Aprovechando las polémicas declaraciones de la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, doña
Ángeles Carmona, en las que asegura que el piropo “supone una invasión en la
intimidad de la mujer y que, por ello, es necesario su erradicalización”, me he
animado, desde la quietud de un hogar que comienza a ver amanecer, a salir en
defensa del que para mí es el último reducto de una generación de románticos
tristemente en proceso de extinción.
Lo primero que habría que decir
en defensa del piropo es que éste no es exclusivo del género masculino. Ni
mucho menos. No creo, de hecho, que haya un matiz más machista que ese en el
discurso de la presidenta de un órgano que, en teoría, lucha contra eso mismo,
la discriminación. Como digo, el piropo no pertenece, para nada, a los hombres.
Si bien es cierto que por cuestiones sociales, culturales o simplemente
estéticas, es posible que seamos los que más lo usamos, las mujeres no sólo pueden,
sino que deben recurrir a él siempre que así lo crean oportuno. Faltaría más.
Al igual que el cine, la
literatura, la pintura o cualquier otro ámbito cultural, hay piropos buenos y
malos. Como no es lo mismo escuchar a mi vecino del quinto cuando practica sus
lecciones de piano que disfrutar del Claro
de Luna de Debussy, no es lo mismo un piropo salido de una boca educada que
otro que resuena con grosería, falta de tacto o carencia de sensibilidad. Sin
embargo, como toda muestra artística (porque el piropo no deja de ser eso) no
puede ser condenado ni censurado ante la falta de gusto de unos cuantos o unos
pocos. Sería como cerrar todos los museos del mundo porque existe el Guggenheim
de Bilbao, y no creo que nadie estuviera de acuerdo con eso.
Otro aspecto que obviamos cuando
hablamos del piropo es que no siempre han de alagar aspectos físicos de la
persona. Cuando entramos en casa de un desconocido y enaltecemos lo bien
decorada que está, lo estamos piropeando a él. Cuando nos fijamos en un corte
de pelo novedoso, exaltamos la nueva camisa que ha adquirido un amigo o loamos
la fotografía tan espectacular que ha subido al muro de Facebook, estamos
recurriendo de nuevo al tan deslegitimado piropo con la única intención de
agradar a alguien que nos es cercano, importante o querido. Y eso, en una
sociedad cada vez más confrontada, virtualizada y alejada del contacto
personal, no puede ser criticable por mucho que a la señora Carmona le
apetezca.
Pero sí, hay que ser coherentes y
saber que el piropo, en un porcentaje importantísimo, ahonda en los aspectos físicos.
La mirada, el cuerpo, la sonrisa, el cabello… todo es piropeable hacia ojos de
otro, como no podía ser de otra forma. También, como decíamos con anterioridad,
reconocemos desde estas líneas que son las mujeres las más piropeadas, no por
otra razón que porque son, con diferencia, mucho más llamativas físicamente que
los hombres. Pocas cosas, y permítanme que me ponga meloso, hay en este planeta
más bonitas que una mujer y, por tanto, es entendible que se lleven el mayor
porcentaje de adulaciones, cosa que, a mi modo de ver, no debería ser más que
un motivo de orgullo para ellas.
Tres son los pilares donde se
sustenta todo buen piropo: belleza, originalidad y respeto, estando los dos
primeros supeditados íntimamente al tercero, porque lógicamente sin éste, los otros
pierden todo su sentido. El respeto y la educación son fundamentales para que
un piropo tenga efecto. No es lo mismo acercarse a la barra del bar y
comentarle a una chica (o a un chico) lo increíblemente bonita que te ha
parecido, que soltarle desde un andamio un “vaya culo tienes, morena” a una
señora que pasea con su hijo por la calle. Por supuesto. Pero reiterándonos en
lo ya comentado, no podemos maldecir o fustigar el primero porque exista el
segundo, no habría mayor injusticia para todos aquellos (o aquellas) que reúnen
el valor de cruzar la biblioteca, la discoteca, la calle o el parque para
hacerle saber a otro individuo que le ha encandilado su belleza.
Entrando ya en la premisa de que
el piropo puede que no sea requerido ni agradecido aunque sea bonito, original
y respetuoso, hemos de pensar también que una retahíla de agasajos verbales no
puede tener sentido si el primero no encuentra respuesta. Es decir, si una
mujer (o un hombre) piropea a otra persona y ésta le contesta bruscamente o huye
despavorida, el sentido común dicta que ahí termina la adulación y, por tanto,
la supuesta ‘ofensa’. Con lo que además de la brevedad de ésta podemos asegurar
que un piropo no correspondido o no agradecido supone, con creces, una molestia
mayor para el emisor rechazado que para el receptor rechazante.
Concluyendo ya este alegato, me
niego a pensar que en una sociedad que se desvive por verse estupenda en todos los
aspectos posibles (incluyendo el físico, por supuesto) queramos desterrar de
nuestro vocabulario al principal valedor de nuestro trabajo diario. En un mundo
pendiente de las modas, amante del buen gusto y aferrado cada vez más al culto
al cuerpo, asesinar sin piedad la lisonja de otro hacia nuestros éxitos y
conquistas es, sencillamente, pueril. Porque si usted ha conseguido adelgazar
cinco kilos tras las navidades, tiene tanto derecho a que se lo aprecien como
quien se ha armado de valor para hacerlo. Si a usted le queda como un guante
ese vestido amarillo que luce en su perfil de Whatsapp, tengo la potestad y, me
atrevería a decir, la obligación, de hacérselo saber lo más rápido posible. Y
si usted taconea como los ángeles, sonríe como Natalie Portman o cuando me mira
noto que se me encoje el corazón, no creo que nadie, y mucho menos una señora a
la que probablemente jamás habrán echado un buen piropo, quiera, pueda o tenga autoridad
para obligarme a no decírselo a la mayor brevedad y con las palabras más
hermosas que encuentre.
Poner en duda la muestra de
cariño verbal más ancestral, bella y característica del ser humano desde que
éste es tal, en el año 2017, sólo es síntoma de una feminización tan mal
entendida como estúpida, de una necesidad apremiante de buscar problemas donde
no existen para dar sentido a un departamento tan inútil como, seguro, bien
subvencionado. Y, ante todo, querer erradicar de la vida cotidiana el piropo es
la manera más burda, cruel y asquerosa de querer coartar mi derecho a decirte,
una mañana cualquiera de enero, que nunca, querida mía, te había visto tan
guapa como hoy. Y por ahí, señoras y señores, sí que no paso.