Se acordó entonces de que si mirabas fijamente y durante unos segundos a ese par de ojos negros como la misma noche, podías ver el universo allí dentro, girando en la oscuridad de sus pupilas, descubriéndote, uno a uno, sus secretos más ocultos, e hipnotizándote hasta el punto de no querer saber nada más del resto del mundo.
Sonreía con la dulzura de una adolescente y se sonrojaba con cada palabra, con cada cumplido, con cada mirada y con cada gota de vino resbalando por su garganta. Sus pómulos se tornaban rojizos como una manzana madura y se tapaba de vez en cuando la cara con las manos para ocultar un rubor imposible de esconder del todo. Él se degustaba con esos momentos, se sentía poderoso con las palabras, sabiendo que ahondaban en ella como un cuchillo entrando en un taco de mantequilla caliente. La observaba y no apartaba de ella sus ojos, quizá por el temor a no volver a verla y, seguro, para regocijarse por todo lo que le había costado tenerla ahí. Al final, la vida no es más que pararse a degustar los pequeños momentos donde culminas grandes gestas. Y esa era una de las más grandes de su vida.
Luego la besó y sintió el roce de sus labios por primera vez. Segundos después, no más de dos o tres, el tacto de su lengua guerreando con la suya. Sus manos dejaron el candor para perderse en su pelo y él utilizó las suyas para hacerlo en un cuerpo que ahora se hacía real tras tantas y tantas noches apareciendo en su imaginación. Y, poco a poco, con la cautela de un cazador que tiene atrapada a su presa, empezó a quitarle la ropa.
Primero una chaqueta que se resistió y luego el sujetador que no lo hizo en absoluto. Se perdió en aquellos pechos como un niño que se suelta de la mano de su madre en una feria. Los sintió cálidos en su boca y sus manos los apretaron con fuerza mientras ella soltaba el primer gemido de toda una serie infinita. El eco de una hora de charla se apagó para siempre y en aquel salón frío tan sólo se escuchaba el chasquido de un par de labios y, de vez en cuando, un suspiro ahogado que indicaba que, de momento, todo marchaba bien.
Cuando apenas quedaban un par de calcetines que quitar, la cama los recibió complaciente a unos metros de distancia, y allí culminaron un ritual que llevaba demasiado tiempo esperando, que había tardado demasiado en llegar. Las palabras de cariño se tornaron libidinosas y el tacto y el decoro parecieron esfumarse para dejar paso a una lujuria propia de relatos para adultos. El frío del invierno se escurrió por algún recoveco y allí, en aquel cuarto escondido de todos, enero se convertía en una caldera a presión que alcanzaba temperaturas propias de otros tiempos, de otras estaciones y de otras latitudes. El sudor resbalaba por unas pieles a punto de la combustión y la paz reinante dejó lado a una concatenación de rugidos, mordiscos, gemidos y besos. Para que luego nos digan que sólo Dios puede hacer milagros.
Pasaron los años y sólo quedó el
recuerdo: el de su piel, el del olor de su cuello, el de su pelo azabache, sus
manos calidas, sus muslos desnudos y el amor en su boca. Tan sólo quedó la
imagen de una sombra llegando a escondidas y marchándose por la puerta de atrás
que, sin embargo, regresa de vez en cuando a sus sueños y hace que la noche más
fría del año se convierta, una vez más, en un infierno de pasión como pocas
veces el mundo fue testigo.