Dormía plácidamente aquella noche primaveral y su
subconsciente lo había transportado a una cama donde ella, por fin, lo
acompañaba. La tenía entre sus brazos y la apretaba tan fuerte contra sí, que
durante un segundo pensó que le estaba haciendo daño. Apaciguó su abrazo tan solo
mínimamente, no podía consentir que se la arrebataran de nuevo.
Notaba su aliento en el pecho y su perfume
inundando sus fosas nasales. Estaban totalmente desnudos y la brisa matutina
levantaba suavemente las sábanas, dejando entrever muy de vez en cuando, su
piel casi tostada por los primeros rayos de sol de la temporada. Se enamoró de
nuevo y comenzó a reflexionar sobre cuántas veces lo había hecho hasta ese
momento, el número era demasiado alto como para recordarlo. La besó en la
frente y ella, más instintiva que conscientemente, levantó la cara para que
aquel beso bajase a sus labios, a lo que él respondió de buena gana y encantado
de la vida.
De repente, uno de los primeros rayos de sol de
la mañana rebotó en su cara adormecida y lo trajo de nuevo al mundo de los
mortales. No quiso abrir los ojos, su cuerpo se contrajo por el temor absoluto
de quien comprende que todo ha sido un sueño, que la ilusión ha acabado y la
cruda realidad te golpea incansable otra vez. Entonces lo comprendió con total
certeza: nada de eso había ocurrido.
Abrió los ojos y se dio cuenta de que así era. Pudo
ver que no la tenía abrazada ni que aquel beso había sido real. Estaba de cara
a esa ventana que le había arrancado a su amada de una fantasía que parecía tan
veraz que él, enamorado hasta la extenuación, lo había llegado a creer.
Odió con todas sus fuerzas aquel rectángulo de
cristal transparente que había acabado con su placentera alucinación y, en
señal de protesta, se giró ipso facto dándole la espalda. Entonces se dio de
bruces con otra realidad pararela, comprendió que, muy de vez en cuando, en
este planeta de miseria y desdicha, los sueños se cumplen y la encontró tumbada y dormida, como si él la hubiera
creado aquella misma noche en lo más profundo de su mente y alguien la hubiera
transportado allí para su disfrute personal. Como había hecho anteriormente en
sus más profundas ensoñaciones, la abrazó con fuerza apretándola contra sí… esta
vez se iba a encargar personalmente de que ni el mismísimo Morfeo se la pudiera
arrebatar.