Desde hace un par de semanas me
estoy aficionando (por temas que no vienen al caso) a unos test de vocabulario
que la Real Academia de la lengua española tiene subidos al ciberespacio. Su
funcionamiento es muy sencillo: palabras sueltas donde debes especificar si
están bien o mal escritas. En todo este tiempo habré hecho unos cinco o seis
test y tengo que decir, no sé si con orgullo o vergüenza, que no he aprobado ninguno.
El primero de ellos lo realicé con la convicción absoluta de que no me costaría
llegar al ocho o al nueve aunque cada pregunta errónea restase una correcta. Sin
ser yo un académico, ni mucho menos, creo que mi nivel lingüístico y gramatical está bastante desarrollado,
y así lo pensaba hasta que pinché el botón de ‘Enviar y corregir’ que el examen
te facilita tras terminarlo. Mi sorpresa entonces fue extrema, y he de confesar que el resultado llegó a avergonzarme total y absolutamente: un tres. En primera instancia pensé que se
trataba de un error y me dirigí a toda prisa al apartado de ‘corrección’ para
encontrar una explicación a tamaña afrenta. Me di cuenta en seguida de que, de las
ochenta y cinco preguntas respondidas, tenía sesenta bien y
veinticinco mal, así que comencé a comprobar, uno a uno, los
fallos que había cometido. Fue entonces cuando me di cuenta de la putrefacción
cultural que reina en la máxima institución lingüística de este país.
‘Cocreta’, ‘esparatrapo’, ‘asín’,
‘pobrísimo’… palabras que hasta el propio corrector de Word me da como malas
ustedes, señores de la RAE, las han aceptado en el que para mí es, sin duda, el
mayor atentado cultural que se le está haciendo a esta nación, una vez llamada
España, a la que nos estamos cargando desde dentro entre todos.
Si hay algo de lo que debemos
sentirnos orgullosos en este país es del idioma. El castellano es, con total
seguridad, el mayor patrimonio que hemos exportado al mundo. Una lengua con
más de quinientos millones de hablantes, desde Estados Unidos a la Tierra de
fuego, y que está sometida a las directrices de unos académicos que priman la ordinariez
sobre la calidad, la simpleza sobre el estudio y, sobre todo, la dejadez de una sociedad cada vez menos predispuesta al refinamiento de siglos y siglos de tradición lingüística en detrimento de unas normas que trivializan y defenestran nuestra cultura. Es la RAE, precisamente la encargada de velar por el tesoro
más magnífico que tenemos, la que con la aceptación de vulgarismos, la
españolización de palabras de otros idiomas y normas tan absolutamente
degradantes como la eliminación de la tilde a ‘sólo’,
la que más daño está haciendo a un idioma que está, por supuesto, en mucho más
alta consideración que esos académicos que, en su mayoría, no merecen una silla
en lo que antaño fue una institución loable y sensata. Incluso Pérez Reverte ya
dejó caer en su día un “miren, no les hagan ustedes puto caso a esta panda de
bobos” con este tuit que rescato a continuación.
De unos años a esta parte la palpable realidad me ha llevado a entender que somos nosotros mismos, los españoles, los que nos
encargamos más fervientemente de dinamitar nuestras raíces, nuestros tesoros
culturares y patrimoniales, nuestros bienes más maravillosos y, en definitiva, todo aquello de lo que más orgullosos deberíamos estar. Lo
podemos observar cada día de la Hispanidad donde salen a relucir la manada de
imbéciles de turno avergonzándose del que es, a todas luces, el descubrimiento
más importante de nuestra historia. Lo vemos en políticos y ciudadanos
escondiendo la única bandera que tiene como fin representarnos a todos, sin
excepción, o la necesidad de unos pocos de atacar constantemente un país que
lleva unido más que ningún otro y, sin embargo, parece destinado a la
desmembración cada año que pasa. Y sí, también parece que se tiende cada vez más a vilipendiar al idioma, ese que nos ha hecho famosos en el mundo entero, el que
capitaneó Cervantes y llevaron a lo más alto los Machado, Góngora, Lorca,
Umbral, Delibes o Cela. Un idioma complejo que tratan de universalizar
simplificándolo hasta la degradación, un idioma precioso que se quieren cargar
ante la vaguería de la España donde Belén Esteban vende más libros que
cualquier otro autor. Una lengua que maltrata la asociación que debería defenderla
más acérrimamente. En definitiva, una muestra más de que el peor enemigo de
España, de sus costumbres y su belleza, de sus reliquias y sus maravillas,
somos los propios españoles. “La más triste de entre todas las tristes historias”
dijo en su día Gil de Biedma, “es la de España… porque siempre termina mal”.