Aún con el sabor a vino rosado inundando mi boca, me siento aquí,
frente a una página en blanco y con música de fondo, para escribirte esta carta
abierta dejando constancia de la enorme dicha que nos desborda a todos desde el
día de ayer. Debo volver a expresarte mi más sincera enhorabuena una vez más por el
gran paso que acabas de dar y del que me siento plenamente orgulloso. Y lo hago por escrito, con tu permiso, para que
dentro de unos años, cuando leas esto, recuerdes lo feliz que me sentía al
verte radiante y emocionada caminar hacia un futuro que a buen seguro será tan grato como sólo tú mereces.
Nunca te vi tan bonita como ayer cuando entraste de blanco impoluto,
sujeta al brazo de tu padre, a un templo que se abría de par en par para ti,
para la verdadera protagonista del día. Siempre con esa sonrisa incombustible
en la cara, cambiaste su mano por la del hombre que te esperaba frente al altar.
Me acordé de algo que le escuché en una ocasión a una actriz holliwoodiense y que venía a
decir algo así como que, en las bodas, todo el mundo mira a la novia cuando entra
a la iglesia, pero que para ver la plenitud del acontecimiento habia que centrarse en el otro protagonista, en ese
muchacho que espera paciente a que ella venga hacia él. Me di cuenta de que
llevaba razón y supe que andabas en la dirección correcta cuando observé cómo
ese chico con esmoquin y dorada corbata te miraba con los ojos de un
quinceañero enamorado desde la otra punta. Ahí, en ese instante, respiré
tranquilo, pues sabía que habías elegido bien.
La carta de Pablo a los Corintios volvía a ser la lectura obligada. “Si
no tengo amor, no soy nada” decía el apóstol hace más de dos mil años y yo,
desde la quietud de una casa vacía y con Sabina de fondo, no puedo estar más de
acuerdo tantos siglos después. Ayer pude ver y palpar esos resquicios de amor
que parecen tan escondidos en estos días de crisis, inmundicia y podredumbre moral.
Pude ver la consecución de un destino que parecía escrito desde hace mucho
tiempo, de una compensación casi divina que tenía que llegarte más temprano que
tarde, porque si alguien se merece lo mejor en este mundo que tan mal nos trata
en ocasiones, esa eres tú, la persona más bondadosa, amable y altruista que he conocido en todos los días de mi vida.
La tarde pasó entre copas y risas, y de entre todas la tuya brillaba
con más fuerza que ninguna. Te vi enamorada, feliz y risueña en todo momento,
peleando con la cola de un vestido que dejaba constancia de que tú, la chica
con la que me reí tanto aquel verano de hace unos años, pasaba a ser una señora
casada. Me acordé de la piscina, de tantas horas de conversación sobre un
futuro que parecía que nunca llegaría pero que ya está aquí, y de cómo te
recriminaba que te conformaras con el suelo cuando aspirabas al cielo. No sabes lo que me
alegro de que, por fin, decidieras echar a volar hacia él.
Y cierro ya esta misiva recordando a Pablo y su carta, volviendo a
recalcar ese “si no tengo amor, no tengo nada” que tanto significa y que, en
ocasiones, parece que no le damos la importancia que se merece. Si la vida se
reduce a eso, al amor, ayer pude constatar que la tuya es extremadamente plena,
que tu familia, tus amigos y el hombre al que ahora llamas esposo te queremos tanto
que puedes salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que eres la persona más rica del mundo. Te prometo que nadie se alegra más de eso que yo, que el día después y con la resaca todavía a cuestas te vuelvo a recordar envuelta en un manto de felicidad y me sigues sacando una sonrisa. Porque si tú eres feliz, querida, todos los que te queremos lo somos. Y yo, hoy, soy muy muy feliz.
Atentamente:
Tu amigo.