jueves, 8 de mayo de 2014

Bruselas

Un coche me esperaba al amanecer en la plaza de la Nation de Paris, para llevarme a los brazos de la siguiente ciudad de mi itinerario. Estaba tan cansado que me dormí casi de inmediato en el asiento trasero de una furgoneta que ronroneaba francés por los cuatro costados.

Me despertaron ya en la Gard du Midi. Bruselas fue la primera que no saboreé desde la entrada, que no exprimí desde la lejanía como había hecho con las tres anteriores y debió ser por eso por lo que se puso tan celosa que, casi sin quererlo, consiguió que nuestra relación no pudiera pasar más allá de unas cuantos piropos baratos y un apretón de manos final.



Aún tenía en la mente a Paris cuando ella comenzó a hablarme de la Grand Place y del Manneken pis. Yo, con todo el decoro que pude, le aseguré que un niño echando agua por el pito lo iba a tener difícil contra toda una catedral de Notre Dame al atardecer, y creo que se molestó por ello.



Paseamos por el centro. De vez en cuando me intentaba encandilar con leyendas medievales, con la catedral de San Miguel, la propia Grand Place o incluso con algo de chocolate; pero mi mente estaba demasiado lejos de allí y, por más que lo intenté, mi visita a Bruselas no fue tan especial como yo habría querido.

La Grand Place, bien es cierto, impresiona sobremanera. Decía Jean Cocteau que era "el teatro más bonito del mundo" y no soy nadie para llevarle la contraria. Sus suelos adoquinados te transportan a otra época y sus calles engalanan una ciudad que parece disfrutar del pasado, de su esencia, aunque sea tan tristemente gris.


Bélgica es un país raro: tienen una bandera tricolor pero es una monarquía, son potencia mundial en cerveza pero te ponen un cuarto de litro de San Miguel por cinco euros y tienen el porcentaje más bajo de McDonald's por habitante del mundo. 'Gris' y 'raro' son dos adjetivos tan poco agradables a la vista del lector como acertados para describir a Bruselas.


Me cuentan los entendidos que cuando el sol resplandece con fuerza la cosa cambia, pero yo creo que no es así. El dorado del astro no puede cambiar la tonalidad de las fachadas o del empedrado por mucho que quiera, no puede añadir color a una ciudad que tiene un déficit enorme de él y no puede darle vitalidad a algo que parece querer cernirse al sombrío papel de ciudad norteña que acepta sin tapujos ni complejos. Sólo alguna casa grafiteada con las aventuras de Tintín y la luz artificial de la plaza mayor da un toque distinto a la ciudad más política de Europa. Pero al final, por mucho que se quiera, sigue viéndose gris... quizá como la misma política.


Pero si merece la pena venir, si hay un motivo especial por el que uno tiene que dedicarle una tarde a Bruselas es por la Petit Rue de Rouché, pocas calles más bonitas he visto en mi vida.

Se trata de una pequeña callejuela de poco más de dos metros de ancho donde se reparten restaurantes a izquierda y derecha. Los tenderetes de éstos apenas dejan pasar la luz del sol y el rojo o el beis resultante alegran al espectador durante los menos de cincuenta metros que mide. De las pocas notas coloridas de una ciudad opaca. Lo más hermoso que vi, sin duda alguna.


Bruselas me recibió decaída y mustia y así me despide mientras escribo estas líneas. Se esforzó, he de reconocerlo, porque me enamorase de ella como lo había hecho de las anteriores. Pero en el amor, en ocasiones, ni el más hercúleo trabajo es capaz de hacer cambiar los designios del corazón.

Le dije adiós con un beso en la mejilla y ella me respondió con una tenue lluvia en forma de lágrimas que me acompañó de vuelta al aeropuerto. "Lo siento, querida, espero que encuentres a otro que te quiera como yo no pude. Te lo mereces" le dije antes de partir. Y me marché lejos, muy lejos de allí.