La gente siempre recurre al retemblar del
despertador del primer día de la semana para volcar sobre él su mal humor, para injuriar durante toda la mañana recordando lo bien que se estaba en
la terraza del bar, en el comedor de aquel restaurante o, simplemente, bajo las
sábanas de la habitación. Sin embargo, ese instante es sólo la culminación de horas
y horas del lamento mudo en el día de antes, de un pensamiento que te acompaña
durante toda la jornada del domingo y que, aunque no lo escuches, no para de
susurrarte al oído ese "disfruta, que esto se acaba" que tantísimo
dolor produce.
El domingo es el día nacional de la resaca, de
los partidos de fútbol y del sofá. Es el día en que más horas se duerme, el día
en que se hacen juramentos vanos sobre qué cosas no volveremos a hacer o el
momento en que más paellas, cocidos o lentejas se comen en todas las casas de
este país. Uno intenta disimular el amargor del whisky en la lengua de alguna
boca engañada la noche anterior. Se bebe tanta agua por hora que cualquier
médico de cabecera podría llegar a tildarlo de peligroso. Se ama mucho, ya sea
física o metafísicamente, y se sueña más con lo que se ama de lo que normalmente se suele hacer. La necesidad de cariño se torna apremiante y se
escriben los mensajes más bonitos de la semana, los más sinceros, los más
profundos, los más lujuriosos y los más románticos. Aunque después podamos
arrepentirnos de ello.
El domingo nace como el último día de libertad plena
y muere volviéndote a traer la desolación de la monotonía diaria. La belleza de
la mañana contrasta con el desánimo que supone ver esconderse el sol tras el
horizonte, ahora, una hora antes de lo acordado... Para joder más la marrana.
Los pensamientos, envueltos en un manto de redundancia, regresan a tu cerebro recordándote ese informe inconcluso que quedó en la mesa del despacho, la bronca del jefe que está por llegar, las largas colas de coches que habrá que aguantar y la enorme cuesta de cinco días que se avecina a pocas horas vista. Las sonrisas del viernes van quedando opacadas por las caras largas y llega un instante, a eso de las diez y media de la noche, que las conversaciones se enmudecen y únicamente se consigue escuchar el sonido de la televisión, la radio o el tráfico del exterior. El languidecer de un domingo es, con creces, el momento más melancólico de la semana.
Por eso, una vez, alguien me aconsejó que al
domingo había que encararlo con calma, con templanza y con meticulosidad. Que
ese día sagrado se regía por una norma clara y concisa: "no pisar la calle y disfrutar de todo lo que te hace feliz”.
Que había que guarecerse bajo una manta con un par de buenas películas, una botella de agua y, si
tienes mucha suerte, agarrado a la cadera de una bonita mujer. Me dijeron que a
Dios había que honrarlo disfrutando de las cosas más bellas de la vida y creo
fervientemente que es uno de los mejores consejos que me pudieron dar.
Mañana,
lunes, volveremos a ser almas en pena desfilando hacia la rutina pero, mientras tanto, disfrutemos de un domingo más
que se nos va. No perdamos de vista que este domingo nunca volverá y tampoco
que, por suerte, otro distinto está a sólo seis días de camino. Quizá eso sea
lo mejor que nos da la vida: la certeza de que, casi siempre, tenemos una
segunda oportunidad.