El ‘pero’ es la palabra más puta
que conozco: “te quiero, pero…”, “podría ser, pero… “, “no es nada grave, pero…”
¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era o lo
que podría haber sido, pero que nunca fue.
Pocas veces en la historia del
cine se creó una película más bella, bien llevada y mejor hecha que la que
dirigió y estrenó allá por 2009 Juan José Campanella. El Secreto de sus ojos es, para mí, una de las cien mejores películas de la historia y, sin duda, la mejor que ese país de acento meloso,
pavas de mate, sabor a tango y balompié nos ha regalado. Y dentro, escarbando
un poco en esa maravilla del séptimo arte, encontramos la reflexión que
encabeza este texto y que se erige hoy como principal enemigo del condicional, del ‘pero’
y el ‘y si’; del dejar de lado lo que se puede hacer y nunca llega a
realizarse.
No hay nada que más aterre a
quién les escribe que el condicional, que ese maldito tiempo verbal que te
arrebata realidades para convertirlas en sueños y luego, con el paso del
tiempo, transforma esos mismos sueños en irreparables frustraciones. Siempre es
mejor arrepentirse de algo que no hacerlo, porque al final, con el paso de los
días, el pensamiento de qué pudo haber ocurrido si lo hubiera realizado, si me
hubiera armado de valor para decirle que la quería, para darle aquel beso que
nunca salió de mis labios, para rogarle que no se fuese, que se quedase aquí un
rato más… pesa más que cualquier fallo, por muy garrafal que este haya podido
ser. Temer que tus actos puedan salir mal nunca debe ser motivo para frenar lo que
puede hacerte feliz esa noche, esa semana o el resto de tu vida. Jamás.
Los romanos lo llamaron ‘carpe
diem’ y, tras Horacio, los más románticos basaron su vida en ese concepto tan apasionado
como tremendamente irreverente. Chaplin lo plasmó como metáfora utilizando su profesión:
“La vida es una obra de teatro que no
permite ensayos. Por eso canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento
antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Ríe o llora,
ama u odia, sal a la calle y corre, o quédate en casa leyendo, pero no dejes
pasar el tiempo sin hacer lo que te colme, lo que te haga tan feliz que consiga
avanzar a toda máquina las manecillas de ese reloj incesante que un día, cuando menos te lo
esperes, se detendrá para no volver a echar a andar jamás.
Que no quede en tu tintero un
beso que quieras dar y no des por temor. No guardes en la recámara una caricia, un abrazo o una
noche desnudo junto a ella bajo las sábanas blancas de una oscura habitación.
No dejes escondido un piropo por el miedo al qué dirán, ni esperes a que el
próximo tren pase por la estación por si acaso, sin darte cuenta, ese al que
estás a punto de subir es el último. Destierra de tu vocabulario el “a ver si
nos juntamos un día” y queda con él esta misma noche; olvídate de “el verano
que viene tenemos que ir a…” porque nunca lo harás. Saca el billete ahora,
móntate en el avión y lárgate a ese lugar con el que sueñas aún a riesgo de no
sea como tú creías. No esperes a que el mundo gire en torno a ti ni a que los
astros se alineen para hacer lo que más deseas, aquello que tanto anhelas y pospones
una y otra vez. No aguardes a mañana para comenzar a vivir porque llegará un
día en que las arrugas pueblen tu piel y eches la vista atrás dándote cuenta de
que, como decía Enrique VIII en los Tudor, el tiempo es el único bien que no se
puede volver a comprar.
Salta si te apetece saltar, llora
si la pena te corroe, ama siempre y en todo lugar, corre cuando el mundo
intente atraparte, sonríe todo lo que puedas y exprime hasta el último segundo de ésta, tu única vida terrenal y conocida. No temas al qué pasará, pues a todo se
le puede poner solución menos a las cosas que nunca llegamos a hacer. Así que hazlas. Ahora. ¡¡Ya!!