Desde aquí,
utilizando estas líneas, ruego e imploro perdón a Dios todopoderoso porque
mientras el mundo rememoraba un año más la tradición más sagrada de la
cristiandad, mi persona disputaba su particular Vía Crucis inundado en un mar
de pasión muy distante a la del resto del planeta.
La época de recogimiento y meditación quedó opacada por una lujuria que paso a narrar y de la que quiero hacerles testigos a ustedes para que comprendan que, en ocasiones, la tentación puede con todo, hasta con la más venerable de las tradiciones.
La época de recogimiento y meditación quedó opacada por una lujuria que paso a narrar y de la que quiero hacerles testigos a ustedes para que comprendan que, en ocasiones, la tentación puede con todo, hasta con la más venerable de las tradiciones.
Pasé el lunes
comiendo de los besos de aquella mujer que me arrancó el corazón con el primer
atisbo de sonrisa que forjaron sus labios. La besé entera, de pies a cabeza, aplicándome
más si cabe en cada recoveco que su bendito cuerpo dejaba al descubierto con
las caricias de mis labios. El martes el calor de la batalla se acrecentó
y la guerra no tuvo cuartel durante toda la jornada. El edredón de plumas de mi
habitación fue el escenario que ambos contendientes elegimos para que la
desnudez de nuestros cuerpos se ensalzara en la más bella ofensiva de cuantas
tuvo constancia el ser humano. Hubo pocas bajas y por una vez ganaron los dos
bandos. Guerras así debería haber cada día, el mundo iría mucho mejor.
Un día después,
con los primeros rayos del sol del miércoles, los besos y los mimos se
transformaron en indecentes palabras que, de nuevo, llevaron directamente a que
el día acabase más pronto que tarde y que de la candidez de un sol primaveral
nos viésemos inmersos en la más penumbrosa noche. Poco importaba lo que pasase
fuera, adentro la procesión seguía y ni la lluvia ni la nieve, ni diez mil
cañones resonando en la calle podrían impedir que continuáramos a lo nuestro.
Parecía mentira
que ya hubiera pasado más de la mitad de aquel lapso de siete días y que el
jueves hubiera hecho acto de presencia sin ser invitado. Había que aprovechar
el tiempo y desde luego que lo hicimos. El viernes santo llegó y con él el
remordimiento de saber que debimos haber guardado luto en aquella santa semana.
Nos reunimos de nuevo en la imparcialidad de la habitación y decidimos que la
pasión de Cristo debía ser nuestra también aunque, a pesar del profundo respeto
que guardamos al rito, nuestra forma debía divergir por caminos distintos a la
del santísimo. El sudor impregnó las sábanas y el amor el ambiente. Bendita
locura, bendito pecado mortal.
Durante el fin de
semana arreció como si de una tempestad se tratase el frenesí de nuestros seres.
Vimos como la magia de los días santos llegaba a su fin y como la desesperación
de la separación inundaba nuestras entrañas. El lunes estaba próximo y no
íbamos a dejar que viniese sin terminar los deberes, había que despedirse entre
embestidas de fogosidad y lascivos arrumacos.
Una semana de pasión
que dista en exceso de la que todos conocen, de la que la mayoría practican. El
pecado invadió mi hogar en la época menos indicada y la conciencia me dicta
ahora que pida disculpas, que encomiende mi alma a Dios y le suplique
clemencia. Él sin embargo, no me podrá perdonar, exige algo que jamás podré
tener ni con le podré ofrendar para conseguir su indulto: arrepentimiento. Pídame
cualquier cosa menos eso.