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jueves, 17 de enero de 2019

Vientos del sur

Vientos del sur despeinan mi pelo en la cima de esta montaña donde hoy les vengo a escribir todo lo que me inspira mi pueblo, mi casa, la tierra donde crecí; todo lo que, desde que tengo conocimiento, me ha hecho tan feliz. Vientos del sur golpean en mi cara y traen consigo fragancias a romero y olivo, a genista, espliego, pino y tierra mojada, a recuerdos de dónde vengo, a memorias de donde yo vivo, al lugar que me lo ha dado todo sin que yo le pidiese absolutamente nada.

Manchas de cerveza y gamba en el asfalto, guirnaldas colgando de los balcones, ropa de invierno en el armario y la de verano guardada en los arcones. Tortilla, paella, gazpacho y cerveza, llegar a una casa con la certeza de que todo lo que tengan te lo pondrán sobre la mesa, que aquí nadie se guarda nada, que aquí todo se deja, que el principal valor de un pueblo es darlo todo aunque de nada se tenga. La generosidad de una gente que sin tener mucho lo da todo, la mesa camilla, el brasero, la caja de dulces, el poleo menta con miel o el café solo; juntarse para jugar al trivial, para ver el fútbol, para sentarse a cuchichear de algo o para criticarlo todo. La necesidad apremiante del calor de tu gente, la de un abrazo largo y tendido o la de un beso en la frente, la vida llevada al extremo de intentar usar bajo cualquier concepto y sobre todas las cosas el corazón… y olvidarse un poco de la mente. 

La vida rural, la del perro, el campo, la oliva, la caza y la siesta, la de verbenas y canciones que curan todos los males, la de encierros, peñas y amigos reunidos en viejos locales; la de cubatas cargados, chupitos de orujo y buenos modales. La vida que yo quiero no es otra que ésta, la de la amistad sobre cualquier cosa, la de la familia, la de la gente humilde y modesta, la de la gente trabajadora, la de la buena gente, la de la gente que lucha, la de la gente honesta.
Rollos de pan que no se pasan o vino tinto y migas, niños corriendo por las calles sin temor a los coches, sonrisas y gritos, vivir la vida con toda la pasión que puedas ya sea de día o de noche; amigos que lo mismo te alaban por lo bueno que, cuando toca, no dudan en freírte a reproches. Besos a escondidas, desabrocharte el sujetador sin que te enteres y luego contestarte con un “no sé” cuando me pidas que te lo abroche. Beber cantidades ingentes, comer hasta caer rendido, quedar para ir a ver las estrellas, coger el arroz directamente de la paella, recordar cuando fue la primera vez que la besaste o, mejor aún, la primera vez que te besó ella. 

Hogueras en las calles, petardos y carretillas, paisajes que parecen de película pero que tienes ahí al lado, esperando tu visita. Verdes praderas, cervatillos corriendo, agua cristalina, nieve en lo más crudo del invierno y baños desnudos en verano colándonos en la piscina. Bailes desenfrenados, vaqueros ajustados, amores que mueren y otros que germinan, tantos recuerdos que no caben en la cabeza, tantas visiones que no entran en la retina.


Campos de trigo y barbechos, kilos y kilos de aceituna, el verde del prado contrastando con el azul del cielo y el sonido del ciervo bramándole a la luna cuando está en celo. Los pájaros despertándote a finales de mayo, los nervios de la primera semana de septiembre, los años que siguen pasando pero tú sigues estando estando igual de bonita que siempre. Piernas morenas taconeando por un paseo adoquinado, terrazas, caracoles, queso frito y sonrisas que te dejan atontado; cabellos dorados que se esconden en la capital, lunares en mejillas que, cuando los miras, apenas te dejan respirar. Ojos azules, faldas muy cortas, el repiqueteo de las campanas de la iglesia que te recuerda en qué hora estás, que el tiempo no cesa, que el mundo no para y que ahora, y no luego, es el momento de disfrutar, que no hay más vida que ésta y es tan efímera que algún día, no muy lejano, sin que te des cuenta, se acabará. Así que corre y empápate de lo tuyo, de tus raíces, de tu gente, de tu casa y de todo lo que te hace feliz, pues no hay nada más valioso en esta vida que tenemos que sentarse al lado de los que te quieren y no parar de reír. Salta, corre, llora, besa, abraza y quiere... y, por favor, no dejes nunca de vivir.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El primero

Os juro que la que va a ser la primera madre de mi grupo de amigos, hace tres días y medio estaba sentada conmigo en el parque haciendo botellón. Así, como lo leéis.

No hace una semana que paseábamos los dos en mi SEAT Toledo, tristemente fallecido ya, contándonos mil cosas sobre la vida, sobre nosotros, sobre la gente de nuestro alrededor, el instituto y el amor. Porque a ella la conozco hace tanto que hasta puedo hablar con ella de amor. Fíjate tú si la conozco.

He estado a su lado desde que alcanzo a recordar y la he visto reírse tantas veces que he perdido la cuenta. Y llorar también. Me acuerdo cómo se preocupaba cuando salíamos hasta tan tarde que veíamos amanecer porque sabía que tendría bronca con su padre, o cuando bajábamos a la balsa a pasear las noches de esos veranos que parecía que nuestras casas se nos caían encima si nos quedábamos dentro. La he visto rubia, morena y castaña, con pantalones de campana, faldas, trenzas, vestidos y chándal. Y ahora, si Dios quiere, la voy a ver convertirse en mamá.



Y la historia con él es todavía más larga. Lo conozco desde el primer día que puse el pie en este pueblo hace como ciento cincuenta años. Él sí que no ha tenido variación, o al menos a mí no me lo ha parecido. Si me pidiesen ahora mismo que lo dibujase con ocho años cogería una fotografía suya de hoy y la pegaría sobre el cuerpo reducido de un crío de colegio. No ha cambiado nada, sigue siendo el mismo tipo con el que he jugado al fútbol, al pádel, he montado en moto o he acribillado a bolas en el paintball. Y dentro de unos meses, casi sin darnos cuenta, va a ser padre por primera vez.
De los tres momentos que más he temido en mi vida: la primera boda, el primer nacimiento y el año en que sea más viejo que el jugador más viejo de la plantilla del Madrid, ya he pasado uno y medio. A todas luces y aunque me lo vienen avisando desde hace tiempo, parece ser que sí, que los rumores son ciertos y me hago mayor. De repente te encuentras poniéndote de cubatas hasta las patas en una cochera inmunda y al día siguiente, nadie sabe muy bien cómo, te empiezas a imaginar rodeado de sobrinos políticos correteando por ese mismo local con la camiseta de la peña. Cosas de la vida, supongo. Tendrá que ser así.

Sin embargo, transcurridos los primeros días de shock y desesperación tras la buena nueva, mi mente se ha ido aclarando y mi corazón, después de mucho esfuerzo, ha encontrado consuelo ante el colapso emocional sufrido anteriormente. Me pasó en su día con aquel momento que lo cambió todo y ha vuelto a ocurrir hoy. De nuevo han sido esos recuerdos, el tesoro más maravilloso que tengo encerrado en el subconsciente, los que me han hecho salir del pozo con una sonrisa en la boca. Ha sido el saber que muy poca gente puede presumir de haber conocido a sus amigos desde siempre y que siempre estuvo allí con ellos, desde la  primera comunión hasta que tuvieron su primer hijo, desde su primera resaca hasta el día en que contrajeron matrimonio, en las buenas y en las malas… todos los días de su vida. Eso es algo que me hace sacar pecho, que me hace sentir plenamente orgulloso y me llena de felicidad. El tiempo pasa tan rápido que no te das cuenta, pero creo fervientemente que lo hace más rápido aún si los que tienes al lado te hacen tan feliz como mis amigos me hacen a mí. Así que, dentro de tres o cuatro días, no se extrañen que vuelva por estos lares a contarles cómo hemos celebrado la primera jubilación, porque esta dichosa vida pasa tan sumamente deprisa que asusta, pasma y acojona. Mi único consuelo es saber que seré el tío molón y tremendamente sexy de un puñado de niños que necesitarán de mis sabios consejos, y que tendré a sus padres al lado, como siempre han estado, para encasquetarles a los míos cuando tengan a bien llegar.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Domingo de fiestas

No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles, ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.

Los locales se limpian con menos ilusión que hace una semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo sabe.

Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de terminar.

Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve a echar a andar una vez más a partir de mañana.

Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.

jueves, 31 de diciembre de 2015

El viejo local

Hay veces que el fin de una etapa coincide con un hecho puntual y preciso que te recuerda que, efectivamente, todo comienza a cambiar una vez más… para bien o para mal. Bien puede ser un tubo de pasta de dientes que se termina o un local vacío, limpio y expectante a una última cena que, como las campanadas de un treinta y uno de diciembre, te vuelven a avisar de que todo, absolutamente todo, va a ser distinto a partir de ahora.

Hoy, después de más de media década junto a él, mis amigos y yo decimos adiós al lugar donde hemos exprimido estos últimos años. Quizá parezca exagerada esa metáfora pero yo les aseguro que no, que no lo es en absoluto. Allí, entre esas cuatro paredes, bajo el manto de un techo desconchado y con el estruendo de unos altavoces a toda potencia y toneladas de inservibles objetos rondando por ahí, hemos vivido los que, sin duda, han sido los mejores años de nuestra vida.

Reímos, lloramos, amamos y odiamos. Tras esa puerta verde que esta noche se cerrará por última vez a las tantas de la mañana, hemos cantado y vibrado, hemos besado y discutido, hemos bailado y bebido, hemos caído y nos han levantado. Nos hemos disfrazado de todo cuanto ustedes podrían imaginar, incluido del río de plata del Belén… que manda cojones.
Hemos comenzado a crecer y, poco a poco, nos hemos dejado una infancia que parecía íntima e inquebrantablemente ligada a nosotros. Allí, en ese local que hoy se cierra se encierra para siempre nuestros últimos años de adolescencia, nuestros últimos amores de juventud, nuestras risas de niños y los primeros coletazos de una madurez a la que muchos tememos llegar.

Por allá han desfilado novios, amantes, prometidos, familiares, amigos y conocidos. Toda persona que alguno de nosotros quisimos en alguna ocasión o amaremos por el resto de nuestra vida recordará alguna fiesta en ese local, alguna tarde de comida o una noche de duro o jaca.
Hemos celebrado graduaciones, nuevos negocios, despedidas y hasta pedidas de mano. Todo, absolutamente todo lo bueno de nuestra vida, ha pasado por allí. Y alguna cosa mala también, como no podía ser de otra manera.

Ahora comienza una nueva etapa en un lugar no muy alejado. Mañana todo será distinto en un local nuevo que nos recibe más crecidos, más maduros, más asentados y más mayores, pero al que le siguen esperando cientos de tardes de cerveza y miles de noches de amistad exacerbada.

En el recuerdo, ese sitio al que sólo tú puedes acceder, quedarán grabados los taburetes rotos, el pestillo del baño que no se terminaba de cerrar, las fiestas del agua, las hogueras en la calle y hasta las broncas con los vecinos. Allí quedará escrito a fuego un episodio del gran libro de la amistad que ha ido forjando con los años el que, sin duda, es el mejor grupo de amigos que el mundo ha conocido. Y yo, un afortunado, podré contar el día de mañana que estuve allí, rodeado de todos ellos desde hace tanto que ni me acuerdo y espero que por mucho tiempo más, escribiendo el siguiente.

Hoy nos despedimos de ti entre gambas, confeti y alcohol. Te dejamos que descanses un poco, pero que sepas que no te olvidaremos y que, sin duda, te echaremos de menos, querido local. Nos has dado mucho, demasiado.
Gracias por cobijarnos todos estos años, gracias por guardar todos nuestros secretos, gracias por ser testigo de excepción de una amistad que se forjó hace décadas y que ya nadie puede separar. Gracias por todo, de corazón. Hasta siempre.

martes, 8 de septiembre de 2015

Fiesta

Allá, a lo lejos, se puede sentir ya el sabor a fiesta en Elche de la Sierra; mi zona, mi pueblo, mi sitio… mi hogar.
Se atisban a ver guirnaldas y farolillos adornando las peñas, luces coloridas en las entradas del lugar, colores chillones en las camisetas y una semana grande para disfrutar. 

El olor a cerveza por las calles, adoquines manchados de vino, alcohol y sal; noches de luces y música, días de duro, tableros y juegos de azar. Sonrisas en cada esquina, pañuelos rojos y verdes, pantalones cortos, gafas de sol, morenos que se borran y amores que nunca se van.

Se acerca la semana más esperada del año, la de las gambas y la caña, la de los encierros y las verbenas, la del calor humano y las ganas de saltar, la de la noches de dormir poco y los días de reír sin parar; la fiesta más cálida del año está ahí, si te estiras un poquito, casi la puedes palpar. 

El ambiente por esos lares, me cuentan, se comienza a engalanar: preparativos de última hora, compras, decoraciones, días tachados en el calendario de un año que ya casi se nos va. Se nota la inquietud en el ambiente, el deseo de que comience ya, de pinchar el primer barril de cerveza o descorchar la primera botella de champagne. 

Comienza una semana de esas que, por un motivo u otro, nunca consigues olvidar.
“¿Te acuerdas aquellas fiestas en que…?” es una frase que se repite una vez más, porque creo que por eso son precisamente tan grandes: porque siempre ocurre algo digno de mencionar, algún suceso que siempre recuerdas, que se te queda grabado a fuego y donde nadie te lo puede borrar. Una tarde llorando de la risa o una noche haciéndolo de tristeza frente a cualquier bar, el primer beso con esa chica que tanto te gustaba o la discusión con que la dejaste marchar. Unos días que son tan intensos que todo puede pasar, sea para bien… o sea para mal.

Se vienen los paseos de local en local, los bailes intempestivos y en cualquier lugar, la necesidad apremiante de encontrar unos labios que besar. Sudaderas, chaparrones y noches sin descansar; sabor a arroces, gazpachos, paellas y fideuás. Litros de café y whisky corriendo por tus venas, camas aguardando a dos amantes que todavía no saben que se van a encontrar. 

Siete largos días donde todo puede pasar, ciento sesenta y ocho horas que quieres exprimir, más de diez mil minutos para disfrutar y un porrón más segundos para secundar el sentimiento que más importancia cobra en ese espacio de tiempo: la amistad.

Los días grandes de mi pueblo están por comenzar. En apenas un suspiro nos veremos por las calles, te saludaré y me saludarás; brindaremos por los que nos encontramos y por los que se fueron para no volver jamás. Y, cuando queramos darnos cuenta, todo quedará atrás. Así que no caigas en el error de dejar las horas pasar. Exprime todo lo que puedas a la gente que tienes y con la que coincidirás. Sonríe, bebe, come y ama hasta reventar, no dejes que se te vayan los días porque estas, las fiestas de 2015, ya no van a regresar jamás. Rodéate de quien te quiere y a esos, los que de verdad lo hacen durante los otros 358 días, no los dejes escapar.

domingo, 7 de junio de 2015

El momento que lo cambió todo

El jolgorio y la dicha se palpaban en el ambiente como siempre que se reunían todos al calor de la música y el alcohol. Él estaba apoyado en la encimera con un vaso de wisky en la mano y una sonrisa en la boca. La gente bailaba o charlaba, o hacía ambas cosas a la vez. La noche se ennegrecía más y más mientras el olor a verano comenzaba a empapar las fosas de nasales de un pueblo que se preparaba para su fiesta más grande. Todo seguía tan maravillosamente normal, tan placenteramente inamovible que, por un instante, el chico pensó que el tiempo no pasaba por ellos. Qué equivocado estaba.
Una de sus amigas se fue directa hacia los mandos del equipo de música y bajó el volumen de los altavoces. “Chicos, alguien os tiene que decir algo”. dijo en voz alta. Una punzada de terror atravesó el corazón del muchacho mientras los quince o veinte del grupo guardaron silencio sepulcral ante un momento que, sin todavía saberlo, cambiaría sus vidas para siempre.


“¡No!” gritó él cuando su amiga comenzó una frase con “os tengo que informar que el año que viene…”. “¡¡¡No!!!” volvió a exclamar otra vez con la esperanza vana de poder acallar ese mensaje inconcluso que lo cambiaba todo, que los llevaba a una madurez a la que no quería llegar jamás. Pero no puedo hacerlo. Al final, la chica que había vivido junto a él desde que su memoria alcanzaba a recordar terminó el anuncio con ese previsible “me caso” que tanto pavor le daba a él y que ponía punto y final a la época más maravillosa de sus vidas.


Así era, se casaba. La primera boda en un grupo de amigos de toda la vida, el momento más esperado por todos desde siempre. Pasaron por su cabeza miles de recuerdos en los que todos habían apostado quién sería el primero o en qué año sucedería. Y ahora estaba pasando de verdad.

Se alegró tremendamente por ella, ténganlo ustedes bien claro. Una mujer maravillosa que encontraba a alguien que la merecía, cosa que no era para nada sencillo. Sin embargo, aquel síndrome de Peter Pan que lo atenazaba se acentuaba con cada abrazo que ella recibía, con cada felicitación que le daban, con la mirada que él no podía quitarle pensando qué rápido pasa el tiempo y qué mayores se estaban haciendo.

La noche pasó como lo hicieron tantas antes y tantas otras lo harán después. A todos nos pareció que esa fiesta era especial, pero ninguno quiso o pudo comprender que ese instante fue el último de una época increíble; que ahí, en ese local que tantos momentos ha presenciado, terminaba nuestra infancia y comenzaba a tomar forma una etapa nueva que traerá cambios profundos. Ese fue el final de las noches en el parque, los besos a escondidas, los pantalones de campana, los botellones en descampados y los sms; el momento en que nos hicimos formalmente adultos. Apenas duró un segundo, pero permaneció toda la vida.


Y desde la más profunda melancolía el chico imploró al cielo tres cosas: que su amiga irradiase siempre la felicidad que desprendía esa noche, que la etapa que se abría fuera la mitad de feliz que la que se cerraba y, sobre todo, que cualquier momento que haya de venir lo viva junto a ese grupo de amigos que siempre estuvo ahí y sin el que no podría levanarse cada mañana.

domingo, 12 de abril de 2015

A Verónica

Querida amiga:

Aún con el sabor a vino rosado inundando mi boca, me siento aquí, frente a una página en blanco y con música de fondo, para escribirte esta carta abierta dejando constancia de la enorme dicha que nos desborda a todos desde el día de ayer. Debo volver a expresarte mi más sincera enhorabuena una vez más por el gran paso que acabas de dar y del que me siento plenamente orgulloso. Y lo hago por escrito, con tu permiso, para que dentro de unos años, cuando leas esto, recuerdes lo feliz que me sentía al verte radiante y emocionada caminar hacia un futuro que a buen seguro será tan grato como sólo tú mereces.

Nunca te vi tan bonita como ayer cuando entraste de blanco impoluto, sujeta al brazo de tu padre, a un templo que se abría de par en par para ti, para la verdadera protagonista del día. Siempre con esa sonrisa incombustible en la cara, cambiaste su mano por la del hombre que te esperaba frente al altar. Me acordé de algo que le escuché en una ocasión a una actriz holliwoodiense y que venía a decir algo así como que, en las bodas, todo el mundo mira a la novia cuando entra a la iglesia, pero que para ver la plenitud del acontecimiento habia que centrarse en el otro protagonista, en ese muchacho que espera paciente a que ella venga hacia él. Me di cuenta de que llevaba razón y supe que andabas en la dirección correcta cuando observé cómo ese chico con esmoquin y dorada corbata te miraba con los ojos de un quinceañero enamorado desde la otra punta. Ahí, en ese instante, respiré tranquilo, pues sabía que habías elegido bien.

La carta de Pablo a los Corintios volvía a ser la lectura obligada. “Si no tengo amor, no soy nada” decía el apóstol hace más de dos mil años y yo, desde la quietud de una casa vacía y con Sabina de fondo, no puedo estar más de acuerdo tantos siglos después. Ayer pude ver y palpar esos resquicios de amor que parecen tan escondidos en estos días de crisis, inmundicia y podredumbre moral. Pude ver la consecución de un destino que parecía escrito desde hace mucho tiempo, de una compensación casi divina que tenía que llegarte más temprano que tarde, porque si alguien se merece lo mejor en este mundo que tan mal nos trata en ocasiones, esa eres tú, la persona más bondadosa, amable y altruista que he conocido en todos los días de mi vida.


La tarde pasó entre copas y risas, y de entre todas la tuya brillaba con más fuerza que ninguna. Te vi enamorada, feliz y risueña en todo momento, peleando con la cola de un vestido que dejaba constancia de que tú, la chica con la que me reí tanto aquel verano de hace unos años, pasaba a ser una señora casada. Me acordé de la piscina, de tantas horas de conversación sobre un futuro que parecía que nunca llegaría pero que ya está aquí, y de cómo te recriminaba que te conformaras con el suelo cuando aspirabas al cielo. No sabes lo que me alegro de que, por fin, decidieras echar a volar hacia él.

Y cierro ya esta misiva recordando a Pablo y su carta, volviendo a recalcar ese “si no tengo amor, no tengo nada” que tanto significa y que, en ocasiones, parece que no le damos la importancia que se merece. Si la vida se reduce a eso, al amor, ayer pude constatar que la tuya es extremadamente plena, que tu familia, tus amigos y el hombre al que ahora llamas esposo te queremos tanto que puedes salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que eres la persona más rica del mundo. Te prometo que nadie se alegra más de eso que yo, que el día después y con la resaca todavía a cuestas te vuelvo a recordar envuelta en un manto de felicidad y me sigues sacando una sonrisa. Porque si tú eres feliz, querida, todos los que te queremos lo somos. Y yo, hoy, soy muy muy feliz.

Atentamente:

Tu amigo.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Aquel tiempo

Aquel tiempo de recreos y clases de historia, de partidos de fútbol interminables en el patio del colegio, de noches de parque, de besos secretos; aquel tiempo de paz y sonrisas que parecía que nunca iba a acabar, que creíamos que siempre sería nuestro y que nadie nos lo podía robar.

 

Aquel tiempo de almuerzos, de bocadillos de jamón con tomate calentados en el radiador de clase. Esos días de amores adolescentes y pelotas de cuero, de enfados constantes y cambios de humor, aquellos días de hormonas y celos, de riñas y caricias, de fiestas y juegos de manos, de revistas de fútbol y cine por doquier. Aquellos tiempos que se quedaron atrás, que se fueron un día sin darnos cuenta y parece que nunca volverán.

Aquel tiempo lejano que tiende a borrarse con cada día que pasa. Aquella época que, sin embargo, no termina de irse jamás. Las partidas de cartas y los veranos de piscina y sofá. Las tardes sin fin y las noches fugaces, de trapicheos y experiencias, amores de verano, secretos, caramelos y melodías de piano.
Aquel tiempo de amigos y amigas, de conocidos y fiestas de guardar, de sábados y viernes, de reticencia al domingo, odio al comienzo de semana y a ese maldito lunes de legañas y mochila. La época de las clases de gimnasia y el ligoteo en las aulas, de profesoras de cabello dorado y símbolos matemáticos, de gente nueva y de la misma de ayer, de guiños arrebatadores y labios por morder, aquel tiempo que ha muerto y no volverá a nacer.

Aquellos años que no desaparecen y que nunca regresarán, esos días de motocicletas y césped, de madridismo exacerbado y Copas de Europa. Los años del discman y las baterías que duraban semanas enteras. Los tiempos del olvido y el perdón, del cariño extremo y la amistad eterna, de promesas incumplidas y mentiras que se hicieron realidad. Aquellos años que se marcharon hace tiempo y que parece que no regresarán.

Aquellos años que hoy he recordado con nostalgia y lucidez, la candencia e inocencia de una banda que se prometió el mañana y se olvidó del ayer. Buenos tiempos aquellos en que no había más preocupación que el qué dirán y el qué le diré, que una mirada significaba un mundo y nunca había resaca un domingo. Esa época mágica donde se escondía el pasado, se vivía el presente y se obviaba el futuro, porque no había más mañana que el día siguiente y el día siguiente del siguiente parecía que no iba a llegar. Y si embargo llegó, como lo hace casi todo en esta vida: sin avisar. Ya estamos en el mañana y aún nos queda el día de después, ese que nunca imaginamos que fuera a ser como lo es hoy, con sus cosas bonitas y sus momentos funestos, como la existencia misma de cualquiera de nosotros. Pero qué diablos, el hoy nos lo han robado y planean hacer lo mismo con el mañana, aunque si hay algo que tengo claro es que jamás nos podrán robar el ayer. Ese es sólo nuestro, de los que lo vivimos una vez soñando que el mundo era un lugar hermoso donde pararse a beber y a gritar, donde los mensajes costaban dinero y abreviábamos el amor con ese 'tqm' que era una constante, cursi, pero inamovible. Aquellos tiempos fueron buenos, de eso no cabe duda, demasiado para lo que quizás merecimos. Tiempos pasados y pretéritos más perfectos que simples y grabados a fuego en corazón y mente, los lugares más seguros donde esconder los mejores momentos, porque esos, desde luego, nunca mienten.

martes, 20 de agosto de 2013

El boli Bic

El examen comenzaba en diez minutos y él, a diferencia de sus compañeras de clase, no estaba para nada nervioso. La preocupación por el test existía, pero nunca tuvo esa sensación de inquietud que sí tuvieron aquellas chicas con carpetas forradas y apuntes coloreados que habían estudiado mucho más. Siempre pasaría lo mismo durante el resto de su vida académica y él jamás llegaría a entender porqué.
El timbre anunciaba que ya era el momento, el estridente sonido del repiquetear del martillo contra la chapa puso en alerta a un alumnado que enmudecía ante la que se avecinaba. La profesora entró en clase y advirtió: “no quiero nada encima ni debajo de la mesa, sólo un bolígrafo y el DNI”. Todos obedecieron exceptuando, por supuesto, aquellos enamorados de la adrenalina y de las tardes en el parque que se negaban a memorizar todos los elementos de la tabla periódica y se ayudaban de un trozo de papel escondido en uno de los bolsillos del pantalón. Pocas cosas más españolas que las chuletas, qué pesar más grande surca mi cuerpo cada vez que pienso que hay un día mundial para casi todo y menos para ellas. Injusticia, que diría Cristiano Ronaldo.
 
El protagonista cayó en la cuenta de que su desordenada cabeza había olvidado, una vez más, algo tan fundamental para la realización de la prueba como el bolígrafo. Con decisión, una pizca de temor y una gran dosis de desfachatez, levantó la mano y comentó en voz alta: “Profesora, me he dejado el bolígrafo en casa”. Nadie pareció extrañarse de que así fuese, ni siquiera la maestra que, más por cansancio psicológico que otra cosa, contesto desganada: “pues pídeselo a alguien, que ya me tienes muy harta”. 

El alumno comenzó a demandar entre los más allegados un arma con la que defenderse frente a aquel combate que iba a librarse en pocos segundos. Nadie podía ayudarlo, ninguno de sus compañeros tenía un bolígrafo de sobra para él y, si lo tenían, la experiencia les había enseñado que dejarle algo a ese chico implicada casi con total seguridad perder el objeto para siempre. El chaval se impacientó y por un momento pareció incomodarse con la situación y preocuparse con la posible expulsión del aula si no encontraba la solución a su problema. Nadie lo ayudaba, nadie se interesaba por su pesar y todos parecían omitir de sus mentes que un compañero necesitaba ayuda. El egoísmo de la especie humana plasmado en un aula de secundaria de un instituto cualquiera.

lunes, 25 de julio de 2011

Recuerdos de un fin de semana

Mi amiga Inma (@inmadll) tiene la extraña teoría de que si una mañana no te acuerdas de lo que hiciste la noche anterior de fiesta, es que te lo pasaste de puta madre (ya, ya lo se...pero son mis amigos y ya los tengo medio educados con lo que no los voy a matar).

Hoy me he puesto a ojear fotos de las casas rurales a las que asistí este fin de semana con ellos y, por qué mentiros, hay muchas de las que no tengo constancia. Después he pensado que a lo mejor tenía yo alguna metida en el móvil, de eso que vas hiper pedo y la haces para rememorar el momento y al día siguiente dices: cuando cojones me hice yo esta foto. Efectivamente, tenía una. Os la muestro




Uniendo la foto con la teoría de mi amiga lo confirmo: ha sido un viaje cojonudo

lunes, 25 de octubre de 2010

Un Touchdown casero

Como ya he reconocido en multitud de ocasiones, creo que tengo los mejores amigos del mundo. Ya no sólo porque siempre están ahí cuando los necesitas y todo eso que supone y engloba el concepto de amigo, lo son también porque están más locos que un cencerro. Aquí os dejo otro vídeo que lo corrobora. Meli graba, Inma hace de brazo ejecutor... Conchi, Estela, Ana y las niñas son las pobres víctimas



He de decir que me descojoné cuando lo vi sin sonido, oyéndolo casi se me caen las lágrimas

miércoles, 17 de febrero de 2010

domingo, 8 de febrero de 2009

Ron Perla del Caribe

Pues si, eso que asoma en la botella (no Victor, lo de dentro) es un bicho conocido popularmente como "cortapichas " o "cortachuchas".





Por eso el ron Caribe Perla vale 4 €, porque no pasa controles de calidad. Aún así me lo bebo...