sábado, 18 de febrero de 2017

El final que fue principio

Fue la última vez que disfrutó del azul de sus ojos antes de que se apagasen para siempre y con ellos comenzase a detenerse también su ya maltrecho corazón.

Cuarenta y dos años junto a ella. Cuarenta y dos. Casi medio siglo de un amor tan profundo, inquebrantable, puro e imperecedero que ni el más fantasioso cuento de hadas lo hubiese podido describir mejor. Tantos besos que sería imposible contar, tantos abrazos y tantas caricias que ni el infinito orden numérico podría abarcar. Tantas noches en vela, tantos días de pasión, tantos y tantos recuerdos escondidos tras esas pupilas cansadas que llenarían todos los tomos de la más pródiga de las enciclopedias. Y allí acababa todo, sobre las blancas sábanas de una habitación de hospital, dos enamorados se decían hasta siempre a ojos del mundo, aunque sin que ese mundo lo supiese, se preparaban para volver a encontrarse tan solo unos minutos después.

Él había dejado su bastón reposando sobre la mesita de al lado y, arañando un soplo de voluntad a su fatigada anatomía, se subió a la cama para abrazarla una vez más. Ella, marchita como una flor en otoño, había sacado fuerzas de flaqueza para hacerle un huequito en un colchón agotado de sostener penas y dolor, fatiga y enfermedad.

Se miraron sin decir palabra alguna y se besaron con la ternura de un par de niños que se encuentran por primera vez. Permanecieron frente con frente durante segundos, minutos, horas o días, nadie lo supo muy bien. Él la acariciaba con dulzura recordando aquella piel tersa que ahora, con el paso de los años, se había arrugado tras un baño de vida. Sus ojos, sin embargo, eran los mismos que lo habían conquistado hace tanto tiempo que bien podría haber sido ayer. Su sonrisa también era la misma, esa que salía a relucir a las siete y poco de la mañana y no se iba a dormir hasta bien entrada la noche. Sus manos lo mimaban igual, sus besos sabían al mismo maná divino que lo había rescatado de una vida sin sentido e incluso el sonido de una voz frágil que se apagaba poco a poco seguía sosteniendo el mismo tono, timbre e intensidad de antaño cuando pronunciaba las dos palabras que a él lo hacían sentirse el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra: ese ‘te quiero’ que nunca jamás se cansó de escuchar. 

Sus párpados se cerraron y la respiración del amor de su vida cesó para siempre. Él notó cómo su aliento dejaba de romper contra sus labios como olas erosionando a golpes las rocas del mar y fue consciente inmediatamente que ahí, en ese preciso instante, su corazón se quedaba sin motivos para volver a latir.

Una lágrima de pena cayó por sus rugosas mejillas aportando a la escena el único signo de luto que aquel viejo enamorado estaba dispuesto a ofrecerle al mundo. Porque allí, en el momento y el lugar donde el dolor se esforzaba por apoderarse de él y apresarlo dentro de una cárcel de pena y melancolía, sacaría todo el valor que fuera necesario para hacer inmortal lo que, en principio, sólo iba a ser un amor para toda la vida. Allí, en una habitación vacía de hospital, las arrugas, los marcapasos, los medicamentos a la hora de cenar, el bastón, la ciática y hasta el mismísimo cáncer dejaron de tener importancia para dos almas que se marchaban juntas de una vida que se les había quedado demasiada pequeña.


Sin que nadie los viese o se percatase del milagro, los dos amantes dejaron de lado un mundo que ya no les pertenecía para largarse, unidos, a un lugar donde podrían volver a quererse desde el principio y para siempre, como si todo hubiese empezado hace un segundo y jamás fuese a concluir. Un lugar donde no habría más que paseos matutinos y sexo vespertino, felicidad plena y tiempo de sobra para demostrarse lo que ellos tenían muy claro: que cuarenta y dos años de amor sólo son un bonito comienzo.

Minutos más tarde la pena y la congoja se quedaron encerradas tras los muros de ladrillo y la jaula que apresaba a dos seres humanos que formaban uno solo se abrió para dejarlos volar, de la mano, hacia toda la eternidad. Y es que todo el mundo sabe que, cuando se ama de verdad, no existe galaxia, dimensión o tiempo que encierre lo que sólo un corazón henchido del sentimiento que desde siempre ha movido al universo, el amor, puede albergar.