Ocho copas de vino perfectamente
alineadas en dos filas de a cuatro. Una pared de ladrillo y una ventana al
fondo. Una carta y una tapa, una chupa de cuero y la certeza de que no existe
un cuadro más bonito en todo el puto planeta tierra porque ella, en medio, lo
hace absolutamente perfecto.
Viste de negro y mira a la cámara
como una modelo a la que no le gustan las fotos, como una niña guapa a la que
no le gusta que se lo digan, como una mujer que sabe perfectamente que tiene
el mundo a sus pies. Y bien sabe Dios que lo tiene.
Recuerdo que bebía vino hace ya
años, cuando no estaba de moda. Tomaba café solo sin azúcar ni edulcorante. Caminaba como quien intenta
no destacar pero jamás lo conseguía. Sonreía achinando los ojos y muchas veces,
por cualquier gilipollez, lloraba de la risa. Se le está empezando a aclarar el
pelo porque el sol empieza ya a calentar en el cielo. Era una de las cosas que
más me gustaba de ella, esas puntas doradas contrastando con su piel tostada, eso no se me va a ir de la mente ni aunque mañana mismo me borren la memoria
por completo.
La miras y te sientes seguro, en
casa, a cobijo y en paz. Te habla y el mundo pasa de ser una guarida de locos a convertirse en el paraíso del que hablan las escrituras. Te besa lento y notas cómo, poco a poco, las agujas del reloj
se detienen, como si el universo te diese la oportunidad de disfrutar un poquito
más del momento. Si sus manos se pierden en tu pelo te puedes dar por jodido,
porque ya has caído en su embrujo y te aseguro que no vas a poder escapar
jamás... ni aunque pasen trescientos millones de años.
La fotografía se queda ahí,
guardada para los ojos de poco más de ciento cuarenta afortunados que podrán
presenciarla siempre que gusten. Yo soy uno de ellos y ya la tengo desgastada
de tanto mirar. Me encanta esa foto, me encanta lo que ven mis ojos
cuando la miran y adoro cómo ella la hace mejor, como solía hacer todo lo que
hacía. Me gusta el cuadro en sí, me fascina el contexto y el orden de cada
cosa, desde esas ocho copas de vino hasta cómo te mira con esa media sonrisa.
Me quedo prendado cada vez que la veo, perplejo al pensar que una vez pasó por
mi vida y melancólico cuando caigo en la cuenta de que ya no está. Me place ver
que sonríe más que nunca, me complace pensar que es feliz y me deleito con cada
una de las veces que así lo compruebo. Lo único que no me gusta de esa
fotografía, lo que más odio de ella, de hecho, y además lo hago con todo el dolor de mi
corazón, es saber que esa obra de arte perfecta captada con un teléfono móvil no la he hecho yo.