jueves, 8 de febrero de 2024

Calma

 “De todas las cosas que me gustaban de ella, que fueron muchas, 
lo que realmente llegó a enamorarme fue la calma que daba a un corazón, 
el mío, cansado de latir”

Recuerdo perfectamente sus palabras cuando, con el último sorbo del quinto Black Label con hielo, le pregunté qué era lo que más extrañaba de ella. Habían sido varias horas de confesiones y secretos, de chascarrillos, lágrimas, chistes e improperios y, finalmente, mis ojos lo habían visto abrirse como el pétalo de una amapola con el primer sol de marzo: cauto, ansioso y tremendamente frágil. 

Me hablaba de ella como quien lo hace de un Rembrandt o un soneto de Garcilaso, como ese madridista de bien que te describe al detalle, con pasión y detenimiento, la volea de Zidane en Glasgow desde que le llega el balón a Solari. Recordaba cada detalle y lo ampliaba hasta lo sobrenatural, dándole unos tintes mitológicos que, aunque uno sabía que eran pura ensoñación, quedaban tan bonitos que deseaba que realmente fueran ciertos.



”Me recostaba en su pecho y el mundo podía arder, ¿sabes?. El puto Nerón podría haber incendiado todas las calles de la ciudad en ese momento que nada me habría importado. Ahí me sentía en casa, cuando ella me acariciaba el pelo. Ese era mi hogar. Recuerdo cómo la acercaba a mí cuando se alejaba diez centímetros en la cama. La agarraba con fuerza hasta sentir su aliento en mi cara, como si tuviera pavor de que la oscuridad de la noche me la arrebatase. Me podía parar en seco en la calle a observarla y siempre, cada vez, me parecía más y más bonita. 
Tenía un vídeo de ella contoneándose de un lado al otro en un parque temático, esperándome mientras yo llegaba de vete tú a saber dónde, con unas botas altas y un vestido marrón ceñido, que te juro que no has visto nada igual en todos los días de tu vida. Hay un momento en él en el que se da cuenta de que la estoy grabando y sonríe de tal manera que enamoraría a cualquiera que lo viera, estuviera ciego, loco o viniese del maldito Saturno. Por eso lo borré hace ya tiempo: porque era imposible volver a verlo sin notar cómo se me quebraba el corazón.

Sus ojos se achinaban cuando sonrería, ese era otro problema. Ya podía haberte clavado un puñal en la espalda que si luego sacaba a relucir ese gesto le podías perdonar todo, incluso notando la hoja afilada rasgándote la columna. Creo que siempre ha sido consciente de su poder y por eso jugó tan bien conmigo, porque sabía desde el principio que tenía ganada la partida. 


Esa calma, macho, esa maldita calma. Me podía pasar días agarrado a ella, charlando, discutiendo incluso, que todo daba igual. Era mi cobijo, mi patria, mi templo y mi vida, llegó a ser tan importante que pensé que no habría nada más, que era imposible encontrar un sitio parecido donde guarecerme en la tempestad. Y es bastante probable que así sea. Fue el puerto, el faro, el barco y, luego, la sirena, la tormenta y las rocas. Todo. Nunca me he sentido tan en paz entre unos labios, nunca nadie me besó de tal forma que el tiempo pareciese detenerse y, creo, que lo hacía tan bien que desde que se fue el reloj no ha echado a andar aunque haga ya tanto de aquello que parezca que jamás ocurrió. Probablemente - dijo mientras tomaba el último sorbo antes de ponerse el abrigo y salir tambaleándose por la puerta hacia su casa - no mereciera que la quisiese tanto, pero ha valido la pena cada segundo de amor por haber disfrutado de una calma que, estoy seguro, jamás volveré a tener”.

miércoles, 24 de enero de 2024

Todo esto era campo

 “Sólo un loco celebra que cumple años”

Óscar Wilde


Treinta y siete. Es que es feo hasta el número. 
Con el sabor a amoxicilina e Ibuprofeno en la boca llegaron las doce de la noche. Supongo que una de las cosas que tiene ser ya un maldito viejo es, inevitablemente, enfermar con más asiduidad de lo que se hacía antes. No contento con una gripe que me mantuvo en la cama durante dos días no hace ni dos semanas, ahora han aflorado en mi garganta esas placas que de vez en cuando vienen a visitarme y consiguen hacerme sudar como si estuviese corriendo una media maratón. 

Estos días de reposo y caldo, de edredón y medicinas, me han servido, por otro lado, para volver a reflexionar, para llegar a ese punto de pausa y vista atrás que siempre me dan los últimos coletazos de enero antes, durante y después de que llegue el veinticinco. Y de todos esos pensamientos sale una agradable conclusión: cuantísima vida ha habido en estos treinta y siete y, joder, qué suerte la mía.

Cuento con los dedos de una mano las capitales europeas que me quedan por visitar y pierdo la cuenta de la cantidad de besos recibidos. Tantas noches de pasión como a muchos les seria imposible imaginar. Vino tinto, cerveza fría, migas, whisky, ron con miel; carmín en los cuellos de las camisas, aire puro invadiendo mi ser, paisajes de película y paseos entre kilómetros de quietud, naturaleza, canto de jilgueros y arroyos de agua cristalina. Playas de arena blanca, sonrisas que dejaban sin aliento, ojos claros, pieles oscuras, adrenalina, música clásica, silencio y paz. Reír hasta derramar lágrimas y llorar tanto que los ojos me cambiaron de color. Querer con tanta fuerza que arde el corazón, amar sobre todas las cosas porque uno ha comprendido que una vida sin amor es tan insulsa que no merece la pena ser vivida. 


Millones de páginas leídas, cientos de folios emborronados, miles de horas de cine, noches sin dormir, mañanas de resaca y tardes de abrazos, mimos y palomitas de maíz. El recuerdo eterno de ocho Copas de Europa… y todo lo que conllevaron. Recuerdos. Imagino que otra de las cosas de la vejez es que tu subconsciente trata de olvidar los malos y únicamente te acuerdas de aquellos que te hicieron tan feliz que no puedes evitar sacar a relucir esa otra frase de anciano que reza eso de
“cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y la verdad es que si, fueron muy buenos…para qué lo vamos a negar. 

El olor a regaliz y coche nuevo de papá, el sonido de la pelota rebotando contra la pared, el de la lluvia chocando contra los cristales del aula mientras mi cabeza viajaba a una distancia sideral de allí. Los veranos de piscina y parque, los inviernos de recreativos y pub; los amigos que se fueron y aquellos que llevas tan dentro de ti que ni un ciclón te los puede arrebatar. Amor. Tanto amor como le es posible albergar a un ser humano que cree en él desde que tiene uso de razón aunque haya veces en que cuanto más lo ansía más lejos se lo pone Dios. Pero también estos últimos meses de reflexión me han regalado otra conclusión al respecto: “quien disfruta de su soledad elige mejor su compañía y quien no puede estar solo elige cualquier cosa por desesperación. No se pierde lo que no tuviste, no se mantiene lo que no es tuyo y no puedes aferrarte a algo que no quiere quedarse”.  

Treinta y siete años atrás este veinticinco de enero. Hemos vivido plenamente una vida maravillosa y sólo queda dar gracias por ello. Por quien vino a enamorarte y se marchó un buen día sin avisar, por quien sí se quedó incluso en los momentos malos, por el abrazo incondicional de quien siempre está ahí y por tantos y tantos que te decepcionaron. Por todos ellos alzo mi copa porque si algo he aprendido en todo este tiempo es que se necesitan días de lluvia para poder disfrutar de los de sol y cielos azules. Gracias por todo lo vivido y seguiremos exprimiendo la vida como la misma vida nos deje hacerlo. 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Pero no quiero

No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. 
Puedo vivir sin ti…
pero no quiero”

Fueron dos toques de nudillo en la puerta de la casa de Mark Ruffalo (Jeff en Dicen por ahí) los que le llevaron a darse de bruces con una Jennifer Aniston (Sarah) derruida, triste hasta la extenuación y con unos ojos henchidos de llorar que me recordaron mucho al amigo sobre el que va esta historia. Mark la dejó entrar, evidentemente, y comenzaron a recriminarse todo lo malo que había habido entre ellos, que era mucho. Es curioso que, casi siempre que una relación no avanza, hay que explotar para volver a recomponerla o, quizá, para decir lo que llevamos tan adentro que de cualquier otra forma es casi imposible sacar fuera de ti. Y ella, con el corazón destrozado, el alma partida y la voz temblorosa, le dice la frase que encabeza este texto y que me parece tan impresionante como para pararme a pensar sobre ella y, por qué no, darle forma a la idea recordando aquel tipo de ojos verdosos que un día me contó su historia. Una historia que narró, más o menos, así:


Puedo vivir sin ti, no te quepa duda. Nadie se muere de amor, a nadie se le parte el corazón más que de forma metafórica y ni mi aorta ni mi cava quedarán taponadas por la tristeza. Mañana, Dios mediante, seguiré respirando, mi rutina diaria no variará en exceso, mis obligaciones estarán ahí y, con el paso de los días, las lágrimas provocadas por tu partida se convertirán únicamente en pena. Después, al cabo de unas semanas, en un nudo en el estómago; más tarde en melancolía, luego en resentimiento y, por último, en un recuerdo borroso que será taponado por otros besos perdidos bajo algún edredón de pluma. En definitiva: No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. Puedo vivir sin ti…

…Pero no quiero. 

No quiero imaginar un futuro en el que no sea tu boca la última que bese antes de irme a dormir. No quiero otras manos que me acaricien el pelo ni otros ojos que me miren con la dulzura de una niña después de sudar como adultos. No quiero discusiones con nadie más que contigo porque me he dado cuenta que prefiero discutir contigo a hacer el amor con cualquier otra. No quiero nuevas primeras citas, no quiero el nerviosismo del primer beso ni conocer la película o el color favorito de nadie más; quiero saberlo todo de ti, quiero que llegue el punto en que nos comuniquemos con una mirada y quiero discutir tan violentamente que, luego, cuando todo pase, que pasará, no quede otra opción que perdonarnos de la manera más pasional posible. No quiero inventarle apelativos a otra mujer ni olvidarme del sabor de tus labios, no quiero planes en los que no aparezcas ni un futuro sin ti, arremangada a mi lado. No quiero pasarme el resto de mi vida pensando lo bonito que pudo ser algo que jamás comenzó ni lo estúpidos que fuimos por no intentarlo, por no darnos la oportunidad que merecíamos pero que, por miedo, nunca sucedió. No quiero quedarme con la duda porque no hay nada peor en esta vida que no poder pasar página por un renglón incompleto. No quiero perderte sin tener la seguridad de que no eres tú la que está destinada a pasar el resto de los dias que me queden deambulando por aquí a mi lado. No quiero dejar ir a quien me hizo tan feliz como no soy capaz de alcanzar a recordar. 

“¿Y si ella sí quiere?” - le pregunté yo.

- “Entonces me marcharé con la conciencia tranquila porque yo sí lo intenté todo, absolutamente todo… y esa es la única manera que existe para no regresar jamás”. 

lunes, 11 de diciembre de 2023

Un corazón podrido de latir

“A este ruido, tan huérfano de padre
no voy a permitirle que taladre
un corazón, podrido de latir
este pez ya no muere por tu boca
este loco se va con otra loca
estos ojos no lloran más por ti”.


Qué bonitos tenía los ojos cuando lloraba. Era una cosa que siempre le había causado honda impresión de sí mismo cuando se bañaba entre lágrimas y dolor, cosa que, por suerte, no solía ocurrir cada poco tiempo. Se le aclaraba más de lo normal y con una facilidad pasmosa la suave línea verdosa que cerraba su iris por la parte inferior, tornándose de un azul claro, casi cristalino. Cuanto más fea se ponía su alma, más bonitos lo hacían sus ojos. Una de tantas contradicciones de la vida, supuso.

Encontró de nuevo consuelo en un vaso de whisky con hielo y en la tinta de un bolígrafo emborronando la hoja del calendario de noviembre que aún nadie había arrancado de la pared. “Qué solo está uno” - pensó - “cuando a mediados de diciembre todavía quedan vestigios de un mes que hace tanto que terminó”.


Lloraba de pena, de una de esas que te anudan el corazón. Lo hacía intermitentemente y a diferente ritmo e intensidad. Rezaba en voz alta para que ese Dios todopoderoso en el que tan fervientemente creía le ayudase pronto a pasar el mal trago y secase cuanto antes sus ojos y ese corazón, que diría el poeta, “podrido de latir”. Había vuelto a cometer un fallo garrafal que, cada media década más o menos, se producía. Había vuelto a abrirse de la única forma que acostumbraba en las contadísimas ocasiones en que lo hacía: de par en par. Y la cosa no había acabado muy bien. De nuevo vislumbró un futuro con hamacas y niños correteando, con peleas por quién pondría la música en el coche, por veranos de piscina e inviernos de migas jugando a cualquier juego de mesa; por guerras bajo las sábanas y tantos besos como su boca fuese capaz de producir. Había pensado en un salón repleto de gente en Navidad, en conversaciones hasta el amanecer, en orgullo mutuo y amor eterno, en confianza y respeto, en encontrar a esa mejor amiga con la que compartir lo poco que tenía y crecer junto a ella hasta el final de sus días. Había vuelto, en definitiva, a hacer lo único que nunca debería hacer un hombre que peca de romántico y que vive el amor con tanta intensidad: enamorarse. 

Y todo, claro, se había ido al traste.

Se fue la primera tarde que ella le dijo que no sentía lo mismo pero él se empeñó en no creerla. “Cambiará” - se dijo para sí - “haré que cambie”. Pero no lo consiguió. Nunca entendió que él no era suficiente y que, cuado no eres suficiente para alguien, la batalla está perdida de antemano. No fueron suficientes sus besos cálidos ni sus abrazos largos, estrecharla junto a sí con la fuerza de un tifón pidiéndole al oído que, por favor, no se alejase ni un milímetro. No bastó intentar asentar desde el principio los tres pilares en lo que toda relación sana ha de basarse: respeto, sinceridad y amor. No alcanzaron los viajes a castillos centenarios ni las copas de vino, ni las palabras bonitas ni las caricias, ni los secretos ni la promesa de que haría todo lo posible para estar junto a ella cuanto antes. No sirvió darlo todo por la sencilla razón de que ella jamás quiso recibir nada. No fue suficiente volver a querer tanto tiempo después ni hacérselo saber, ni esforzarse por cumplir lo que pedía, ni los planes futuros ni los momentos presentes. Simplemente no bastó.

Y en ese momento de pena intensa y dolor punzante decidió que cumpliría la última promesa que le faltaba: dejar un recuerdo de todo lo que le hizo sentir, que fue tan grande como el mismo mundo. Siempre quedarán guardados en su mente sus dos ojos achinándose al sonreír, la dulzura con la que le acariciaba el pelo cuando se recostaba en su pecho, sus labios, sus manos, la forma en que se apartaba cuando le rozaba el ombligo o esa mirada que le atravesaba el puto corazón cada vez que se quedaba fija en la suya. Quedará grabado a fuego el recuerdo de los abrazos largos, de las carantoñas, de ese nombre de cuatro letras que inventó para ella y que algún afortunado hará suyo en no mucho tiempo. Permanecerá en la retina un futuro que no existió porque cuando uno no está dispuesto a intentar amar ningún amor es posible y porque el rechazo duele, pero lo que mata cualquier cosa mínimamente salvable, mínimamente importante en este mundo es la indiferencia. Así que él, que había vivido los días más felices en mucho tiempo, se juró que no sería indiferente con alguien que lo había hecho tan dichoso y con la mano manchada de tinta azul terminó de garabatear una hoja de calendario homenajeando a quien le volvió a abrir el corazón aunque luego, involuntariamente, lo derruyese como un castillo de naipes. No era el momento o simplemente no era él, quien sabe; lo que sí tenia claro es que el cielo le había obsequiado con un regalo de nombre de canción, mirada de otro mundo y que lo había hecho tan feliz como a duras penas alcanzaba a recordar. Así que en el silencio de una noche de diciembre, siempre diciembre, le dio las gracias por todo lo bueno y se disculpó por no haber sido suficientemente para lo que ella merecía.



miércoles, 29 de noviembre de 2023

Patagonia

Si no hubiese sido por el acento anglosajón de media docena de rubias paseándose por el hall del hotel, el amargor de una cerveza distinta a la que su paladar estaba acostumbrado a saborear y la cantidad de billetes naranjas que tuvo que depositar en recepción para pagar la cuenta, la postal bien podría parecerse a la de cualquier punto del norte de su España natal. Chopos, encinas, pinos, aire fresco, tierra húmeda, tejados de piedra, ajetreo en las calles, rayos de sol rompiendo contra su piel, curtida ya en tantos años que le costaba enumerar y los mismos pensamientos de siempre, esta vez, a diez mil kilómetros de distancia.

A lo lejos, un lago tan azul como sus ojos jamás habían visto. Un tono flúor, cristalino, transparente; vertido del agua de las montañas nevadas que nacían sobre él y que próximamente, Dios mediante, visitaría. A eso mismo había venido. A eso y a algo más.



La tarde comenzó a languidecer y él volvió a encontrarse sólo. Pensó en eso durante un tiempo prudencial llegando a preguntarse, seriamente, si en algún momento de su vida no lo había estado. Recordó apenas un par de ellos, un puñado de instantes fugaces dónde sí se sintió en compañía: una infancia maravillosa con una familia que creyó eterna y la sensación, años después, de que podría guarecerse en unos ojos verdes por el resto de su vida y que ahí, en el calor de dos iris color aceituna, encontraría a la única persona con la que se había sentido querido, seguro y en paz. Y nada más. Después de eso, la nada.


El viento helado de la montaña comenzó a endurecerse, cambiando las caricias iniciales de una delicada brisa por una guerra abierta de la que era consciente que no saldría vencedor. Se guareció bajo un gorro azabache y un polar que había traído consigo al país que, no hacía ni veinticuatro horas, lo había hecho arder hasta enrojecer su piel. Volvió a llenar de cerveza el vaso en un ritual que ya se le hacia más sagrado, recurrente y sanador que la propia misa de doce y siguió filosofando sobre el amor, sobre lo difícil que es amar y lo complicado que es hallar un equilibrio en esa balanza que nunca se mantiene nivelada.


“No hay nada más triste que mendigar amor” fue el eslogan que se había apropiado para aleccionar, no hacía demasiado, a un buen amigo. “Si le dejaste de hablar y no intentó encontrarte, hiciste bien” había leído ni cuarenta y ocho horas atrás en un vallado publicitario en la ciudad de los tangos y el asado. Ambos, muy ciertos. Los dos, tremendamente duros de encajar. “Qué difícil” - pensó - “llegar a este punto de la vida buscando a alguien que busca lo mismo que tú. Qué complicado encontrar a quien quiera matar y morir por ti en un mundo en el que prima con tanto ahínco el hedonismo y la creencia de que es más importante cubrir tu espalda antes que la de la persona a la que amas.. Qué difícil hallar a quien estaría dispuesto a dejarlo todo y a aquella que, lejos de tenerte como segundo plato, podría dejar de comer durante un par de días si se sienta contigo en la mesa. Cuántas veces - siguió con la reflexión - había tenido que aguantar a sus amigos más cercanos envidiando su infinita libertad y él, que es de esos que nunca estuvo acostumbrado a callar, les tenía que recriminar ser tan desagradecidos con la vida: “cambiaría toda esa libertad por estar anclado, como lo estás tú, a la mujer a la que estabas predestinado”.


Pero, al final, los caminos del destino (o como lo quieran ustedes llamar) son inescrutables. Desear que alguien que no te ama lo haga es como querer no pasar frío frente al precioso glaciar que se postra frente a mí en estos momentos. Y hay veces, como decía el poeta, que afrontar la realidad es el único camino posible, entender que si no te priorizan es mejor huir y dejar de dar lecciones a los demás para comenzar a aplicárselas uno mismo. Y todo eso que se ha dicho, que se ha escrito y que se ha filosofado, es fruto de una tarde cualquiera en un lugar recóndito de la Patagonia argentina, bebiendo cerveza del mismo nombre y comprendiendo que por muy lejos que uno viaje el corazón sigue queriendo las mismas cosas… por muy imposible que sean.