, llamas y olor a azufre, no se bebe otra cosa.
Descorchar la botella ya se torna un placer y quien conoce a este humilde juntaletras sabe que el sonido más bonito de cuantos se escuchan es el del líquido resbalando por el cristal en la primera copa. Ese néctar oscurecido por la piel de la uva, rojizo, acaramelado y redentor rezuma pasión y angustia, amor y placer, lujuria, calor y vida. Se introduce en la boca y embadurna de sabor cada parte de ella: entumece la lengua, adormece las encías y consigue hacerte salivar como la campana de Pávlov. Luego, resbala por la garganta acariciando sus paredes como un enamorado lo hace con los senos de su amada, con la mezcla exacta de dulzura y frenesí. Eleva la temperatura corporal un par de grados, los necesarios para que una noche fría de marzo se vuelva tórrida y abrasora. El crepitar de la leña y el sabor del Ribera incitan al pecado por eso están equivocados quienes afirman que el vino es la bebida de los dioses, son estos necios los que no han entendido que es el mismo Lucifer quien se regodea en su trono de brasas y calaveras con las consecuencias de su creación porque nadie se halla más cerca del infierno que quien se deja engañar por el sabor de la uva fermentada, del cambio químico que se produce cuando el azúcar del fruto se convierte en alcohol y que, indirectamente, lleva a que la inocencia se transforme en impudicia y sensualidad.
La ropa se hace innecesaria, las caricias se vuelven pecaminosas, las bocas se enfrentan en una guerra sin cuartel y el contraste entre el ambiente gélido de la calle y el averno retrotraído a una casa vieja de madera y piedra se asemeja más al de una novela que al de la vida real. Gemidos de pasión, éxtasis, embestidas y acometidas, embelesamiento y fascinación, amor elevado a la enésima potencia y la certeza de que si hay algo que pueda resumir lo que es la vida en su más puro, profundo e intrínseco concepto, son las noches de música, lumbre y vino. Ahí nace y muere el espíritu animal del ser humano, en el embrujo de un líquido que la naturaleza le regaló al hombre para que, por un momento, dejase de ser mortal y se convirtiese en deidad.