En el horizonte se alcanzaba a ver el que iba a ser mi primer concierto
de Sabina y para ello había elegido, como creo que a él le hubiera gustado, las
calles de La Latina para beber en su honor antes de verlo sobre el escenario.
La tarde, encapotada y mustia, languidecía entre cervezas y risotadas mientras
la música del maestro comenzaba a colarse en nuestros oídos cuando un Dj
romanticón de un pub cercano se olvidó de la comercialidad y se animó a
homenajearlo desde los dos metros cuadrados que dibujaba su cabina.
Horas después, con el cielo de Madrid cayendo sobre nuestras cabezas,
las puertas del Palacio de los deportes se abrían para que unos doce mil
ansiosos espectadores fueran entrando con cuentagotas a abarrotar, como merecía
la ocasión, el templo del baloncesto nacional reconvertido aquella tarde en
catedral de la poesía universal.
El nerviosismo se palpaba, los flashes de los móviles se encendían y se
apagaban en las gradas y el murmullo de impaciencia copaba el aire. Fue
entonces, mientras nos sacaban diez euros por un litro de cerveza y aún con
gente abriéndose paso para llegar a su localidad, cuando las luces del pabellón
se apagaron y el grito histérico de miles de personas dio a entender que era la
hora de disfrutar de las rimas del más grande, de la música de un señor de Jaén
que se adueñó un día cualquiera de las palabras y pasó el resto de su vida
convirtiéndolas en arte.
Entonces se dejó ver. Lo hizo enfundado en un traje azul chillón y
junto a ese bombín que hace tiempo que debió ser declarado bien cultural de la
humanidad. Con la voz más desgarrada de lo habitual a causa de esa vida tan
apasionante como peligrosa que siempre ha llevado, con sus dos inseparables
guitarras intercambiándose en cada canción, con el pelo cano y la piel
arrugada, con la conmoción de un principiante en el rostro y, por supuesto,
poniendo sobre la tarima esa inspiración que lo ha llevado a ser un ídolo que
se convirtió en leyenda, entró a escena ante el entusiasmo de una marea humana
que lo aupó en volandas desde el primer instante.
Yo lo escuchaba con atención en el lateral. Vibraba con sus
introducciones, con los trozos de lírica hablada que parecían eclipsar a las
propias canciones, con esos fragmentos sin ritmo pero con un calado tan
absolutamente brutal que te agarra con la fuerza de un ciclón ahuyentando el
sonido y quedándose con lo verdaderamente importante, la letra; pues de todos
es sabido que Sabina nunca será un buen cantante, ese es el precio que tuvo que
pagar a cambio de convertirse en el mejor poeta español del último medio siglo.
Comenzó con
Yo me bajo en Atocha
para agradecerle a Madrid todo lo que le ha dado, que ha sido casi tanto como
lo que don Joaquín le ha dado a Madrid. A los enamorados de la ciudad nos ganó
desde entonces. Pero hubo mucho más, claro. Tocó
19 días y 500 noches,
BarbieSuperstar,
Princesa y una docena
de éxitos más que cada uno iba disfrutando en su medida, pues no conozco a
nadie que coincida en que su canción preferida de Sabina es esta o la otra, cada
uno tiene la suya, esa que le robó hace tiempo su trocito de alma para no
devolvérsela jamás.
Presté especial atención a
Unacanción para la Magdalena por consejo de un buen amigo y debo confesar que
entró de lleno desde aquel momento en mi
top
ten con aquel “
Si llevas grasa en
la guantera o un alma que perder, aparca junto a sus caderas de leche y miel”.
Vibré con
Mentiras piadosas, me
volvió a dejar sin aliento
Ahora qué,
me emocioné cuando lo vi al borde del llanto con
A mis cuarenta y diez y casi se me saltaron las lágrimas cuando
tocó la que hace tiempo hice mi canción favorita
: Peces de ciudad.
El concierto mereció la pena por verlo a él a sus sesenta y seis años
dando guerra, por supuesto, pero también por disfrutar de Pancho Varona, porque
Antonio García de Diego estuvo a punto de llegar al nivel del maestro cuando se
‘apropió’ del
Tan joven tan viejo que
despedaza el alma del más duro cuando se escucha con atención y, sobre todo, mereció
la pena porque hacía demasiado tiempo que no conocía una sensación tan parecida
al flechazo más pasional como la que me proporcionó encontrarme cara a cara con
Mara Barros. A esa mujer habría que hacerle un poemario entero, dedicarle una
calle o levantarle un monumento… o quizá todo junto. Una voz majestuosa
embutida en un cuerpo de infarto, taconeando de allá para acá con una
sensualidad que habría despertado la lívido del más casto. Rompió al público en
dos cuando se adueñó del micro y lo desquebrajó por completo con ese timbre
profundo y delicioso que le dedicaba al poeta en la ‘intro’ de
Y sin embargo. Ella sola ya valía la
entrada más cara. Menuda mujer.
Sabina nos dijo que no volvería a cantar en España en al menos un par
de años y una punzada de dolor recorrió mi cuerpo porque aunque lo vi más
fuerte y vital de lo que nos hicieron creer hace un tiempo, temí que pudiera
ser el último, que sin quererlo me estuviera convirtiendo en uno de los pocos
afortunados que presenciase el último concierto de Joaquín Sabina en nuestro
país. Le rogué a Dios porque no fuera así, le imploré que no se lo llevase
jamás, que personajes como él no pueden partir de este mundo mientras queden
tequilas que beber y mujeres a las que piropear, que sería demasiado injusto
privar a la humanidad de un hombre que ha llevado el romanticismo a cotas que
sólo unos pocos hubieran podido soñar. Le demandé que ese momento durase un
minuto más, y luego otro, y luego otro más. Pero inevitablemente, en uno de
esos instantes, tuvo que acabar.
La canción de los buenos borrachos volvió a advertir que todo finalizaba. Dos horas y media de
poesía hecha música, de un Sabina cercano y agradable, emocionado en ciertas
partes del espectáculo y que nos enterneció en todo momento a los que allí
asistimos para disfrutar de él.
Volví a salir del recinto para perderme en whisky en su honor y
supliqué a los cielos porque alguna vez tuviera el privilegio de beber junto a
él. Algunos tildarán de pretensiosa mi petición, otros la tacharán de
imposible, pero yo sé que aunque probablemente nunca lo tenga en esa situación,
siempre me quedará el consuelo de poder tomarme una copa con su música de fondo,
cosa que es, a todas luces, como si me la estuviera tomando a su lado. Eso es
lo verdaderamente enorme que tiene Sabina, que hace tiempo que pasó de ser un
músico para convertirse en leyenda de la que disfrutaremos eternamente.