lunes, 13 de octubre de 2014

No quiero

No quiero levantarme temprano
y que tu lado de la cama esté frío.
No quiero que mi cuerpo profano
sin tus caricias se sienta vacío.

No quiero que tus besos sagrados,
se enjuguen en bocas ajenas.
No quiero que tus labios salados
Encuentren a otro mecenas.

No quiero que la luz de la noche,
caiga sobre mi lecho vacante.
No quiero que el alba reproche
que el vacío se hizo constante.

No quiero más pecho que el tuyo,
sudando al lado del mío.
No quiero más temple que el suyo,
calmando mi torso baldío.

No quiero que te vayas de mi lado,
no quiero más noches sin dormir,
no quiero sentirme abandonado,
no quiero otros senos que oprimir.

No quiero más noches en vela,
si no son besando tu espalda.
No quiero más canción a capela
Que la encuentre bajo tu falda.

No quiero sólo una vida contigo,
me parece bastante escaso,
quiero que tu pelo sea mi abrigo
Desde que amanece hasta el ocaso.


jueves, 9 de octubre de 2014

La Princesa Prometida

Desde hace un par de años hacia acá, me suelo poner mucho más emotivo con las efemérides (y el paso del tiempo en general) de lo que nunca creí posible. Como un viejo que pasea por el centro de la ciudad con la mirada perdida y el pensamiento de "todo esto antes era campo", veo con nostalgia el movimiento de las agujas de un reloj que hace tiempo que creo que va mucho más rápido de lo que nos quieren hacer creer. Por eso, fechas tan señaladas como la de hoy me hacen volver a echar la vista atrás hacia mis años de niñez, hacia esos días de balón, mochila, cartas de amor, películas y pijama. 
Cuando me enteré de que un nueve de octubre como el actual La Princesa Prometida cumplía 27 años, supe que el letargo casi absoluto al que he sometido mi blog durante esta última época debía desaparecer en una entrada/homenaje a la que, sin duda, fue una de las películas más importantes, revisionadas y maravillosas de mi infancia.

Sin ser La Princesa Prometida una película espectacular ni en el aspecto estético ni en la profundidad de sus personajes o, incluso, en la trama en general, siempre ha estado presente en las listas de clásicos más valorados de la historia del cine. Yo mismo la introduje sin dudarlo en mi lista de las cien mejores, más por la ternura y el romanticismo que despierta que por cualquier aspecto dramático o interpretativo. Porque esa película es mucho más que noventa y ocho minutos de cine, muchísimo más. Para mí, la historia de Westley y Buttercup, de Íñigo, Fezzic o el Príncipe Humperdinck, es el último cuento de hagas llevado a la gran pantalla, el último resquicio del cine de aventuras de un tiempo en el que aún creíamos que todo era posible.

Una historia de piratas, príncipes malvados, magia y países muy muy lejanos. El cuento por excelencia, una narración que cautiva a grandes y, sobre todo, a los más pequeños de la casa. Con los Acantilados de la locura o el Pantano de fuego, nombres con fuerza y gancho, de esos que inventabas con tus amigos cualquier fin de semana. Con curanderos que reviven muertos y espadachines que buscan venganza. Con gigantes bonachones o asesinos de seis dedos y con una banda sonora digna de elogio. Pero, sobre todo, La Princesa Prometida es una historia que enaltece el sentimiento por excelencia, que encumbra y glorifica al ingrediente por antonomasia de todos los cuentos de hadas: el amor. Desde aquel primer 'Como desees' hasta el beso final que supera a cualquier otro, pasando por el rescate a la chica secuestrada o la lucha a muerte con Vizzini; siempre es por amor. Como no podía ser de otra manera.

Y como para no enamorarse.

Porque mención a parte merece ella, Buttercup. No puede haber hombre que ronde ahora la treintena que no se enamorase perdidamente de Robin Wright en esa época, es metafísicamente imposible. Veintiuna primaveras tenía por aquel entonces y ya encandilaba a cualquiera con esos ojos azules y esa melena dorada. Incluso ahora, cuando uno la observa en su papel de mujer fatal en House of Cards, sigue entreviendo aquella fragilidad ya escondida entre algunas arrugas y que nos hicieron desear tantas y tantas veces que el mundo fuera un poco menos real y se pareciera más a esa historia maravillosa, única y exclusivamente para poder soñar que sería posible conquistarla.


Veintisiete años han pasado ya desde su estreno, los mismos que tengo yo. Mi infancia, adolescencia y madurez han ido pegados a una película que no dejo de ver cada cierto tiempo, porque al volver a verla vuelvo a hacerme niño casi sin darme cuenta. Y es ahí cuando me pongo en el pellejo de un jovencísimo Fred Savage e imagino que yo soy el muchacho al que su abuelo le narra el cuento. Después me convierto en el pirata Roberts y más tarde busco vendetta junto a Íñigo Montoya para, finalmente, notar como ese escalofrío vuelve a surcar mi cuerpo cuando rememoro un beso que, como cuenta la película, superó finalmente a cuantos se dieron antes y se darán después.


lunes, 6 de octubre de 2014

With a little help from my friends

Joe Cocker en directo, desgarrándose la garganta como sólo él sabe hacer para darnos la banda sonora de una serie maravillosa y una letra que habla de amistad sobre todas las cosas, porque hay pocas cosas más grande que eso, que la amistad; la de verdad, la buena, la eterna, la que te une a otra persona más que la sangre, más que casi cualquier otro lazo.


viernes, 29 de agosto de 2014

El baile

Fue frente a la barra de un bar, como casi siempre empiezan las buenas historias, cuando comenzó todo. La conversación fluía y los temas variaban de piezas casi insignificantes a otros muchos más trascendentales. El tequila desbordaba los vasos y el olor a limón impregnaba un ambiente salado, cálido y risueño.

Él la miraba incrédulo, como si todavía no pudiese creer que estuviera junto a ella, que su perfume fuera inundando sus fosas nasales e incluso en algún momento se sintió tentado de pellizcarse para comprobar si, efectivamente, todo aquello estaba sucediendo.
De vez en cuando, ella se levantaba del taburete y se alejaba de su lado, dejándolo con la palabra en la boca y punzando su alma con el puñal de la incertidumbre que se hundía poco a poco ante la disyuntiva del 'regresará o no regresará'.

Los volantes de su falta ondeaban al viento como la bandera de algún país caribeño. Unas cuñas levantaban sensualmente sus pies y enaltecían unas piernas tan bronceadas que incluso en la semi penumbra de aquel lugar apagado y enmudecido por la música, parecían brillar con luz propia. Todo un espectáculo para la vista, para el gozo de unos cuantos privilegiados que tuvieron la suerte de contemplar aquel homenaje al erotismo una noche cualquiera del mes de agosto.

Él volvía encontrar conversación con cualquier extraño que pasaba por su lado, aunque nunca dejaba de observarla por el rabillo del ojo mientras seguía pidiéndole a los dioses que, por favor, no se marchara nunca. Y por un momento creyó que lo habían escuchado.
Volvía una y otra vez y enmudecía las palabras con su sonrisa, con su par de ojos castaños brillando bajo el neón y con el sonido melódico de su risa. Volvía una y otra vez y aquel chaval seguía preguntándose qué habría hecho para ser tan afortunado, aunque ni siquiera se acercaba a imaginar lo que vendría después.

Porque fue entonces cuando sucedió.

Una canción recordada por ambos comenzó a sonar y sus miradas se clavaron inmediatamente. Los sabían que ese era su baile, de nadie más, sólo de ellos. La chica se acercó inmediatamente para sacarlo a la pista y él dudó un instante: "¿Me está ocurriendo esto a mí?" se pudo oír claramente en el bar. Se armó de valor y cogió su delicada mano para acompañarla al medio del lugar donde ya medio centenar de ojos los observaban corroídos por la envidia: "Hoy es mía, señores.. manténganse al margen" se dijo para sus adentros.


La mano de la chica se posó en su hombro mientras la otra agarraba fuerte su mano. Él, por su parte, descendió la suya lo más abajo que pudo en su espalda sin superar, por supuesto, el límite que la caballerosidad marca. La miraba fíjamente y la comenzó a llevar en volandas. Notaba su piel tan cerca de sí que creía poder sentirla completamente desnuda. Ella lo miraba sin pestañear y él no se amilanó en absoluto. Acercó su boca al lóbulo de su oreja y comenzó a susurrarle palabras que ni él mismo podía creer que saliesen de sus labios. Ella reía y, por un momento, pareció hasta ruborizarse. Suspiraba y lo apretaba más fuerte contra sí con cada piropo, con cada frase lujuriosa, con cada declaración de amor, con cada palabra subida de tono. Él se fue creciendo ante la caída inevitable de la fortaleza femenina que se había dispuesto a atacar y que, casi sin remedio, estaba comenzando a derrumbarse por completo. La apretaba más contra sí, intentaba acercarse todo lo posible a ella para inmortalizar en su mente aquel instante mágico. 
Quería recordar absolutamente todo: su fragancia, su tacto y su cuerpo, aunque ansiaba sobre cualquier otra cosa probar el sabor de su cuello y de sus labios. Quizá pedía demasiado.
Entonces, al instante siguiente, comprendió que la suerte no dura eternamente y, casi sin darse cuenta, la canción llegó a su fin y con ella una noche que pasó como un suspiro y que concluyó tan rápidamente que casi podría parecer una broma pensada. Para él lo fue, por el resto de su vida se convenció de que algún ser superior había adelantado los relojes de todo el mundo para apartarlo de ella, no podía ser que casi seis horas se hubiesen esfumado tan depresia.

El alba los separó y nunca más volvieron a tenerse tan cerca. Jamás volvería a repetirse una noche que había destapado un dulce bote de miel y que, cuando ya casi podía degustarlo, se cerró de un golpe y para siempre dejándolo privado de lo que, a buen seguro, significaría una noche de la más erótica pelea bajo las sábanas de su cama. Pero no pudo ser, quizá no estaban destinado a ello, quizá el sueño era demasiado hermoso para ser real. Aunque bien es cierto que él tenía una cosa que valía, por lo menos, el beso que jamás llegaron a darse: el recuerdo. Y eso era algo que jamás nadie podría arrebatarle.

miércoles, 27 de agosto de 2014

El viaje a la playa

Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la carretera. 
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste, una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se recostaría durante horas cuando llegase a su destino.

Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.

El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más, cayendo en las malévolas redes femeninas  y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.


martes, 12 de agosto de 2014

RIP, Robin

La primera vez que me encontré con Robin Williams ‘cara a cara’ sería allá por el inicio de la década de los noventa. Fue en una de esas películas que marcan tu infancia, que revisionabas una y otra vez hasta que la cinta del VHS de tu casa empezaba a emborronarse y tenías que sacarla del vídeo, abrirle la tapa y darle un soplido fuerte con la intención de mejorar una calidad que, a pesar de ser ínfima comparada con la de los tiempos actuales, resultaba suficiente para hacer volar tu imaginación durante tardes y tardes. Hook fue, sin duda, una de los grandes clásicos de mi niñez y fue con ella cuando conocí personalmente a ese Peter Pan de carne y hueso que se había alejado de Nunca Jamás para convertirse en un ocupado hombre de negocios. Pronto me interesé más por aquel tipo de sonrisa eterna y aspecto poco hollywoodiense y empecé a devorar los clásicos infantiles que protagonizó: Señora Doubtfire, Jack, Flubber, Patch Adams y, por encima de casi todas, Jumanji. Creo firmemente que ningún niño puede decir que ha tenido una infancia plena si no ha soñado con jugar una partida a ese juego mágico que cayó en manos de Alan Parrish y su amiga Sarah.


Los años pasaron y Robin seguía ahí, en casi todas partes y durante casi todos los días. Puso voz al que, sin duda, es el personaje más divertido del mundo Disney, el genio de Aladdin, y siguió impartiendo clases de risoterapia para un público mucho menos acostumbrado a reír que el infantil. En Good Morning Vietnam supo mezclar a la perfección sus jocosos comentarios con toda una guerra de Vietnam y ganarse a una crítica que se rendiría a él con las que para mí han sido sus otras dos grandes películas: El club de los poetas muertos y el Indomable Will Hunting. 

Pero la vida, tristemente, no deja de ser una sucesión de contrastes y contradicciones. El hombre que sacó una sonrisa a tantos millones de personas se encontraba sólo y deprimido. Aquel muchacho con cara de bonachón y sonrisa imperecedera, se sumió en una depresión sin final que, según parece, lo ha llevado a la más trágica de las muertes en la noche de ayer. Al final, una vez más, la vida vuelve a recordarnos que no todo es del color que creemos ver.


Se marcha un genio del cine, un actorazo sin parangón que deja tras de sí obras de buena calidad pero, sobre todo, papeles que quedan marcados a fuego en la historia reciente del séptimo arte. Se va el hombre pero queda el legado, como suele ocurrir en estos casos en los que un grande nos deja, y pocos eran más grandes frente a una cámara de lo que lo fue él. Los días tristes como el de hoy deberían serlo menos si, en vez de pensar en la tragedia, nos parásemos a homenajear al hombre que se ha ido, visionando alguna de sus grandes obras. La melancolía debería quedar apartada si hoy, en su honor, comenzásemos a hacer realidad esa frase que dijo interpretando a John Keating allá por 1987 y que rezaba:

 "El día de hoy no se volverá a repetir. Vive intensamente cada instante, lo que no significa alocadamente, sino mimando cada situación; escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro, examinándote de la asignatura fundamental de la vida: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida"

lunes, 28 de julio de 2014

Agosto

Agosto se deja ya ver por el horizonte. Si entrecierras los ojos e inspiras bien hondo, te darás cuenta de que ya alcanzas a sentir el aroma de un mes distinto, de una época diferente, de un mundo que sólo podrás exprimir una vez cada trescientos sesenta y cinco días. 
Porque agosto es un mes especial, eso es una realidad incontestable. Todavía colea el calor de un verano que, sin embargo, empieza a caérsenos de entre los dedos como un puñado de arena. El calor domina los días y parece escabullirse por las noches. Esa tremenda contradicción veraniega de pantalón corto y sudadera empieza a hacerse más y más patente entre los jóvenes enamorados que bajan a hurtadillas al parque a comenzar a sentir unos labios ajenos besando los suyos. O al revés.
Porque agosto es el mes de los besos, eso lo sabe todo el mundo. Es el mes donde se consolidan los amores de verano, donde los mensajitos de texto y las miradas en la piscina ya quedaron atrás y ahora se queda con ella para tomar un helado e intentar meterle mano por debajo de la blusa en los bancos del parque, mientras el sonido del agua de la fuente acompaña como si de un violinista romano en un café de la Fontana di Trevi se tratase. Por lo menos antes era así… ahora vete tú a saber.


Agosto llega como lo hacen las grandes estrellas de cine, sabiendo que con él se empieza la verdadera fiesta pero también, irremediablemente, está más cerca su final. Comienzan las verbenas y los bailes de plaza de pueblo, las playas se masifican y los atascos desde Madrid parecen no tener final. Las faldas siguen ondeando al viento como banderas de países por explorar (Nota: el verdadero verano se termina cuando la última mujer guarda su falda más blanca en el baúl, ni equinoccios ni polladas similares) y las terrazas fluyen como el agua de un río, dejando atrás cualquier atisbo de crisis económica que pueda haber existido, exista o existirá. “Ya llegará septiembre” nos decimos cuando nuestra conciencia empieza a llamarnos la atención por la asiduidad con que sacamos la cartera a pasear. Y efectivamente, ya queda menos también para eso.

miércoles, 23 de julio de 2014

Un año sin ti

Parece mentira que haya pasado ya un año desde que te marchaste, desde que aquel terrible accidente se te llevó junto a setenta y ocho almas más a un cielo que, si existe, a buen seguro pocos lo merecían más que tú. Un año ya desde que en aquella terraza de verano me enteré de que te nos habías ido... cómo pasa el tiempo.
Es un hecho que jamás te conocí y que nunca interactué contigo más que por medio centenar de tuits en ese fabuloso medio que a tanta gente me ha unido. Aun así, sentí tu partida como si te conociese desde siempre, como si nos hubiéramos emborrachado cientos de noches o como si hubiésemos visto mil partidos juntos. Y la sigo sintiendo, por muy raro que siga pareciéndome.

Hoy es un día melancólico y triste para toda la familia tuitera y, por supuesto, para todos aquellos allegados a ti que ahora estarán recordándote con congoja y, seguro, también con un amago de sonrisa añorando esos grandes momentos que nos hiciste vivir a todos. A mí personalmente me encanta pensar que el hombre que nos dejó hace trescientos sesenta y cinco días sigue estando entre nosotros con cada retuit que alguien rebusca en ese maravilloso baúl de los recuerdos que era tu cuenta personal de Twitter. Te volvemos a traer aquí con cada frase célebre que marcaste para la posteridad comandada por ese 'Hala Madrid... hijos de puta' que ya se ha convertido en una seña de madridismo incondicional, de genialidad absoluta, de amor por unos colores y, por supuesto, de una admiración eterna hacia ese gran aficionado del Real Madrid que parece que se marchó pero nunca se termina de ir. Pocos pueden decir, desde el anonimato de las redes sociales, que se han hecho un icono del madridismo. Tú, querido Juanan, lo has conseguido con creces.

El año de la décima fue el de tu partida y todos sabemos con seguridad manifiesta que tú has sido uno de los principales causantes de la consecución de la misma. Estuviste presente en la camiseta de ese capitán sin brazalete en el césped de Mestalla y levantaste con sus brazos esa puñetera Copa de Europa que tantísimo se resistía. Fuiste uno de los privilegiados que vio el partido desde el cielo y el único que también saltó al césped a pasear con la orejona en el pecho de Arbeloa. Hasta en eso has sido grande.


Cuando se cumple un año de la tragedia, sigues más vivo que nunca en nuestros corazones. Te convertiste como tantos otros en una parte prioritaria de nuestra familia cibernética y, no te quepa duda, que lo sigues siendo. Tu recuerdo es el legado más importante que nos has dejado, nuestro deber es hacer que no te termines de marchar nunca, que sigas presente en unas vidas que, por lo menos en mi caso, tocaste apenas de refilón pero marcaste profundamente. Siempre te consideré un amigo y, por supuesto, siempre lo seguirás siendo allá donde estés.

Hoy quise recordar a Juan Antonio Palomino en el día que se cumple un año de su fallecimiento, pero gracias al cielo, vosotros os encargáis de que jamás se me olvide que, en una ocasión, tuve el inmenso honor de conocer de una grandísima persona, un enorme tuitero y un madridista de corazón que me hizo sentir que las redes sociales pueden unir tanto como una tarde de cervezas en un bar.

Te llevamos presente, amigo. Siempre contigo, eternamente a tu lado.
#LiveForever

domingo, 20 de julio de 2014

Todo se reduce a eso

Jamás ninguna máquina, tecnología conocida o por inventar, móvil, cámara, robot o instrumento podrá superar el poder del cariño humano. Nunca.


jueves, 3 de julio de 2014

Me inventé tu nombre

Como en aquella canción de Quique González, me he inventado tu nombre.
Lo hice cansado de no poder llamarte cada noche en sueños, enervado al ver cómo seguías tu camino sin pararte frente a mí. Tuve que ponerte un sustantivo al hartarme de los calificativos. Los ‘guapa’, ‘bonita’ o ‘preciosa’ se hacían demasiado repetitivos y los posesivos como ‘mi vida’, ‘mi amor’ o ‘mi cielo’ parecían querer encerrarte entre unos brazos que nunca buscaron otra cosa aún a sabiendas de que jamás lo conseguirían. Me inventé tu nombre para hacer que la cruel realidad se transformase, dentro de mi subconsciente, en la más maravillosoa de las ensoñaciones

Todo comenzó con aquel taconear en una calle cualquiera un día tiempo atrás. Siguió el siguiente y el siguiente. Tu melena contoneándose al son de tus caderas mientras tus zapatos marcaban el ritmo de una melodía que ya hubiese firmado para sí cualquier compositor de prestigio. Un día tras otro, camino de ida y de vuelta.
Mi oficina entera plantada en la ventana con la puntualidad de un reloj suizo a las nueve de la mañana y, de nuevo, a las dos de la tarde. No faltaba nadie, ni un solo hombre o mujer. Había peleas por coger el mejor sitio y comentarios que variaban de lo cómico a lo burdo, de lo erótico a lo chabacano los minutos de antes y los minutos de después.
Hasta que te veíamos llegar, entonces sólo se escuchaba el silencio.
Tu taconeo parecía retumbar por encima de los bocinazos de una ciudad que se callaba, como todos nosotros, para presenciar ese espectáculo. El metrónomo era tu zapato, la partitura tu caminar, los oyentes, media docena de adormecidos oficinistas deseosos de comenzar a pecar. Y el resto, eso... silencio.
No se oía nada más que la respiración entrecortada de algún enamorado que, al igual que yo, empezaba a fabular historias de pasión junto a ti, junto a esa señorita sin nombre conocido que todos deseábamos desnudar en alguna habitación que sirviera de campo de batalla para una lucha vigorosa y tremendamente placentera. Todos comenzábamos a narrar un cuento donde la desnudez fuera el único vestuario de dos actores ansiosos por comerse de una punta a la otra sin descanso alguno.


Me inventé tu nombre por la necesidad apremiante de gritarlo ante el mundo o de susurrárselo a la noche cuando mi cama, vacía de ti, llora amarga y solitaria. Tuve que concebirlo para aferrarme a él como lo haría a tus piernas si tuviera el valor de invitarte a cenar y después engañarte para atraerte a mi cuerpo. Ideé ese sustantivo para agarrarme a él con toda la fuerza del mundo y decirte cada día que me tienes enamorado de la cabeza a los pies. Me ingenié la forma de hacerte mía aún a sabiendas de que jamás lo serás y para eso recurrí a mi imaginación, mi más leal compañera, que fue tan generosa como siempre y me obsequió con ese nombre que ahora repito muy bajito cada vez que te veo pasar. Con ese nombre nuestra historia empezó y, no te quepa duda, con ese nombre te haré mía por el resto de mis días. Es lo único que tengo de ti y, seguramente, no necesite nada más.

miércoles, 18 de junio de 2014

El tiempo

Lo dijo Jonathan Rhys-Meyers en la que sin duda alguna fue la lección más valiosa que nos enseñaron Los Tudor, y os lo repito yo en una tarde cualquiera del mes de junio:
De todas las virtudes que el hombre posee, hay una que jamás se recupera y que, por tanto, es la más preciada de todas: el tiempo.

Perder el tiempo es insultar al mundo, decirle claramente que no te interesa lo que puede ofrecerte aunque, curiosamente, no hay nada más allá de lo que él tiene para ti. Aburrirse y dejar correr el reloj debería estar penado con cárcel, con cien latigazos en la espalda o con una tarde visionando cine español. Tantas cosas por ver, tocar, oler y degustar que parece un sacrilegio el quedarse quieto en el mismo sitio, dejar en la estantería los cientos de libros que todavía nos quedan por leer u obviar la posibilidad de ver una buena película. Tantas carcajadas por soltar, tantas lágrimas que derramar, tantas tardes que exprimir y tantos besos por robar, que se hace grotesco dejar que la arena vaya cayendo poco a poco del otro extremo de esa gran máquina del tiempo que va contando el nuestro, el que nos queda por pasar bajo las paredes de este lugar llamado tierra.


La vida pasa y lo que parece una eternidad se va tornando más y más efímero. A mí, sin ser excesivamente mayor, me comienza a pesar ver que los jugadores de fútbol ya no son contemporáneos míos y, los que lo son, están casi al borde del fin de sus carreras deportivas. Una estupidez que, sin embargo, contiene un mensaje que no me es indifirente.
Empieza, por otro lado, a ser una dura losa distinguir, entre la realidad que lo opaca todo, un leve destello que se va apagando y que, si te esfuerzas y entrecierras los ojos, alcanzas a entrever que son los sueños que una vez tuviste y que ya se están consumiendo por haberlos dejado escapar. 

El tiempo transcurre sin descanso mientras lees estas líneas melancólicas aunque con un mensaje de esperanza. Esa magnífica contradicción que reza que, aunque las horas siguen su curso, todavía quedan algunas por delante para volver a intentarlo. Aún es posible que esos luceros que una vez brillaron como el propio sol vuelvan a resplandecer como entonces, dándole vida a aquella fantasía que tiempo atrás juramos que haríamos y nunca nos atrevimos a realizar. Aún queda margen para visitar ese lugar alejado, para alcanzar esa meta perdida o para luchar por encerrarte bajo las mismas sábanas con esa mujer que consigue erizarte la piel con cada taconear de sus piernas. 
No es tarde, todavía no. Que el tiempo nos pierda a nosotros pero que jamás lo perdamos nosotros a él. Quizá sea esa otra lección que tantas veces hemos oído pero dejamos marchitar. Exprime cada segundo, no lo dejes escapar.

viernes, 6 de junio de 2014

miércoles, 4 de junio de 2014

El calor


Las sábanas apenas lograban tapar los tobillos y el edredón hacía tiempo que se había guardado en el altillo del armario de la habitación. El sudor se hacía una constante en los cuerpos y las persianas sólo dejaban entrever gotas intermitentes de una luz solar que parecía quitar la respiración, que volvía a abrasar a dos amantes que, para nada, necesitaban de un tercer ente que los hiciera entrar en calor.
 
Se bastaban ellos solitos.

Sus manos descendían entre la fina capa de sudor y se perdían en los más recónditos y secretos recovecos. Peleaban con sus bocas como si de dos tigres en combate se tratasen: sin tregua, sin pudor, sin atisbo de piedad o descanso alguno. Las uñas de ella se clavaban en la piel de él y ni siquiera los gritos de dolor intenso lograban que se detuviesen, más bien todo lo contrario. Se miraban con celo y con recelo, con pasión y sin compasión, con una lujuria tal que únicamente con eso, con la mirada, volvían a encender sus cuerpos una y otra vez, sin amnistía o sospecha de cese en tan frenética y enardecida batalla. 

Siguieron así durante unos minutos, unas horas o unos días, nunca lo llegaron a saber con certeza. Entre embestidas y gemidos de fogosidad, entre exhalaciones y mordiscos, caricias faltas de decoro y una ausencia absoluta de clemencia por el rival. Prosiguieron su acuartelamiento hasta que ambos cayeron rendidos sobre unas sábanas totalmente empapadas de sudor, que los recibieron frías y pegajosas. Los cuerpos desnudos de los amantes permanecieron inmóviles y recostados, casi ahogados por un ejercicio físico tan placentero como agotador. “Podría acostumbrarme a este deporte” dijo con sorna él. Ella rio, lo miró de reojo y, a toda velocidad, volvió a subirse encima suyo para, de nuevo, comenzar un ritual que por un momento pareció concluido. “Hoy vas a tener agujetas” respondieron sus labios ardientes. Y no hizo falta nada más para que el juego volviera a dar comienzo.

lunes, 26 de mayo de 2014

El gol de Ramos en la boda de la hermana de Iván

Todo lo que tenía que escribir sobre La Décima lo hice hace mucho tiempo en mi blog de Soy Madridista. Todo lo que había que hacer para ganarla queda resumido en este vídeo de los 41 goles que se han marcado para llegar hasta aquí. Hoy sólo hay que disfrutar (o seguir haciéndolo, mejor dicho) de la alegría que todos nosotros vivimos en ese minuto 93 con el gol de Ramos. En esta ocasión os dejo el emotivo vídeo de la boda de mi gran amigo Iván que lo vivió, junto con el resto de sus seres queridos, de esta manera.


martes, 20 de mayo de 2014

Para ti

Para ti cada uno del resto de los segundos que me quedan en esta vida... y mucho más.

Para ti mis noches en vela y las que pasaremos sin dormir entre sábanas y sudor. Para ti mis tardes de cerveza y mis mañanas de café. Para ti un décima copa o un disgusto mayúsculo; una sonrisa o una lágrima, un chin chin por todo lo alto o un trago de amargo licor. Para ti, mi vida, cada minuto de ésta; cada día de sol y cada noche estrellada sobre nuestras cabezas. Para ti mis mejores versos y mis peores resacas, una película de Scorsese o una canción de Bruce. Para ti las palabras de Sabina desgarradas en su voz, o un escrito barato alentado por tu olor.


Para ti mi lengua bajando por tu cuerpo, húmeda como una toalla que quedó olvidada en la cuerda de tender la ropa antes de un temporal. Para ti mis manos, perdiéndose en cada recoveco de tu cuerpo. Para ti mi boca, naciendo en la tuya y muriendo en cruenta batalla centimetros más al sur, entre gemidos de placer y delirios de grandeza. Para ti mi cuerpo y para el mí el tuyo, desnudos ambos, sedientos de pasión. Que lo tuyo sea mío y lo mío de los dos.

Para ti un llanto de deseperación y una risa acompañada de un beso. Para ti todo lo que tengo, absolutamente todo. Te lo entrego hoy, para ti; para que hagas con ello lo que te plazca, para que juegues con ello como quieras, para que no quede duda de que hace tiempo que dejé de ser yo para ser un apéndice tuyo, un complemento circunstancial sin modo, ni tiempo ni forma más que la que tú quieras darle. Para ti todo, para mí nada. El peor trato posible para mí, pero el único que me muero por rubricar. Yo pongo la pluma, tú pon las ganas; yo pongo las noches y tú las mañanas.

lunes, 12 de mayo de 2014

El final

Nueve horas se necesitaron para darme cuenta de que todo había acabado, nueve. Fue recorriendo la vieja y maltrecha Polonia, sus campos verdes y amarillos, cuando comprendí que la vuelta a casa era ya un hecho y el sueño de recorrer el este del continente tendría que esperar.


Llegué a Breslavia de noche, como vengo acostumbrando durante los últimos días, y me dio tiempo únicamente a ir al hotel donde pasaría mis últimas horas fuera de casa. Allí, acompañado tan solo por una mujer barbuda que resultó ser el/la nuevo/a ganador/a de Eurovisión, me asomaba por la ventana de la habitación para intentar captar el último suspiro a una tierra en la que, aunque había pasado casi toda la jornada, no me había dado casi tiempo a ver. Una curiosa paradoja que quizá ustedes no logren entender demasiado, aunque tampoco es demasiado importante.

Praga-Breslavia era la última parada de un viaje de más de cinco mil kilómetros que se iniciaba hace hoy justo diecisiete días y que terminaba con un avión de Ryanair despegando de los últimos resquicios del crudo invierno del norte para morir en el calor intempestivo de Alicante. Un cambio de país, de clima, de idioma, cultura y hasta de música, que me decía que ya, por fin, volvía a mi España querida.



Regresaba a este país que tanto quiero y tanto odio, que tan mal nos ha tratado pero que, a la vez, no podemos dejar atrás. Volvía a la España de la crisis y la corrupción, de la pandereta y la flamenca encima del televisor, de Gran Hermano y Belén Esteban, de Paquirrín y Jorge Javier, de Mariano y Alfredín, del ladrillo y la desvergüenza. 

Pero también quince días fuera dan para recordar aquellos tiempos no tan lejanos en que no éramos tan malos y, además, incluso sirven para rememorar las miles de cosas buenas que seguimos teniendo y que, aunque quedan en muchas ocasiones empañadas por la sinvergonzonería de unos pocos, nos han hecho ser tan queridos como envidiados en el resto del continente. Porque pocas cosas cambio por un plato de caracoles a la sombra de una terraza de bar, cerveza en mano; muy poquitas. Los días de calor y mar, las noches de cubatas y risas, los prados del norte o el acento del sur. Uno tiene que recorrer media Europa para olvidarse de nacionalismos o radicalismos políticos y extrañar que anochezca a las diez de la noche y el aperitivo de la una y media. Y esa, seguramente, sea la lección más valiosa que aprendí en estos pocos días de kilómetros, mochila, sol y aventura: que quiero a mi país más de lo que pensaba y que, aunque siego pensando que la crítica es buena para mejorar y que hay pocas naciones más criticables que España, sí he vuelto a comprender, lejos de ella, que las demás pueden ser, en efecto, muy bonitas para un par de días, pero ella, mi España añorada, es la más hermosa de todas por eso mismo, porque siempre será mía. 

Volví a casa y me fui directo a comerme una paella con un tercio bien fresquito de Estrella Levante. Y entonces, después de tanto tiempo deseando irme de aquí, le pedí al cielo que no me dejara marchar nunca más y, si alguna vez tenía que hacerlo, que su sabor, su tacto, su olor y la vista de su atardecer de verano, se quedase conmigo para siempre. Al final, querida mía, resultaste ser tan imprescindible para mí que tuve que volver de rodillas a pedirte que me dieras otra oportunidad.

domingo, 11 de mayo de 2014

Praga

Si a Madrid había llegado en tren, a Paris tras un largo viaje en coche y a Bruselas entre sueños, Praga la sobrevolé por primera vez una preciosa mañana de mayo.


Había dormido en el aeropuerto de Bruselas la noche anterior y arrastraba un cansancio patente en todo mi cuerpo. Aún así, intenté sacar fuerzas de flaqueza y aguantar la embestida de un Morfeo que se aferraba a mis párpados como el barniz a la madera. Dejé la mochila y salí a explorar lo que la capital checa tenía que ofrecerme que, según me decían, era mucho y muy variado. Con la meta de todo este viaje ya apareciendo en el horizonte, me atrevo a afirmar que mientras que si Madrid me tenía ganado, Barcelona comenzó a hacerlo y Paris me atrapó desde el inicio, Praga me enamoró desde el primer segundo.


Al contrario que Bruselas, Praga desprende color por los cuatro costados. Sus calles están llenas de vida, de pasión, de ganar de vivir y de un amor por la vida en el más amplio sentido de la palabra que me resulta difícil comparar con otras ciudades que haya conocido. 
Sus calzadas, al igual que en Bruselas, también se adoquinan en tonos grisáceos, pero en esta ocasión es el contraste con las aceras, las puertas y ventanas, el verde de sus parques y el abanico de tonalidades de sus fachadas lo que producen desde el ojo del espectador una sensación distinta, que te atrapa desde el primer segundo en que pones el pie en la calle. Como un mosquito eclipsado por la radiante luz de una bombilla, yo no pude resistirme a ir directo hasta el centro de una señora milenaria que se llevó todo lo quiso de mí.

De Praga no me quedo con el reloj del ayuntamiento, ni con la catedral o la gran plaza, ni siquiera con el puente de Carlos. De Praga me quedo con Praga, con toda ella, con cada rincón y avenida, con cada casa y edificio, con cada vaso de cerveza y cada bar y, sobre todas las cosas, me quedo con el Moldava.

Es sabido por todo hombre que cuando una mujer es bonita de verdad, no la encontrarás nunca más hermosa que recién levantada. Eso sí, una falda ajustada, un tacón o una blusa sugerente pueden hacerla, si cabe, mucho más bella. El Moldava es eso para Praga: su maquillaje, su kit de belleza, su tocador o un vestido de Chanel. Jamás verán más preciosa a la ciudad que cuando el sol se esconde y las bombillas de las farolas reflejan la belleza de la ciudad en las aguas del río que la baña.
Así permanecí yo. Horas y horas en el que puede haber sido el lugar de la tierra que más me haya gustado en toda mi vida, bebiendo un delicioso licor anacarado y hundiendo mis ojos en el agua turbia de un río que se ralentiza a su paso por la ciudad, como si quisiera exprimir cada segundo junto a ella, como si no desease otra cosa más que seguir agarrado a su magia. 

Y con el discernir de la corriente por los catorce puentes de la ciudad, la noche me cogió por sorpresa y la tuve que abandonar. Me costó, Dios es testigo de ello, pero de nuevo partía, esta vez en tren, a despertar de un sueño que se antojaba eterno y ha resultado tan breve como precioso. De todas las amantes que tuve en estos días, fue Praga la que más me costó dejar. Lo hice con los ojos vidriosos, dándome la vuelta cada pocos pasos para que mi mente captase cada uno de los recovecos de su rostro y la guardase bien adentro, donde nunca se me pudiera olvidar. Si la promesa de un pronto regreso surgió con todas y cada una de las anteriores, con Praga fue distinto, porque sobraron las palabras y las promesas vanas, ambos supimos que volveríamos a vernos y que, seguro, sería más pronto que tarde.


jueves, 8 de mayo de 2014

Bruselas

Un coche me esperaba al amanecer en la plaza de la Nation de Paris, para llevarme a los brazos de la siguiente ciudad de mi itinerario. Estaba tan cansado que me dormí casi de inmediato en el asiento trasero de una furgoneta que ronroneaba francés por los cuatro costados.

Me despertaron ya en la Gard du Midi. Bruselas fue la primera que no saboreé desde la entrada, que no exprimí desde la lejanía como había hecho con las tres anteriores y debió ser por eso por lo que se puso tan celosa que, casi sin quererlo, consiguió que nuestra relación no pudiera pasar más allá de unas cuantos piropos baratos y un apretón de manos final.



Aún tenía en la mente a Paris cuando ella comenzó a hablarme de la Grand Place y del Manneken pis. Yo, con todo el decoro que pude, le aseguré que un niño echando agua por el pito lo iba a tener difícil contra toda una catedral de Notre Dame al atardecer, y creo que se molestó por ello.



Paseamos por el centro. De vez en cuando me intentaba encandilar con leyendas medievales, con la catedral de San Miguel, la propia Grand Place o incluso con algo de chocolate; pero mi mente estaba demasiado lejos de allí y, por más que lo intenté, mi visita a Bruselas no fue tan especial como yo habría querido.

La Grand Place, bien es cierto, impresiona sobremanera. Decía Jean Cocteau que era "el teatro más bonito del mundo" y no soy nadie para llevarle la contraria. Sus suelos adoquinados te transportan a otra época y sus calles engalanan una ciudad que parece disfrutar del pasado, de su esencia, aunque sea tan tristemente gris.


Bélgica es un país raro: tienen una bandera tricolor pero es una monarquía, son potencia mundial en cerveza pero te ponen un cuarto de litro de San Miguel por cinco euros y tienen el porcentaje más bajo de McDonald's por habitante del mundo. 'Gris' y 'raro' son dos adjetivos tan poco agradables a la vista del lector como acertados para describir a Bruselas.


Me cuentan los entendidos que cuando el sol resplandece con fuerza la cosa cambia, pero yo creo que no es así. El dorado del astro no puede cambiar la tonalidad de las fachadas o del empedrado por mucho que quiera, no puede añadir color a una ciudad que tiene un déficit enorme de él y no puede darle vitalidad a algo que parece querer cernirse al sombrío papel de ciudad norteña que acepta sin tapujos ni complejos. Sólo alguna casa grafiteada con las aventuras de Tintín y la luz artificial de la plaza mayor da un toque distinto a la ciudad más política de Europa. Pero al final, por mucho que se quiera, sigue viéndose gris... quizá como la misma política.


Pero si merece la pena venir, si hay un motivo especial por el que uno tiene que dedicarle una tarde a Bruselas es por la Petit Rue de Rouché, pocas calles más bonitas he visto en mi vida.

Se trata de una pequeña callejuela de poco más de dos metros de ancho donde se reparten restaurantes a izquierda y derecha. Los tenderetes de éstos apenas dejan pasar la luz del sol y el rojo o el beis resultante alegran al espectador durante los menos de cincuenta metros que mide. De las pocas notas coloridas de una ciudad opaca. Lo más hermoso que vi, sin duda alguna.


Bruselas me recibió decaída y mustia y así me despide mientras escribo estas líneas. Se esforzó, he de reconocerlo, porque me enamorase de ella como lo había hecho de las anteriores. Pero en el amor, en ocasiones, ni el más hercúleo trabajo es capaz de hacer cambiar los designios del corazón.

Le dije adiós con un beso en la mejilla y ella me respondió con una tenue lluvia en forma de lágrimas que me acompañó de vuelta al aeropuerto. "Lo siento, querida, espero que encuentres a otro que te quiera como yo no pude. Te lo mereces" le dije antes de partir. Y me marché lejos, muy lejos de allí.


Paris

Mi affaire con Paris fue tan breve como intenso, tan real como incompleto, tan bonito como desdichadamente corto.


Tras doce horas de viaje a lomos de un Ford Fiesta que luchaba a cada kilómetro por no desfallecer, llegamos a la ciudad del amor con la intención precisamente de eso, de enamorarnos perdidamente de ella. Apenas conseguimos entrar cuando el conductor y su acompañante consideraron oportuno, dadas las horas intempestivas que se nos habían echado encima, abandonarme a mi suerte en medio de la noche. Ya saben ustedes que no vivimos precisamente en los tiempos de la fraternidad entre seres humanos. 

Aún me pregunto cómo conseguir llegar con vida al hostal donde me alojaba (en otra ocasion menos poética intentaremos indagar en el porqué de los nombres pseudosexuales de los hostales de mala muerte y sus condiciones higiénicas) pero el caso es que, de nuevo milagrósamente, sobreviví y pude conciliar un plácido sueño en el Peace and Love hostal (no haremos comentarios al respecto).

Todavía con el miedo en el cuerpo, los primeros rayos de sol de un fabuloso y radiante día me golpearon en la cara,  apremiándome a que dejase de perder tiempo entre las sábanas y partiera, de una vez por todas, a exprimir cada segundo del único día que se me había concedido para disfrutar de una de las ciudades más bellas del planeta.

El canal de Saint Martin era lo primero que mis ojos podían ver desde la ventana del 245 de la Rue de La Fallette. De allí salí, en un único viaje en metro, hacia la otra punta de la ciudad para seguir tachando cosas de mi lista. En esta ocasión, debía contemplar una de las dos estatuas de la libertad que hay en el planeta, para ser más exactos, la primera de las dos.

De allí comencé a andar, que viene siendo la tónica dominante de este viaje al que ya se le conoce fecha de caducidad, aunque ustedes, mis queridos lectores, deberán esperar un poco más para conocerla. Anduve, como decía, zigzagueando el Sena una y otra vez, cruzándolo sin descanso mientras me maravillaba de una u otra magnificencia en forma de monumento asentada a un lado u otro del río. Con la torre Eiffel como estrella polar, caminaba entre el trafico incansable de Paris y la imagen fija sobre un monstruo de hierro que me esperaba ansioso en el lugar donde ha descansado durante tantos años.


La torre mas famosa del planeta impresiona desde la lejania, pero pasma en el tú a tú. Cuando uno tiene el placer de ponerse a sus pies puede comenzar a comprender cómo un revestimento tan horroroso es capaz de obnubilar a tantísimos millones de personas. Ahí radica la verdadera belleza del monumento, en ser capaz de enamorar a un mundo aque obvia su figura y se centra en su significado.


El tiempo era el peor enemigo en la efimera relación que la ciudad y yo íbamos a vivir. El plan trazado indicaba que nos quedaban unas pocas horas juntos antes de que me tuviera que marchar a un nuevo país. Practicamente tuve que desgranar el saco entero de maravillas que esconde Paris y dejar únicamente cuatro o cinco semillas que, eso sí, me hicieran despedirme de ella con un dulce sabor de boca. Decidí por tanto que lo mejor era visitar brevemente el Arco del triunfo y caminar más tarde por los Eliseos hasta el Louvre. Lo  hice pausadamente y en ello se me fue gran parte de la tarde, pero es que cuando uno está en Paris, cualquier escaparate encandila; cualquier parque enamora, cualquier callejón embelesa y cualquier esquina fascina hasta la extenuación.


A la Gioconda le dije adiós desde la entrada del Louvre. Ni las horas ni el momento fueron propicios para un encuentro que se lleva aplazando ya demasiado tiempo. Paseé por las Tullerias y contemplé los jardines con una calma que habría sacado de quicio a más de uno. Finalmente encontré a Notre Dame en pleno apogeo, cuando el sol ya comenzaba a esconderse por el firmamento y la luz la hace verse más hermosa que nunca.

Y al final la noche me cogió en un bar de Montmartre donde me esperaba una rubia espumosa para que me aprovechase de ella a la luz de la luna de Paris, seguramente una de las más radiantes del mundo.


Finalmente la mañana llegó, como lo viene haciendo cada día desde ni se sabe cuanto tiempo. Me quedaron tantas cosas por ver que tuve que jurarle que volvería pronto, que en mi siguiente visita pasaríamos más rato juntos y nos desnudariamos mucho más a fondo los dos. Se lo juré con el sabor de su café y el olor de sus calles aún presente y hoy, ya en una ciudad distinta, tengo por seguro que cumpliré mi promesa.



domingo, 4 de mayo de 2014

Barcelona

A Barcelona llegué tras un viaje de seis horas, una rueda pinchada y un conductor que aunaba trazos de Paquirrín y Jon Cobra. El sol se había puesto y la brisa marina que puebla cada rincón de la ciudad se alió con el sudor de seiscientos kilómetros aguantando sandeces, para que la primera impresión de los que iban a ser mis caseros durante los siguientes días fuera de más pena que otra cosa.



Me fui directo a la cama, sólo dejando tiempo para un saludo cortés y una mirada de "os prometo que por lo mañana no soy así", que dejó indiferente al recepcionista, el cual, seguramente, estará acostumbrado a ver insurrectos mucho peores que yo. De eso no me cabe duda.

Volví al mundo de los vivos con el estridente sonido de mi despertador y me alcé presto y veloz para aprovechar cada uno de los segundos que me dejaban experimentar con una ciudad tan desconocida como sorprendente, tan absolutamente distinta a lo que había visto, sentido y vivido que, en primera instancia, me convencí de que nuestra relación iba a ser totalmente imposible. Pero de nuevo, me volví a equivocar.

Comencé a andar por sus calles mientras el viento húmedo que la mece volvía a despeinarme una y otra vez. Sin ser yo para nada coqueto, me resistía sin embargo a dejar que eso fuera la constante de mi viaje allí, aunque pronto me dejé llevar por la cortesía del huésped y me evadí completamente de cualquier aspecto físico de mi visita. Todo, absolutamente cualquier momento de esos dos días, debían trasladar lo corpóreo y llegar al punto más espiritual posible.


Al ser un viaje en solitario, mis pensamientos, sentimientos, vicisitudes, ilusiones y quebraderos de cabeza son los únicos aliados en mis días y en mis noches. Con ellos comencé a conocerla y a pasear junto a ella por sus larguísimas avenidas. Lo primero que hicimos fue ir a La Sagrada familia, que me pareció fantásticamente inacabada, "Probablemente ahí radica su magia, espero que siga así eternamente", le susurré al oído. Nos fuimos después a la otra punta y la propia Barcelona se encargó de guiarme en lo que me pareció en primera instancia una labor complicada pero que ahora, la noche antes de marcharme, puedo asegurar que no, que no existe nada más facil que caminar por la ciudad Condal y llegar a cualquier punto que se quiera. Sólo es necesario seguir recto y al final, tarde o temprano, se llega.

Me adentré en el modernismo de Gaudí, siendo yo, probablemente, la persona que más ha despotricado contra él. Ví la Pedrera, que se levantaba apenas cincuenta metros del hostal donde me hospedé. No estuvo mal encontrarme con ella, aunque fuera un leve atisbo de tiempo. La torre Agbar me siguió pareciendo el mismo edificio vacío de significado y lleno de significante, y a sus pies me recosté al sol de la ciudad durante no sé ni cuanto tiempo. En eso sí me tiene ganado Barcelona, las siestas en sus parques son gloria bendita.


Obvié el Parque Güell por razones de tiempo, el Camp Nou por otras de sentido común, el Tibidabo por lejanía (aunque aún sigo recriminándomelo) y los museos de toda índole por mi reticencia constante a una cultura que se me presenta como la de un país cuando tengo por cierto que no lo es. Pero conocí otra cosa mucho mejor: el Mediterráneo.


Lo había visto en innumerables ocasiones, desde Almería hasta Valencia, pero en ninguna, absolutamente en ninguna, lo vi tan bonito como en Barcelona. Su inmensidad abruma al visitante y el puerto, la playa o el paseo marítimo lo enamora por completo. Podría pasar diez años entre jarras de cerveza en cada uno de sus bares, en cada terraza, en cada metro cuadrado de arena. Estuve la mayor parte de la tarde paseando con un viento semihuracando azotándome la cara, como queriendo apartarme de aquella maravilla que había descubierto casi por equivocación. Pero no lo consiguió, ni mucho menos.

Más tarde, cuando llegué al final del mar, ascendí por las Ramblas, como cientos de miles de personas que, en manada, subíamos hasta Plaza Cataluña deteniéndonos para ver algún puestecillo de poca monta y mucho carisma. Me burlé de buena gana de Canaletas y recordé cuando alguien, una vez hace algún tiempo, me la comparó con mi diosa, con mi Cibeles del alma. "Normal que vayan de culo, debe ser vergonzoso venir a celebrar títulos aquí", tuiteé con malicia. Pido perdón (con la boca chiquitita, eso sí) a quien se haya podido sentir ofendido.

Y me fui, porque aunque aún sigo preso de sus encantos mientras mis dedos trabajan solos en este texto que les escribo, mi mente ya piensa en la siguiente parada de mi viaje. Un sitio nuevo, una ciudad distinta, un país diferente... Todo eso lo comenzaré a vivir en poco menos de doce horas. Pero aún me queda una noche con ella, con esta amante de acento meloso y que me ha desesperado tantas veces a lo largo de mi vida que pensaba que no me podría caer bien, pero ha hecho algo mucho mejor que eso: me ha encandilado para siempre, como me dijeron que haría. Llevaban razón Barna querida, eres muy especial.

jueves, 1 de mayo de 2014

Madrid

De Madrid se ha hablado mucho pero no se ha dicho todo, ni mucho menos.


Volvía una vez más a la que ya es mi casa por derecho propio, a mi ciudad fetiche, a la cuna de una inspiración que tocó techo en aquellos maravillosos años en los que tuve el inmenso placer de vivir aquí. Siempre lo tuve claro: cualquier viaje que se precie tiene que comenzar en Madrid... y así ha sido.

El sol ya reinaba en el cielo azul de la capital. No se vió rastro alguno de nubarrones o borrascas, de gotas de agua, rayos o centellas. El calor fue la constante en las calles y las terrazas volvieron a llenarse una vez más de gentes que se refugiaban en ellas para evadirse de una realidad triste y mustia, todo lo contrario a lo que representa esta preciosa ciudad.

Regresé al centro, a degustarme con cada tapa, con cada caña bien tirada y con el aroma a hogar que mi mente consigue refrescarme en cada ocasión que la visito.


El fútbol reinó durante todos los días en los que me alojé aquí, pero eso no es nada nuevo, porque pocas ciudades más futboleras hay que esta. Y así les va, campeones de Europa este año.
Las sonrisas y las anécdotas volvieron a copar las conversaciones con amigos que hace tiempo que transpasaron las fronteras de lo que significa ese vocablo para entrar de lleno en mi familia, en mi círculo más cercano. Porque la familia te viene impuesta, pero ellos son un regalo del cielo.

Anduve por Sol, la calle Mayor, Ópera, Gran Vía y Cibeles, lugares que he visitado tantas veces que tengo ya grabado a fuego en mi alma, pero que todavía me siguen cautivando, enamorando como el primer día.
Hice un trato con la diosa: "Te veo pronto, preciosa" le gritaba desde la distancia aún con el sabor a champagne en la lengua. Ojalá pueda venir de Lisboa el 25 de mayo a besarla personalmente, ojalá le regalen una décima Copa de Europa que sabrá a gloria bendita. Ojalá.

Más tarde pasé por la sierra, a ese trozo infravaloradísimo de la Comunidad que te evade del estrés de la ciudad y te transporta a un mundo tan bonito como inexplorado, tan alejado de la realidad de la urbe como cercano en el espacio. Al final de la tarde, el Escorial se erigía frente a mí por primera vez, y la grandeza de una España arcaica y grandiosa nos llevó a darnos cuenta de lo que grandes que fuimos y lo poquita cosa que somos.


Finalmente llegó el adiós que, en mi caso, siempre es un 'hasta luego'. Porque Madrid me tiene atrapado desde el primer momento, enamorado hasta el tuétano de todo lo que es y significa. Me enamoró un domingo de septiembre de hace muchos años, cuando llegué, mochila en mano, para quedarme unos años en sus esquinas y en sus plazas. Mañana partiré con una bolsa aún mayor hacia otra gran desconocida, pero Madrid, lejos de ponerse celosa, me esperará de nuevo a que vuelva a sus brazos. Y puede estar segura de que lo haré, porque ya no puedo vivir sin ella.